IV. La Eucaristía del Vacío

Memnon bajó los brazos. Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de una furia termosistémica. Se giró hacia la jaula, sus ojos inyectados en sangre negra, ignorando a la multitud. Caminó hasta los barrotes y los agarró con tal fuerza que el hierro se dobló bajo sus dedos enguantados.

—¡El tiempo es elástico! —rugió, su voz distorsionada, perdiendo la elegancia humana para revelar un gruñido feral—. ¡La carne tiene latencia! ¡Nadie se mueve!

La violencia de su grito acalló las risas momentáneamente. Memnon no miró a la audiencia; miró fijamente a la criatura, imponiendo su voluntad sobre la biología fallida. Sacó de nuevo el reloj, pero esta vez no miró la esfera; la aplastó en su puño, rompiendo los engranajes de hueso.

—¡Me concedo el margen de error del Dios que duda! —gritó, comenzando un nuevo conteo, no hacia atrás, sino hacia el abismo—. ¡Uno!

En la jaula, el vampiro se arqueó. La piel de su espalda se rasgó con el sonido de tela vieja.

—¡Dos! —bramó Memnon. 

La necrosis golpeó con retraso, acumulada y furiosa. El brazo izquierdo del vampiro se desprendió del hombro, cayendo al suelo no con un golpe sólido, sino con un sonido de succión obscena, un slosh pesado y húmedo que resonó en el silencio atónito, como un saco de vísceras arrojado contra el lodo. Se disolvió instantáneamente en un charco de lodo negro hirviente que siseaba como grasa en una plancha caliente.

—¡Tres!

La multitud dejó de reír. El olor a amoníaco y ozono se disparó, quemando las fosas nasales. La realidad alrededor de la jaula comenzó a vibrar, visualmente distorsionada por ondas de calor que no deberían estar ahí.

—¡Cuatro! —Memnon gritaba cada número como si fuera un martillazo sobre un clavo—. ¡Cinco!

La criatura abrió la boca para gritar, pero su mandíbula se desencajó, cayendo sobre el pecho, colgando solo de tendones que se derretían como cera al fuego. La licuefacción aceleró. La carne se deslizaba de los huesos en capas geológicas de podredumbre acelerada.

—¡Seis! —El aire se volvió eléctrico. Los cabellos de los espectadores se erizaron por la piloerección estática.

—¡Siete!

Ya no había vampiro. Había un remolino de biomasa girando en el centro de la jaula, un vórtice de sangre negra y hueso pulverizado que desafiaba la gravedad, comenzando a levitar.

—¡Ocho! —Memnon estaba bañado en el vapor sucio que emanaba de la jaula, riendo ahora, una risa maníaca y rota que competía con el burbujeo de la biomasa en el suelo.

La materia en la jaula colapsó hacia adentro. El sonido del mundo se invirtió, un silbido de succión cósmica que nos dejó momentáneamente sordos por la presión negativa. En el centro de la negrura líquida, un punto blanco, infinitamente denso y doloroso de mirar, se encendió como una estrella enferma.

—¡Nueve!

La realidad no se rompió; sufrió una evisceración. Donde debería haber restos, el espacio se abrió con el sonido de una tela mojada rasgándose amplificado mil veces. Una solutio continuitatis en el tejido del universo. Una mancha de oscuridad absoluta, una singularidad que flotaba sobre el metal retorcido de la jaula, bebiéndose la luz de las lámparas de gas con una sed gravitacional.

Memnon se giró hacia nosotros, jadeante, con su traje de seda manchado por las salpicaduras de la transfiguración. Su arrogancia había vuelto, pero ahora estaba templada por el terror sagrado de quien ha logrado abrir la caja fuerte de Dios y ha encontrado que dentro solo hay dientes.

—La entropía ha cobrado sus intereses por la demora —anunció, su voz ronca vibrando con la estática del ambiente—. Prepárense. La liturgia ha terminado. La invasión comienza.

Y desde esa negrura, algo empujó.

