I. El Descenso al Nártex

El carruaje no se detuvo frente a un palacio, sino ante la boca de un Leviatán de Piedra. La fachada del edificio no era estática; sufría. Enormes Arbotantes Hidráulicos de hierro negro, oxidados por siglos de lluvia ácida y negligencia divina, se contraían y expandían contra los muros de la nave principal. No sostenían el techo; lo aplastaban. Gemían con el sonido de metal fatigado bajo una presión inmensa, un rechinar de dientes tectónico. No había gárgolas de piedra; había Gárgolas de Escape, tuberías con forma de fauces demoníacas que vomitaban columnas rítmicas de vapor sucio, impregnando la niebla con el hedor dulce y pesado del carbón de hueso quemado.

Descendimos. No por una escalera de mármol, sino a través de un elevador de carga, una jaula de rejilla dorada que colgaba sobre el abismo. En el momento en que la jaula comenzó a bajar, sentí el cambio en la densidad del aire. Mis oídos se taponaron con un chasquido doloroso, un barotrauma leve causado por el descenso rápido hacia la Cripta de Engranajes. El aire se volvió sólido, caliente, con la textura de una toalla húmeda sobre la cara. No estábamos bajando a un sótano; estábamos siendo tragados por el esófago de hormigón del edificio. Las paredes del pozo del ascensor sudaban un aceite negro que reflejaba nuestras caras distorsionadas, y la estructura entera vibraba con un gemido de baja frecuencia, un movimiento peristáltico que sugería que los cimientos del edificio no descansaban sobre tierra, sino sobre dolor comprimido.

El aire abajo era una atmósfera tropical y asfixiante, saturada de Hollín Sagrado, ese polvo graso que flotaba como polen industrial buscando un pulmón donde anidar. Tanya se cubrió la nariz con un pañuelo de seda bordado, mirando con asco una mota negra que había aterrizado en su hombro desnudo como un parásito. —Es vulgar —sentenció, sacudiendo la ceniza con un golpe seco de su abanico de hueso—. Memnon insiste en esta estética de "fábrica maldita", pero olvida que la grasa de máquina es imposible de sacar del brocado. —Es parte de la liturgia, querida —respondí, sintiendo el thrum del suelo subir por mis suelas, haciéndome vibrar los dientes—. El edificio necesita sudar. —El edificio necesita ventilación —replicó ella, ajustándose el guante—. O un exorcismo. Huele a grasa de litio rancia y a pretensión. Si voy a aburrirme, prefiero hacerlo en un lugar que no me ensucie los alveolos.

—Bienvenidos al Nártex —susurró mi acompañante, ajustándose los guantes de piel humana curada con un chasquido húmedo.

El vestíbulo se abrió ante nosotros como una catedral del vapor. El techo se perdía en una oscuridad llena de bioluminiscencia industrial: vejigas de vidrio colgadas de cadenas, llenas de bacterias luminosas y refrigerante verde neón que goteaba ocasionalmente sobre los hombros desnudos de las damas, quemando la seda con siseos químicos.

La recepción no la atendían criados, sino Autómatas Votivos de carne. Eran humanos, o lo que quedaba de su biología tras el proceso. Habían sido sometidos a una lobotomía transorbital para borrar la voluntad —dejando solo la obediencia motora—, y sus extremidades habían sido anquilosadas quirúrgicamente en posturas de servidumbre eterna. Uno de ellos, un joven de belleza vacía, actuaba como mesa de recepción; su espalda había sido aplanada y reforzada con una placa de latón atornillada directamente a sus vértebras lumbares para sostener el libro de visitas. No se movía, salvo por el temblor rítmico de sus músculos agotados y el movimiento espasmódico de sus ojos, que seguían a los invitados con una midriasis de terror perpetuo, atrapado en su propio cráneo.

Caminamos entre la multitud. La Sociología del Abismo estaba desplegada en todo su esplendor cruel. Los Antiguos, seres de piel translúcida y venas negras como raíces podridas, se movían con la lentitud de los glaciares, ignorando el espectáculo. Vestían sedas pesadas que olían a naftalina y sándalo podrido, sus rostros máscaras de un ennui tan profundo que parecía una enfermedad degenerativa. Para ellos, la maravilla técnica del lugar era vulgaridad moderna.

Pero lo que dominaba el centro de la sala no era la maquinaria, sino el Banquete de la Atrofia. Una serie de mesas largas, dispuestas con una precisión de mise en place quirúrgica, exhibían la oferta "gastronómica" de la noche. Los vampiros, seres que hacía siglos habían olvidado la necesidad de masticar, se congregaban alrededor con la curiosidad de críticos de arte frente a una escultura polémica.

