II. El Circo de la Atrofia

La antesala del evento principal no estaba diseñada para la comodidad, sino para la exhibición de la vanidad bajo condiciones de privación sensorial leve. El aire en el anfiteatro menor era una sopa química: humo de tabaco negro luchando contra la dulzura enfermiza del formol evaporándose y el trasfondo metálico de tuberías que sudaban aceite quemado. Nos habíamos reunido allí, la Sociología del Abismo, no con la expectativa de la maravilla, sino con la paciencia resignada de quien asiste a una autopsia pública que se retrasa por burocracia.

Tanya exhaló un suspiro cargado de Ennui a mi lado, un gesto que en sus labios pintados de rojo oscuro parecía una sentencia de muerte para el anfitrión. —Espero que haya cruor —murmuró, ajustándose el guante de piel humana curada hasta que los nudillos crujieron—. O al menos, algo que sufra una lisis del colágeno con elegancia. El programa promete "Milagros de la Nueva Ciencia". Yo huelo a óxido y a la tara genética de la desesperación.

Las luces de gas bajaron hasta convertirse en brasas moribundas, teñidas de un violeta funerario. De las sombras del proscenio emergió una figura. No caminaba; se deslizaba con la fluidez hidráulica de un depredador ápice. Era un Antiguo, un vampiro cuya piel tenía la textura del mármol pulido por siglos de caricias no deseadas.

—Bienvenidos, peregrinos del abismo —su voz no se proyectó; resonó directamente en la base de nuestros cráneos con una vibración elegante—. Hemos visto civilizaciones arder y estrellas enfriarse. ¿Qué nos ofrece esta noche la efímera raza humana?

Hizo una pausa teatral, bebiendo un sorbo lento de su copa llena de icor fluorescente. Sus ojos, pozos negros de midriasis eterna, brillaron con una burla cruel.

—Nos ofrecen su hibris. Nos ofrecen el espectáculo de la carne intentando ser Dios mediante engranajes y galvanismo. No esperen milagros, mis queridos inmortales. Esperen la vivisección de la esperanza. Que comience la patología.

Hizo un gesto lánguido y se retiró, dejando tras de sí un aroma a mirra y sangre coagulada.

El primer "Virtuoso" subió al estrado. Era un inglés con la complexión del Artífice Pálido, portando lentes de aumento quirúrgico y un delantal de cuero rígido por manchas antiguas de grasa de litio. Arrastraba un carro de disección, acompañado por el zumbido eléctrico de una Pila de Volta industrial, mal aislada, que tosía chispas azules con una cadencia arrítmica.

—¡Damas y Caballeros de la Noche! —gritó, su voz temblando por la soberbia—. Olviden la mordida. ¡Yo les traigo la Chispa Vital generada por el ingenio! ¡La resurrección vía galvanismo!

Tiró de la lona. Debajo había un Corpus Delicti. Un hombre corpulento, en avanzado estado de rigor mortis, atado a una silla de cobre con correas de caucho vulcanizado. Tenía electrodos —agujas de tejer gruesas— clavados profundamente a través de la dura madre en las sienes. El inglés accionó una palanca. El aire se llenó del hedor acre a ozono y queratina quemada.

El cadáver no despertó. Simplemente, comenzó a convulsionar en una corea obscena. Los músculos pectorales se contrajeron violentamente bajo la descarga, la mandíbula, luxada por la tensión, castañeaba (clac-clac-clac) mordiéndose la lengua negra. —¡Miren! ¡El espasmo de la vida! —chillaba el inglés.

Pero de las cuencas de los ojos del muerto salía humo graso. La piel se ennegreció, sufriendo una necrosis térmica instantánea. No era vida; era carne cocinándose en su propia grasa subcutánea. —Es una marioneta rota —sentenció Tanya, observando la facies hippocratica del sujeto—. Está preparando la cena y espera que aplaudamos.

Cuando el cuello del cadáver se partió por la fuerza de su propio espasmo —una fractura por avulsión interna—, el público estalló en una risa seca y cruel. El espectáculo terminó cuando el olor a carne cauterizada superó a la promesa de la magia.

El siguiente acto no mejoró la atmósfera; simplemente cambió la textura del asco. Un místico francés presentó su "Máquina de Extracción Ectoplásmica". Una médium tuberculosa, pálida hasta la clorosis, estaba conectada a bombas de vacío que recordaban a un Confesionario Neumático. —El alma es un gas —anunció, ajustando una válvula—. Y puede ser comprimido.

El ruido fue un chirrido de pistones sin lubricar. La chica se arqueó en la camilla por hipoxia mecánica. Las máscaras de succión tiraban de ella buscando vaciar sus pulmones. Lo que reptó por los tubos de vidrio no fueron rostros en la niebla, sino una sustancia grisácea, viscosa como moco. No era ectoplasma puro; era condensación pulmonar y saliva espumosa.

Desde las gradas altas, las Castas Impuras arrojaron monedas de cobre con desprecio. —Eso no es un espíritu —comentó un Lord detrás de nosotros—. Eso es una bronquitis extraída a presión.

La máquina tosió y un tubo estalló, rociando la primera fila con un líquido tibio que olía a fermentación butírica. El "alma" embotellada no era más que el aliento fétido de una moribunda.

Para cuando llegó el tercer "Virtuoso", el aburrimiento se había solidificado como una costra sobre la audiencia. Un alquimista de la vieja escuela trajo un Atanor portátil y un matraz cubierto. —La Materia Prima —susurró—. He incubado al Homúnculo perfecto.