No tenía rostro, ni garras, ni colmillos convencionales. Era una geometría de dolor puro. Primero salieron unos ganchos, no de metal, sino de hueso pulido y marfil, unidos a cadenas de nervio óptico grueso que brillaban húmedas y pulsantes bajo la luz moribunda. Las cadenas se clavaron en el aire mismo, tensándose, abriendo la herida más y más, tirando de los bordes de nuestra dimensión como si fueran piel de un abdomen abierto.

Luego, la Entidad cruzó el umbral.

Era una torre de carne desollada y reconfigurada, una arquitectura imposible de músculo rojo brillante y tendones de plata tensados como cuerdas de violín. No caminaba; flotaba sobre el suelo, suspendida por su propia gravitación de sufrimiento. No tenía ojos, pero su superficie entera estaba cubierta de bocas diminutas, cientos de esfínteres húmedos y rosados que susurraban en lenguas muertas, creando una cacofonía de ruido blanco y rezos invertidos que hacía sangrar la nariz de los espectadores más cercanos.

El olor nos golpeó como una onda expansiva: ozono, formol hirviendo y el aroma inconfundible de la electricidad estática mezclada con sangre vieja y cobre.

En las gradas, el silencio burlón se había roto para siempre. Los vampiros, esos aristócratas del aburrimiento, retrocedían presas de un pánico atávico. Vi a uno, un Dandy que minutos antes se reía, arañarse la propia cara en un ataque de formicación histérica, arrancándose tiras de piel pálida como si sintiera insectos caminando bajo su dermis muerta. Otro vomitaba un líquido negro sobre el terciopelo de su asiento, su cuerpo convulsionando en rechazo a la frecuencia infrasónica que la Entidad emitía. Un Antiguo, cuya piel había resistido el acero y el tiempo, intentó usar su velocidad preternatural para huir hacia las puertas. Fue inútil. La Entidad había alterado la física local. Vimos al vampiro moverse en cámara lenta, atrapado en un ámbar temporal, mientras su propia inercia lo desgarra, separando la piel del músculo como si fuera un traje mal ajustado. La inmortalidad no sirve cuando el tiempo mismo te tiene hambre.

Los Antiguos, estatuas de mármol milenario, mostraban grietas de terror en sus máscaras de indiferencia; sus ojos buscaban salidas que ya no existían.

Tanya me agarró el brazo. Sus uñas, duras como diamantes, atravesaron la tela de mi chaqueta y se clavaron en mi carne fría. No miraba con asco; miraba con una midriasis total, una fascinación que bordeaba la catatonia mística.

—Es... puro —murmuró, su voz temblando—. No es un truco, Caleb. Es una Verdad.

La Entidad giró sobre su eje, si es que tenía uno. Las bocas en su carne se sincronizaron, los esfínteres se dilataron al unísono y hablaron con una sola voz. No fue un sonido que viajara por el aire; fue una transmisión directa al tallo cerebral reptiliano. Un pitido agudo, un tinnitus violento similar al chirrido de una turbina, me taladró los oídos, y sentí la humedad tibia de una hemorragia nasal bajando repentinamente por mi labio superior. A mi alrededor, vi a los Antiguos llevarse las manos a los oídos, manchando sus guantes de seda con sangre fresca que brotaba por la presión intracraneal. Sentí un sabor a cobre y electricidad en la parte posterior de la garganta. Mis sinapsis chisporrotearon, reescribiendo mis recuerdos a la fuerza para acomodar el idioma de algo que no tenía cuerdas vocales.

LA CARNE ES UNA TRAMPA. EL DOLOR ES LA LLAVE. HEMOS ESCUCHADO VUESTRA LLAMADA.

Memnon, extasiado, con los ojos llenos de lágrimas de aceite negro, se arrastró hacia la jaula abierta, ignorando el calor radiactivo que emanaba de la brecha.

—¡Soy yo! —gritó, abriendo los brazos en cruz—. ¡Yo soy el arquitecto! ¡Yo preparé el sacramento!

Un látigo de carne y hueso salió disparado desde la Entidad. Fue tan rápido que el ojo apenas registró el movimiento, solo el desenfoque del aire desplazado. Se enrolló alrededor del cuello de Memnon con un chasquido húmedo y definitivo. No lo estranguló; se fusionó con él. Vimos, con una claridad de alta definición, cómo la piel del cuello de Memnon burbujeaba y se unía al tentáculo, un injerto simpático instantáneo y violento. Sus venas se conectaron a las de la criatura; su sangre se convirtió en la sangre de la cosa.

