I. El Pasillo 8

Septiembre del ‘99. México, D.F.

El Distrito Federal no sudaba agua, eso hubiera sido demasiado limpio; la ciudad sudaba un vapor ácido, una exhalación industrial que se pegaba a la garganta y sabía a centavos viejos —cobre lamido por mil bocas— y a miedo estancado en las coladeras. La lluvia no caía, agredía; era una lija líquida y grisácea, desgastando la cara de una ciudad que llevaba muerta cien años, aunque sus habitantes —hormigas ciegas y obstinadas infestando un cadáver gigante de concreto— insistieran en seguir pagando la renta y respirando el aire quemado.

Faltaban tres meses para que el mundo prometiera apagarse en un parpadeo digital, el famoso Y2K —el fin de los tiempos programado en binario—, pero aquí, en el ombligo de la luna, el apocalipsis no necesitaba computadoras. Solo necesitaba lluvia, silencio y la indiferencia geológica del asfalto.

En la radio de la patrulla, entre la estática y el crujido de las bocinas rotas, la voz del Subprocurador era un zumbido de mosca atrapada en un frasco. Hablaba de la transición, de la salida del Ingeniero Cárdenas, de la llegada de Rosario Robles. Ruido blanco. Basura política. Palabras huecas flotando sobre el drenaje profundo donde la verdadera ciudad operaba. La misma porquería que se vislumbraba en el horizonte —esa inestabilidad tectónica que hacía temblar los esfínteres de los mandos medios— era la misma sustancia gris y purulenta que ahora empañaba el parabrisas.

El Tsuru sin placas —nuestro ataúd de lámina abollada con ruedas— apestaba a la trinidad de la judicial: tabaco Delicados rancio impregnado en el techo, vinilo tostado por el sol y al sudor agrio, casi feromonal, de Varela. Conducíamos por el Centro Histórico, esquivando baches que no eran simples agujeros, sino bocas de alcantarilla hambrientas, gargantas de concreto dispuestas a tragarse la suspensión y el chasis de mi destartalada unidad.

Pasamos junto a puestos ambulantes cubiertos con plásticos azules que se agitaban como banderas de rendición bajo la tormenta, vendiendo enseñas tricolores de tela sintética que ya nacían sucias, manchadas por el smog antes de ser vendidas. Se acercaba la Independencia. La ciudad se maquillaba con sus colores patrios —un cadáver poniéndose rubor— mientras sus órganos internos se licuaban en secreto.

—Puta ciudad —masculló Varela, bajando el vidrio con un rechinido doloroso para escupir una flema espesa que se perdió instantáneamente en el agua negra y aceitosa del asfalto.

Entonces sonó. El timbre agudo del beeper Motorola en su cintura, rasgando el aire cargado como un bisturí rompiendo un absceso. Varela lo miró, gruñó —un sonido gutural, animal— y buscó un teléfono público con la mirada, sus ojos barriendo la calle como un depredador cansado. Cuando regresó al auto, azotando la puerta, su rostro, habitualmente una máscara de aburrimiento porcino, tenía una grieta de tensión real.

—Ni un puto mes tranquilo —dijo, golpeando el volante con la palma abierta. Sus ojos, inyectados en esa sangre perpetua y capilar de los que duermen poco, beben mucho y han visto demasiado, me buscaron en el retrovisor—. Tenemos que asistir a una fiesta. Alguien se estuvo divirtiendo con el kit de costura. Da la vuelta, licenciado. Enciende la sirena, aunque nadie se quite. Vamos al Sonora. Al maldito mercado.

Llegamos a Fray Servando. El Mercado de Sonora se alzaba como un tumor urbano. El asfalto de la Merced Balbuena no estaba firme; se sentía blando, esponjoso, como si la tierra debajo estuviera magullada, saturada de fluidos. Comenzó a masticar mis zapatos a cada paso, un barro vivo que succionaba la suela. Eran nuevos, negros, ridículamente limpios. Piel de becerro que no sabía dónde se había metido. Un chiste de mal gusto en este altar de la miseria.

La fachada del mercado, de un amarillo enfermo, ictericia arquitectónica descascarada, sudaba humedad como una fiebre tifoidea. Era una herida supurante en el costado de la ciudad, un tajo abierto que vendía esperanza embotellada, pociones de amor y rituales de descuento para almas en bancarrota.

La noticia había corrido más rápido que la lluvia. Una multitud de curiosos se agolpaba contra la cinta amarilla, una masa de impermeables baratos y paraguas rotos, sus rostros pálidos bajo la llovizna, ojos hambrientos —ojos de buitre— buscando una visión gratuita del horror para tener algo que contar en la cena mientras se les enfriaba el café. Nos abrimos paso usando los codos y la prepotencia blindada de la placa, empujando cuerpos que olían a humedad y transporte público.

—Abran paso, chingada madre —ladraba Varela, empujando a un vendedor de discos piratas que tenía cumbias a todo volumen.

Entramos. La transición fue física. El ruido de la avenida se ahogó, reemplazado por un zumbido constante, humano y eléctrico.