La sección asiática era un estudio en minimalismo cruel. Sobre bloques de hielo tallado que no se derretían, descansaba un Sashimi de Psoas. El corte era tan fino que era translúcido, revelando la trama muscular del "filete del alma". No había carne cocida; era un Trompe-l'œil biológico. Lo que parecía una flor de loto era en realidad un corazón humano despiezado y reensamblado, cuyos pétalos ventriculares aún tremolaban levemente gracias a una corriente galvánica oculta en el plato. Los asistentes no comían la carne. Tomaban pinceles de caligrafía hechos de cabello humano, los mojaban en pequeños cuencos de porcelana llenos de bilis negra reducida o linfa endulzada, y pintaban la carne antes de lamer el pincel, saboreando la esencia del miedo atrapada en el tejido a nivel molecular.

Más allá, la mesa europea ofrecía una decadencia más barroca. Una fuente de plata sostenía una Galantina de Nervios. El sistema nervioso completo de un hombre había sido extraído intacto —una disección imposible— y sumergido en un Aspic (gelatina) transparente hecho de líquido cefalorraquídeo clarificado. Brillaba bajo la luz de gas como una joya de ámbar y dolor.

—Exquisito Glaçage —comentó un Dandy a mi lado, admirando cómo la luz se refractaba a través de la médula espinal suspendida—. Dicen que el sujeto estuvo consciente durante la extracción. Se puede saborear la adrenalina en la gelatina. Tiene un retrogusto... metálico.

Sirviéndoles, moviéndose como insectos nerviosos entre las sombras, estaban las Castas Impuras. Vampiros famélicos, privados de la primera sangre durante décadas, reducidos a una delgadez esquelética. Sus ojos ardían con una sed demencial, pero sus bocas estaban cerradas con mordazas de hierro forjado, castigos estéticos que les impedían beber a menos que se les permitiera. Llevaban bandejas de plata con las bebidas de la noche. No era vino. Eran copas de cristal tallado llenas de Icor y licores destilados de glándulas pineales maceradas en absenta, líquidos espesos y fluorescentes que prometían visiones de otros mundos.

Tanya tomó una copa de la bandeja de uno de estos sirvientes temblorosos. —Decorativo —admitió, mirando el líquido fluorescente en su copa—. Pero al final, es solo carne jugando a ser arte. Me pregunto si Memnon sabe que la verdadera transgresión no es desmembrar un cuerpo, sino hacerlo interesante.

Un campanazo sordo, similar al golpe de un martillo sobre carne muerta, resonó desde el fondo de la sala. Las puertas dobles del anfiteatro principal se estremecieron.

—Mira eso —señaló alguien con un abanico de hueso, desviando la atención del buffet hacia una alcoba lateral.

Allí, iluminado por la luz sucia de un Incensario de Combustión que oscilaba hipnóticamente, estaba la atracción principal del vestíbulo. No era una escultura. Era un experimento de orfebrería biológica. Un licántropo. Una bestia enorme, capturada en mitad de su transformación ósea.

No estaba en una jaula; estaba integrado a la maquinaria. Sus extremidades, cubiertas de pelaje grueso y sebo, estaban atrapadas en un marco de tracción mecánica. Pistones de vapor tiraban de sus brazos y piernas, manteniéndolo en una crucifixión tensa. Su pecho había sido abierto mediante un separador Finochietto permanente de bronce, exponiendo su corazón hipertrófico y peludo al aire viciado. El órgano no solo latía; estaba conectado mediante tubos de vidrio a una serie de alambiques y retortas que burbujeaban.

Alquimia de la Bestia —leyó mi acompañante en la placa de cobre—. Están destilando su rabia.

El hombre lobo no podía aullar; su laringe había sido sustituida por un silbato de vapor. Cada vez que su dolor alcanzaba un pico, el vapor escapaba por su garganta con un chirrido musical, afinado para sonar como una nota perfecta de violín. Los invitados se detenían, admiraban el Mecanismo de Relojería incrustado en su cráneo abierto para estimular su cerebro y mantener la furia constante, tomaban un sorbo de sus copas de adrenocromo tibio, y seguían su camino hacia las puertas que ahora se abrían con el sonido de válvulas de alivio liberando presión.

El olor a ozono, cobre y miedo fermentado se hizo más intenso. La función estaba por comenzar.

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II. El Circo de la Atrofia