Memnon no gritó. Su rostro se relajó en una expresión de agonía exquisita, sus ojos se pusieron en blanco mientras era alzado en el aire, sus pies pataleando inútilmente, convirtiéndose en una marioneta de su propio dios.

ACEPTAMOS LA OFRENDA —tronó la Entidad, y su voz hizo estallar los cristales de las lámparas de gas—. PERO EL HAMBRE NO SE SACIA CON UN SOLO BOCADO. LA PUERTA ESTÁ ABIERTA. Y AHORA, NOSOTROS TAMBIÉN TENEMOS SED.

Las cadenas de nervio se dispararon hacia las gradas, buscando nuevos anclajes. El pánico estalló. No era el miedo a la muerte; era el terror a la transformación. Los inmortales, que creían haber escapado del ciclo de la vida y la decadencia, descubrían ahora que había destinos peores que la tumba. Había dimensiones donde la eternidad se medía en unidades de dolor.

—¡Vámonos! —chilló Tanya.

No tiraba de mí; se aferraba a mi brazo como si fuera la única estaca sólida en un mundo que se licuaba. Sus uñas de diamante no solo rasgaron la tela; perforaron mi piel muerta, buscando hueso, buscando dolor para confirmar su propia existencia. Miré su rostro. La máscara de ennui milenario se había roto. Sus ojos estaban desorbitados, las pupilas dilatadas hasta devorar el iris, reflejando no la sala, sino el abismo que se abría en el centro de la pista. Su piel perfecta, esa porcelana de cantera fría, estaba gris, sudando un aceite rancio. No era miedo a morir; era el terror absoluto a la obsolescencia. Tanya acababa de comprender que en la nueva cadena alimenticia, nosotros éramos el aperitivo.

Yo no podía moverme. Estaba paralizado por la belleza atroz de la escena. La geometría del sufrimiento se desplegaba ante mí, perfecta, matemática, inevitable.

Memnon ya no era un individuo; era un componente estructural. Fusionado con la Entidad, nos miraba desde arriba, su cuerpo abierto y extendido como las alas de una mariposa disecada en un alfiler de disección cósmico. Sonreía con una boca que ya no le pertenecía, una herida vertical que goteaba icor negro sobre el escenario que él mismo había construido, bautizando a su congregación con la verdad de su propia carne.

—¿Crees que esto es sano? —la pregunta de Tanya, formulada siglos atrás —o quizás hace diez minutos—, resonó en mi memoria, ahora cargada de una ironía venenosa.

Miré el caos. La sangre que no era sangre, sino combustible. La transfiguración de la materia en espíritu a través de la trituradora. Sentí, por primera vez en eones, que mi corazón muerto daba un vuelco. No fue un latido; fue un espasmo de terror genuino. Una descarga eléctrica en un músculo atrofiado que me hizo sentir más vivo, más biológico y más vulnerable que en cualquier caza nocturna de los últimos trescientos años.

—No, Tanya —respondí, mi voz serena, perdida en los alaridos de la congregación que comenzaba a ser cosechada por los ganchos de la Entidad—. No es sano. Es necesario.

Las luces de gas estallaron una a una, incapaces de competir con la oscuridad radiante de la brecha. El zumbido de la Entidad subió de volumen, pasando del umbral auditivo a una presión física que hacía vibrar el líquido dentro de nuestros ojos.

Supe entonces que el verdadero espectáculo acababa de empezar. El "Reloj" no marcaba el tiempo; marcaba el final de nuestra impunidad.

Miré al suelo de la jaula. Entre el lodo negro y los restos de Memnon, el reloj de oro yacía aplastado. Las manecillas se habían detenido, pero no marcaban una hora. Estaban dobladas hacia adentro, señalando el centro del mecanismo, como si quisieran apuñalar el propio tiempo para matarlo antes de que Ellos terminaran de cruzar.

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III. La Liturgia del Colapso