III. La Liturgia del Colapso
No emergió como un presentador de circo, sino que se materializó desde las sombras como un Sumo Pontífice del Dolor. Vestía un traje de corte quirúrgico, inmaculado, pero con la textura de la seda pesada, y sus manos estaban enguantadas en una piel tan fina que parecía humana. Su rostro, una máscara de belleza gélida, irradiaba una autoridad que no admitía réplica. Caminó hacia la jaula con la reverencia de quien se aproxima al altar mayor para la consagración.
—Hermanos en la noche, suplicantes de la verdad —su voz resonó, clara y cortante como un bisturí, llenando el anfiteatro sin necesidad de elevar el tono—, les pido que abandonen su incredulidad. Lo que tienen ante ustedes no es una curiosidad; es una revelación.
Acarició los barrotes de la jaula, y el metal pareció gemir bajo su tacto.
—He aquí mi evangelio, escrito no en tinta, sino en materia blanca y materia gris. Lo llamo "El Reloj", pero es un nombre vulgar para una función sagrada. Contemplen la simetría negativa de su unión.
Señaló la fusión de las carnes con un gesto elegante.
—Lo que ven es un par de gemelos monocigóticos, imperfectamente separados tras la concepción, una displasia que la naturaleza desechó y que yo he rescatado y perfeccionado. Noten la fusión visceral: comparten hígado, comparten riñones, y lo más crucial, comparten un sistema circulatorio anastomosado. Cuatro brazos para suplicar, cuatro piernas para no huir, dos cabezas para gritar... pero un solo río de sangre, un solo Corpus Delicti.
Memnon hizo una pausa, dejando que la implicación de sus palabras se asentara como el polvo de hueso después de una trepanación.
—He tomado a estos siameses y he inducido la transfiguración solo en uno de ellos. He inyectado el patógeno de nuestra estirpe en una mitad, manteniéndolo en el estadio más bajo, una larva de inmortalidad, para asegurar la docilidad del instinto. Pero he aquí el sacramento: después del primer sorbo iniciático, esa comunión de icor y saliva, le he privado deliberadamente de sustento externo.
Un murmullo recorrió las gradas superiores, donde los Turistas del Abismo se inclinaban hacia adelante, sus ojos brillando con una curiosidad mórbida.
—¿Por qué no se seca? ¿Por qué no entra en la desecación y se desmorona en polvo? —preguntó Memnon, alzando las manos como si sostuviera un corazón invisible—. Porque he creado un circuito cerrado de agonía. El vampiro no necesita cazar. Se nutre de su hermano. Absorbe la vis vitalis directamente a través de la aorta compartida, succionando la vida desde el interior, bebiendo de la fuente misma antes de que la sangre llegue a oxigenar el cerebro humano.
Memnon se acercó al rostro del gemelo humano, quien gimió ante la proximidad del Artífice.
—Es un parasitismo perfecto, una endosimbiosis forzada. Pero no es solo biología, mis queridos amigos. Es metafísica aplicada. El dolor del humano no se pierde en el vacío; es consumido, metabolizado por la mitad vampírica, transmutado en una energía que mantiene esta homeostasis blasfema. El sufrimiento de uno es el combustible del otro.
Miró hacia arriba, hacia la oscuridad de la cúpula, como si esperara ver algo descendiendo.
—Pero todo sistema cerrado tiende a la entropía. Y es en ese colapso, en esa singularidad biológica, donde reside mi verdadera obra. No he creado esto para que viva eternamente. Lo he creado para que muera con una precisión matemática.
—¿Y qué esperamos ver, Memnon? —la voz de Tanya cortó el aire a mi lado, cargada de ese ennui aristocrático que solo los inmortales poseen—. ¿Otra muerte? ¿Otro espasmo? Hemos visto imperios caer y hecatombes. Tu juguete de carne es... pintoresco, pero ¿dónde está lo sagrado?
Memnon sonrió, y en esa sonrisa vi la promesa de un abismo que ni siquiera Tanya había contemplado.
—No esperen una muerte, querida Tanya. Esperen una apertura. El sufrimiento simultáneo, la sincronización de la agonía de dos almas unidas por la misma sangre y el mismo terror, genera una frecuencia. Un tono de Shepard biológico que desciende infinitamente. Cuando el humano agonice por exanguinación interna, y el vampiro entre en la necrosis por la súbita privación... en ese instante de falla sistémica doble, la realidad se rasgará.
Susurró la última frase, pero resonó como un trueno.
—No estamos aquí para ver morir a un monstruo. Estamos aquí para ver qué entra por la herida que su muerte abrirá en el tejido del mundo.
Memnon extrajo de su chaleco un objeto que solo nominalmente podía llamarse reloj. Era una esfera de oro opaco, pesada, que colgaba de una cadena hecha no de metal, sino de vértebras de serpiente enlazadas con hilo de plata. Al abrir la tapa, el sonido no fue un tic-tac mecánico, sino el latido húmedo y sincopado de un corazón diminuto atrapado en ámbar.
—El tiempo es un tejido que se puede rasgar —dijo Memnon, su voz resonando con una calma aterradora en el silencio del anfiteatro—. Mediante complejos cálculos sobre la resistencia del tejido conectivo y la velocidad de la sepsis, he determinado el momento exacto de la ruptura.
Levantó el reloj, mostrándolo a la audiencia como si fuera una hostia consagrada.
—He preparado a "El Reloj" para que su función sistémica colapse en... —miró las agujas de hueso— cuarenta y siete segundos a partir de ahora. No me concedo otro margen de error que el último suspiro.