Los primeros pasillos eran un laberinto asfixiante de la falsa modernidad: juguetes chinos de plástico tóxico que despedían un olor químico y cerámicas de Mickey Mouse mal pintado, con ojos desviados y sonrisas deformes. Pero al profundizar, al cruzar el umbral invisible hacia el corazón del mercado, el aire cambió. Se volvió denso, una gelatina invisible y pesada que costaba empujar. El olor a plástico barato desapareció, devorado por aromas más antiguos y peligrosos: azufre, canela rancia, loción de Siete Machos y el almizcle inconfundible de animales enjaulados.

Estábamos entrando al intestino del mercado.

Aquí, las paredes de los locales se cerraban sobre nosotros. Estanterías infinitas repletas de fetiches: frascos con líquidos de colores dudosos etiquetados con promesas de dominio —"Amansa Guapos", "Ven a Mí", "Destrancadera"— y otros más oscuros, llenos de envidia cristalizada —"Tapa Bocas", "Polvo de Odio", "Sal Negra"—.

El neón de un letrero que prometía «Amarres y Trabajos 100% Garantizados» parpadeaba con un zumbido eléctrico agónico, arrojando una luz violeta y enferma sobre los charcos de lodo mezclado con aserrín.

Los curanderos y mercaderes nos miraban desde la penumbra de sus locales, ojos brillantes entre jaulas de gallinas apiladas y costales de hierba seca que olían a monte muerto. Miraban nuestras placas de la Judicial colgadas al cuello —las famosas "charolas" de latón— con el mismo recelo atávico que le guardaban a un perro con rabia o a un espíritu chocarrero. Para ellos, un Judas con placa era peor que un demonio; al demonio lo puedes exorcizar con humo y ruda, al Judas tienes que pagarle con la sangre de tu bolsillo.

Caminamos sintiendo el peso de mil supersticiones sobre los hombros. Sentí que el tiempo retrocedía. Ya no era 1999. Era un tiempo sin reloj, donde la envidia del vecino se curaba con un muñeco de cera y el amor se compraba por gramo.

Llegué al Pasillo 8. El aire se detuvo. 

Aquí, la mercancía no era la fe; era el pánico espiritual. Las repisas eran un hacinamiento de teologías bastardas que se devoraban unas a otras: una Santa Muerte de tamaño natural, vestida de novia ramera, con el velo amarillento por el humo de puro y dientes que parecían demasiado reales para ser de yeso. A su lado, un San Judas Tadeo tapizado de monedas pegadas con cera negra y sangre seca, como si la santidad tuviera un precio de lista. Cristos de caña de maíz sangrando pintura fresca compartían espacio con cabezas de Eleguá hechas de cemento y fetiches de Palo Mayombe envueltos en trapos rojos, todos mirándome con ojos de vidrio inyectado. Me abrí paso a empujones entre los uniformados, cuya presencia profanaba el silencio del rito, mientras la luz de tungsteno hacía que las sombras de los ídolos se estiraran sobre el piso como garras intentando alcanzar el cadáver.

Me abrí paso entre los uniformados azules y los peritos que trabajaban bajo una luz de tungsteno portátil, un sol artificial y amarillento que hacía que las sombras bailaran y se estiraran como manchas de aceite en las paredes.

Fue entonces que lo sentí. No lo vi. Lo inhalé. En la academia nos hablaron de indicios, de balística, de la preservación estéril de la escena. Pura teoría aséptica. Nadie te prepara para el olor. Nadie te dice que el olor tiene peso, que tiene masa, que ocupa espacio en tus pulmones desplazando al oxígeno. Me golpeó como un mazo físico en el centro del pecho. Me dobló en dos, quebrando mi postura.

Era una pared sólida de aromas que blasfemaban al mezclarse: cempasúchil podrido fermentándose en agua sucia, mierda seca de guajolote pulverizada, el amoníaco penetrante y lagrimoso de mil animales hacinados orinando de miedo, el hedor metálico —cobre y óxido— de la sangre de cabra usada en algún ritual matutino, y sobre todo eso, dominando la mezcla, el perfume dulce, empalagoso y nauseabundo del copal quemándose en exceso. Todo revuelto con el aroma de garnacha frita en aceite quemado y drenaje tapado que es el perfume natural, la marca registrada del DF.

El aire no era aire. Era una sustancia. Un sacramento espeso, una sopa bacteriológica, que se tenía que masticar para respirar. Y yo, Santiago Ayala, con mis míseros 24 años, el novato que entró por la puerta grande y no por la ventana, me ahogué en él como un niño en el mar.

—Joder, huele a lo que somos —dijo Varela, detrás de mí, su voz rasposa, encendiendo un cigarro para filtrar el aire a través del tabaco barato. Mi desayuno, esos chilaquiles verdes y agrios —masa y salsa barata— de la cafetería de la Doctores, subió por mi esófago como lava ácida. Perdí la batalla antes de pelearla. Me giré, buscando una esquina, y vomité violentamente sobre una pila de cajas de veladoras «Ven a Mí». El ácido de mi estómago salpicó el cartón, mezclándose con el agua de lluvia estancada y negra en el pasillo. Fue un espasmo total, una purga desde las entrañas. Mi cuerpo, más sabio y primitivo que mi mente, necesitaba hacer espacio. El Pasillo 8 me exigió expulsar la carne muerta del desayuno para poder inhalar el evangelio tóxico que estaba colgado frente a mí. Un bautismo de bilis y vergüenza.