Retiró la tela. Dentro del líquido amarillento flotaba un teratoma. Una masa de carne amorfa, cubierta de pelos dispersos y dientes en lugares equivocados. Tenía un ojo ciclópeo que miraba con estupidez lechosa. —¡Saluda a tus padres! —ordenó el alquimista.

La cosa abrió una herida vertical que hacía las veces de boca y vomitó una nube de bilis negra. Ante nuestros ojos, su cohesión falló. Entró en Nigredo instantánea, deshaciéndose como papel mojado en ácido. En segundos, el "hombre perfecto" era una sopa de necrosis flotante.

El público estalló en abucheos crueles. —Patético —Tanya se puso de pie con un crujido de seda—. Vámonos. Si el plato fuerte es "El Reloj" de Memnon, prefiero ver secarse la pintura de mi ataúd. —Espera —la detuve, sintiendo una vibración en el suelo, una vibración geológica que no provenía de las máquinas de feria—. Mira quién sale ahora.

Las luces de gas no bajaron; parecieron ser absorbidas por el aire. Los criados limpiaron el vómito y los restos alquímicos con una eficiencia aterradora. El escenario quedó vacío, clínico, preparado. Y entonces, con el rechinar de ruedas oxidadas que sonaba como huesos rompiéndose, el ujier empujó la jaula de Memnon hacia el centro de la pista.

La atmósfera cambió al instante. El aire dentro del anfiteatro dejó de respirarse; se comulgaba con él. Se volvió denso, casi gelatinoso, cargado con un miasma litúrgico. No estábamos allí como espectadores de un circo fallido; sin saberlo, nos habíamos congregado como suplicantes en una basílica subterránea, una Catedral de la Carne erigida en honor a las verdades que solo el bisturí puede revelar.

El silencio se volvió absoluto, una presión física sobre los tímpanos, roto únicamente por el siseo distante de los quemadores y, más inquietante aún, por un sonido rítmico y húmedo que emanaba del centro de la pista: el goteo de una expectativa a punto de ser rajada.

Cuando el ujier, vestido con una túnica de cuero que recordaba tanto al delantal de un carnicero como a la sotana de un monje, se acercó a la estructura central, el murmullo de la congregación cesó por completo. No era una simple jaula lo que descansaba allí; era un tabernáculo de hierro forjado y cristal sucio, montado sobre ruedas que chirriaron con la protesta de huesos viejos al ser movidos. Cubriendo el contenido, un paño de terciopelo pesado, del color de la sangre arterial coagulada, absorbía la poca luz disponible.

Sin teatralidad, con la eficiencia fría de quien retira una sábana en la morgue, el ujier desveló la reliquia.

Un suspiro colectivo, una mezcla de repulsión y reverencia, recorrió las gradas. Lo que se reveló ante nuestros ojos, acostumbrados a siglos de hastío y excesos, no era una simple deformidad. Era una blasfemia arquitectónica, una configuración de carne que desafiaba la simetría sagrada de la creación divina para proponer una nueva y terrible geometría.

A primera vista, la mente, desesperada por encontrar patrones familiares, intentaba discernir a dos individuos sentados espalda con espalda, un hombre y un vampiro, desnudos en una intimidad forzada. Pero la biología es implacable y no perdona la ilusión. Al agudizar la vista, la atroz verdad se manifestaba: no había espaldas. Sus columnas vertebrales, esas escaleras de hueso hacia la conciencia, se habían fusionado en una sola cresta ósea, una anquilosis monstruosa que actuaba como el pilar central de su existencia compartida. No eran dos seres; eran una continuidad aberrante, un tejido quimérico donde la piel pálida, marmórea y translúcida del depredador se fundía con la dermis sonrosada, sudorosa y turgente de la presa en una soldadura de cicatrices queloides que parecían mapas de dolor.

Eran Toracópagos de una especie que ningún dios benévolo se atrevería a soñar. La carne de uno no terminaba donde empezaba la del otro; fluía, se bifurcaba y se coalescía en una danza estática de tejidos.

El componente humano de este teratoma viviente era un estudio en la agonía exquisita. Su cuerpo estaba tenso, cada músculo vibrando con la frecuencia del pánico reptiliano. Su piel brillaba con un sudor aceitoso, exudando el aroma agrio de la adrenalina fermentada. Sus ojos, desorbitados en una midriasis de terror absoluto, no parpadeaban, fijos en un punto invisible del vacío, como si estuviera contemplando su propia condenación. De su garganta escapaba un aullido continuo, no un grito, sino una vibración, un infrasonido de sufrimiento que resonaba en nuestros propios huesos.

A su espalda —o más bien, emergiendo de su propia dorsal como un parásito majestuoso—, la parte vampírica yacía en un estado de torpor sublime. Su piel tenía la textura del pergamino antiguo, blanca como la leche cortada, y sus facciones poseían la serenidad inmutable de una estatua funeraria. Sus ojos estaban cerrados, pero bajo los párpados translúcidos se podía ver el movimiento rápido del sueño REM, soñando quizás con océanos de sangre negra. Sus colmillos, limpios y secos, descansaban sobre el labio inferior como agujas de marfil, prometiendo una penetración que aún no había sido consumada.

Entonces, Memnon apareció.

Anterior
Anterior

I. El Descenso al Nártex

Siguiente
Siguiente

III. La Liturgia del Colapso