Una risa nerviosa, cargada de incredulidad y morbo, recorrió las gradas superiores.
—¿Treinta y nueve...? —comenzó a contar Memnon, sus ojos fijos en la jaula—. Treinta y ocho...
El cambio en la criatura fue inmediato y atroz. El gemelo humano, sintiendo quizás la vibración de su propia sentencia en la médula, se arqueó violentamente hacia atrás. Fue un opistótonos perfecto, la columna vertebral crujiendo bajo la tensión extrema de los músculos dorsales. Su boca se abrió en un grito mudo, la lengua hinchada y negra protruyendo como un teratoma entre los dientes.
—Treinta y dos... treinta y uno... —La voz de la multitud se unió a la de Memnon, un coro de buitres esperando la carroña.
Pero algo estaba mal. El aire en el anfiteatro comenzó a enfriarse drásticamente, un algor mortis ambiental que nada tenía que ver con la temperatura exterior. Las llamas de gas parpadearon y se tornaron de un azul lívido. Un zumbido bajo, un infrasonido que hacía vibrar el diafragma y provocaba náuseas, comenzó a emanar del centro de la pista.
—Veintiuno...
La parte vampírica del ser, hasta ahora sumida en su torpor, abrió los ojos de golpe. No había iris, ni pupila; solo una negrura lechosa, un glaucoma espiritual que parecía ver más allá de las paredes de piedra. Su piel, antes marmórea, comenzó a ondularse, recorrida por espasmos subcutáneos, como si miles de gusanos de filaria danzaran bajo la dermis buscando una salida.
—Se está alimentando demasiado rápido —susurró Tanya a mi lado, su hastío reemplazado por una tensión depredadora—. El parásito ha entrado en pánico. Está intentando drenar la reserva antes de que el envase se rompa.
—Doce...
El aullido del humano se convirtió en un gorgoteo húmedo. De su boca brotó un torrente de bilis negra, espesa y corrosiva, mezclada con sangre espumosa. El olor a ácido gástrico y cobre llenó el recinto, un miasma penetrante que nos hizo arrugar la nariz.
—Nueve... —La multitud gritaba ahora, una masa unificada por la sed de final.
—¡Miren! —señaló alguien.
Alrededor de la jaula, el espacio mismo parecía distorsionarse. Las sombras se alargaban hacia la criatura, desafiando a la fuente de luz. Había una fricción en el aire, una estática visual que hacía que el contorno de los gemelos se viera borroso, como una cinta de video degradada, una generación perdida de la realidad.
—Ocho...
Un espasmo brutal sacudió el conjunto. El cuerpo humano dio un bote contra los barrotes, el sonido de costillas fracturándose resonó seco y claro, como ramas muertas pisadas en invierno. La piel de su tórax se volvió translúcida, cianótica, revelando el colapso de los órganos internos que se atrofiaban en tiempo real, consumidos por la voracidad de su mitad inmortal.
—Cinco...
—¡Ya viene! —gritó Memnon, su rostro transfigurado por un éxtasis religioso—. ¡La puerta se abre!
—Cuatro... —dijo Tanya, pero su voz temblaba.
El gemelo humano cayó. No se desmayó; su estructura simplemente cesó. Era un saco de piel flácida, exanguinado hasta la última gota, vaciado de toda vis vitalis. La gravedad reclamó lo que quedaba de su biología con un golpe seco y blando contra el suelo de la jaula.
—Tres...
El vampiro, aún unido a la carcasa de su hermano, soltó un chillido que nos reventó los tímpanos. No era dolor; era la comprensión absoluta de la soledad. Su fuente se había secado. Su conexión con la vida se había roto.
—Dos...
La audiencia se inclinó hacia adelante, conteniendo el aliento, esperando la implosión prometida. Los Antiguos ajustaron sus monóculos; las Castas Impuras dejaron de temblar. El aire estaba cargado de estática.
—¡Uno!
Memnon cerró la tapa de su reloj con un chasquido teatral que resonó como un disparo. Extendió los brazos, esperando el trueno, la oscuridad, el Cisma.
Pero el vampiro siguió allí.
Temblaba, sí. Su piel estaba grisácea, cianótica, y sus venas se marcaban como mapas de ríos secos bajo la dermis. Pero no se licuaba. No había delicuescencia. La criatura miraba a su alrededor con una lucidez aterrorizada, respirando en jadeos cortos y secos, aferrándose a una existencia que las matemáticas decían que ya no debía tener. La cohesión celular, obstinada y estúpida, se negaba a romperse.
El silencio que siguió no fue religioso; fue incómodo. Fue el silencio de un petardo que no estalla.
—Cero —susurró alguien en la primera fila.
Un carraspeo. Luego, el sonido inconfundible de una risa sofocada detrás de un abanico de seda. Memnon se quedó congelado, con los brazos aún extendidos, mirando a su creación con la incredulidad de un ingeniero viendo caer un puente. Su rostro, antes una máscara de autoridad gélida, se perla ahora de un sudor aceitoso. La hibris se le estaba escurriendo por la frente.
—Parece que tu reloj atrasa, querido —la voz de Tanya cortó el aire, afilada y venenosa como un estilete—. O quizás la entropía se ha aburrido de tus cálculos.
Una carcajada abierta estalló en las gradas superiores. —¡Fraude! —gritó un Dandy, arrojando su copa de icor a la pista—. ¡Es carne de goma! ¡Ni siquiera sabe morirse a tiempo!
El murmullo de burla creció, una marea de desprecio aristocrático. Los vampiros se levantaban, ajustándose las capas, listos para abandonar el teatro. La magia se estaba disolviendo en farsa.