—Se le revolvió el atole al licenciado —soltó otro agente, un tipo con cara de roedor y dientes amarillos, sin siquiera mirarme, anotando algo en una libreta sucia. La risa de sus compañeros fue breve, el sonido seco de patas de cucaracha corriendo sobre papel de estraza. No los miré. Me limpié la boca con el dorso de la mano, sintiendo la piel fría y húmeda. El sabor ácido en mi lengua no borraba el olor a copal; se fusionaba con él. No era vergüenza lo que sentía. Era... reconocimiento. Una vibración eléctrica en la base de mi cráneo. La certeza absoluta de que esa... instalación... me estaba esperando.

Detrás de una manta mugrosa que un uniformado descorrió con desgana, colgaba eso.

Suspendido de un gancho de carnicero industrial oxidado, los pies descalzos y morados flotando a treinta centímetros del suelo inundado. Reconocí al santero. Un tipo gordo, sudoroso, al que llamaban "El Padrino". Pero ya no era gordo. Ya no era "El Padrino". La grasa se había ido. No estaba solo muerto. Estaba dispuesto. Sus herramientas —las conchas de mar, los ojos de venado opacos, las hierbas secas para abortos clandestinos— no estaban regadas por la lucha. Estaban colocadas en el suelo formando un patrón geométrico, una constelación terrestre, que no me arañaba los ojos; me estaba reescribiendo el cerebro con su simetría.

La carne... Dios, la carne era un lienzo. Lo vi con la claridad alucinógena del horror absoluto.

—Precisión quirúrgica —escuché murmurar a uno de los peritos, su voz ahogada por el cubrebocas azul, rompiendo su rutina de cinismo burocrático—. Cortes limpios. Sin marcas de vacilación. Ni una sola mella, ni un rasguño errático, en el hueso. La piel había sido retirada del torso con una maestría que no pertenecía a un matadero, sino a un taller de alta costura o a una sala de disección del siglo XIX. Había sido curada, limpiada de grasa subcutánea y estirada hacia los lados como las alas de un murciélago gigante y húmedo, sujeta con alambres de cobre tensados a los estantes de mercancía, convirtiendo al hombre en una cometa macabra.

El torso expuesto era un mapa rojo y brillante de músculos y tendones. El Latissimus Dorsi, el Trapezius... una anatomía perfecta y obscena, brillando húmeda bajo la luz halógena, despojada de secretos y de pudor. Mi cerebro de novato, el que aún buscaba las lecciones del manual y el orden lógico, notó lo imposible: no había sangre en el suelo. ¿Dónde estaban los cinco litros de vida de este hombre? El suelo estaba sucio, sí, pero no rojo. El olor que emanaba del cuerpo no era a putrefacción dulce. Era a sal de grano, a vinagre ácido y a cal viva. Un olor químico, preservativo y antiguo que quemaba los pulmones y secaba las fosas nasales. Olía a cocina, a cecina preparándose al sol, no a muerte.

El Comandante Raúl Martínez se abrió paso entre la gente como un rompehielos de grasa y mala leche. Un Judas de la vieja guardia, sobreviviente de la "hermandad", un hombre de cincuenta años cuya cara era un mapa geológico de venas rotas, alcoholismo funcional y sobornos aceptados. Llevaba su placa colgada al cuello sobre la camisa abierta, brillando dorada entre el pelo canoso del pecho y una cadena de oro grueso. No me miró. Miró el cuerpo con el aburrimiento de un burócrata que ve un formulario mal llenado, un error administrativo que le costará tiempo de su fin de semana.

—Brujería de mierda —masculló, escupiendo al suelo una mezcla de saliva y tabaco. Su bota de piel de avestruz —exótica y ridícula en el lodo del mercado— pateó una estatuilla de la Santa Muerte que estaba en el borde del círculo. El gesto no fue de desprecio. Fue... defensivo. Brusco. Como un hombre que golpea la oscuridad con un palo porque teme, en el fondo de su alma atea, lo que hay dentro. El cráneo de yeso rodó por el piso mojado, traqueteando como un dado hueco, hasta detenerse en mis pies manchados de vómito.

Martínez dio una calada profunda a su cigarro, el humo gris mezclándose con el vapor tóxico que salía del drenaje, creando una nube personal de negación. El Asfalto Enfermo respiraba a nuestro alrededor, inhalando nuestra confusión y exhalando pestilencia. —¿Ya terminaste de regar las plantas con tu desayuno, novato? —preguntó, sin quitar la vista del hombre desollado, sus ojos clavados en el músculo rojo y expuesto.

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II. El Purgatorio de la Doctores