II. El Purgatorio de la Doctores

El viaje de regreso a la delegación fue un funeral sin muerto. Nadie habló. El silencio dentro del Tsuru pesaba más que el tráfico de afuera. Sin aire acondicionado y con las ventanillas subidas por la lluvia, la cabina se convirtió en una cámara de gas móvil, sellando el olor a tabaco y mi propio miedo fermentado.

Nos metimos en el infierno de la Avenida Lorenzo Boturini. A esa hora, la avenida no era una calle; era el intestino grueso de la ciudad procesando su digestión pesada. El tráfico no era congestión; era el coágulo de la ciudad, un intestino de metal oxidado ahogándose en su propio monóxido, pulsando con una arritmia de cláxones furiosos.

Taxis vochos verdes —escarabajos venenosos sin suspensión, a los que les habían quitado el asiento del copiloto para meter más pasaje— y microbuses destartalados vomitaban nubes negras que se pegaban al parabrisas. Era una grasa fétida, una mezcla de aceite quemado y partículas de heces secas que flotaban en el ambiente, que la llovizna no podía limpiar, solo embarrar más, creando arcoíris tóxicos en el vidrio.

Bajé un poco la ventanilla buscando aire, pero fue un error. Entró el olor de la avenida: la sinfonía de la garnacha. El olor del diésel quemado se peleaba a muerte con el aroma denso y animal de las taquerías que flanqueaban la calle: tripa frita en manteca hirviendo, suadero llorando grasa en comales convexos, y el vapor de pozole rojo que olía a cabeza de cerdo y orégano. Reemplazó al del copal en mis fosas nasales, pero la putrefacción de fondo era la misma. Solo cambiaba el sabor en el paladar; del dulce místico al agrio industrial y la grasa animal.

La Colonia Doctores nos recibió como una tía enferma y amargada. Olía diferente al Sonora, pero igual de terminal. Las calles estaban llenas de baches que parecían cráteres lunares llenos de agua negra. Aquí no olía a brujería, sino a trámites perdidos y a vidas suspendidas en ventanillas cerradas.

Nos estacionamos en doble fila frente al edificio, ignorando los cláxones. La banqueta era un ecosistema de la tragedia. Abogados "coyotes" con trajes brillantes de poliéster barato y zapatos sin bolear acechaban como buitres flacos, fumando cigarros Raleigh y ofreciendo amparos exprés a las madres que lloraban sentadas en el borde de la acera. Vendedores de copias fotostáticas y tortas de tamal alimentaban a la burocracia con carbohidratos y tinta.

El Ministerio Público era un edificio de los sesenta, un monumento brutalista al concreto gris y a la desesperanza. La pintura institucional, alguna vez verde olivo, se caía a pedazos como piel muerta con lepra, revelando la mugre de décadas y los ladrillos rojos como encías sangrantes.

Entramos. El golpe de calor humano fue inmediato. Nos movíamos entre cubículos sucios, separados por vidrios rayados y manchados de cinta adhesiva vieja, y muebles de metal abollados que habían sobrevivido a tres sexenios de recortes presupuestales.

El aire tenía dejos de tabaco barato, café quemado de olla hervido mil veces hasta ser lodo cáustico, y el polvo de mil carpetas manila amarillentas pudriéndose en archivos que nadie abría, cajas de cartón que servían de osarios para la justicia y nidos para las cucarachas que corrían valientes por los zoclos. Burócratas apáticos, con la mirada vidriosa de peces muertos y manchas de salsa en la corbata, tecleaban con dos dedos, ahogados en el desinterés.

La comandancia zumbaba. No era silencio; era un ruido blanco de maquinaria vieja. El tecleo de las máquinas de escribir eléctricas y las impresoras de matriz de puntos era una lluvia metálica que nunca cesaba; el sonido de mil uñas de obsidiana rascando la misma pared de indiferencia. Teléfonos sonando que nadie contestaba. Radios de policía escupiendo claves estáticas: "10-4", "10-7", "código rojo".

En una televisión pequeña colgada del techo con un soporte oxidado, un rostro adusto hablaba del caos en la Asamblea Legislativa. La renuncia de Cárdenas. El interinato de Robles. La política de arriba cambiaba de manos; la mierda de abajo seguía fluyendo igual, espesa y constante por las cañerías del sistema.

Yo llegué a mi escritorio de metal, una isla de lámina fría en medio del océano. Mi mente seguía sumergida en los surcos de los músculos expuestos del santero, en la sequedad imposible de esa carne roja. La ausencia de sangre aún me punzaba detrás del ojo como una migraña que latía al ritmo del tubo fluorescente que parpadeaba sobre mi cabeza.

Martínez se detuvo junto a mí. Su sombra, inmensa y pesada, cubrió mi espacio de trabajo. Olía a sudor agrio, a la loción Siete Machos que usaba para tapar el olor a muerte, y al tabaco rancio impregnado en su saco.

Dejó caer una carpeta manila sobre mi escritorio. No la puso; la dejó caer. El golpe fue sordo, definitivo, levantando una pequeña nube de polvo. Un ladrillo sobre mi carrera.

—Archívalo.

Levanté la vista. Mi idealismo era una herida limpia que aún sangraba estupidez.

—Comandante —logré decir, la garganta todavía ardiendo por el ácido clorhídrico del vómito—. ¿Por qué las conchas en el suelo estaban alineadas con los pasillos 4, 7 y 9?... No estaban tiradas. Estaban puestas. Como un…

Martínez soltó el humo en mi cara. Una nube gris y densa que me hizo toser. Sus ojos estaban apretados, inyectados en esa sangre capilar de los alcohólicos funcionales, blindados contra cualquier curiosidad que pudiera costarle el puesto y la jubilación.

—¿Como un qué, licenciado? —Se inclinó, invadiendo mi espacio, apoyando sus manos peludas y llenas de anillos de oro sobre mi escritorio. Su aliento era una mezcla letal de Brandy Presidente, cebolla y desprecio—. ¿Como un altar? ¿Una ofrenda? Esto no es tu puta escuela de criminología con tus libritos gringos. Esto es el drenaje de la ciudad. Y aquí la basura no se investiga, se barre.

—Comandante, no es un altar —insistí, mi voz temblando pero mis ojos fijos en los suyos, buscando una chispa de competencia en ese mar de corrupción y grasa. Me aferré al borde del escritorio—. Es un mapa.

—Archívalo, Ayala —repitió, la voz bajando una octava, volviéndose peligrosa, el gruñido de un perro viejo que no quiere que le toquen su hueso—. ¿Crees que al Procurador Del Villar le importa un puto brujo de mercado ahora mismo? Bastante tiene con limpiar la casa para la nueva Jefa y con los federales mordiéndole los talones. No quiere brujería. Quiere estadísticas limpias. Quiere carpetas cerradas, no novelas de misterio.

Martilló el cigarro en el linóleo sucio del piso, aplastando la brasa con saña bajo la suela de su bota de piel de avestruz.

—Mira, novato. Hay dos tipos de mierda en esta ciudad. La que limpias para que el jefe no la vea, y la que entierras para que no te salpique. Esta mierda se entierra. Y tú, niño... —señaló la mancha de vómito seco en mi bota, una costra amarilla y vergonzosa—. Empezaste bien. Vaciando las tripas. Bienvenido a la Judicial.

La sentencia no sonó a bienvenida. Sonó a condena. A cadena perpetua en este zoológico de concreto.

Se alejó, gritándole a una secretaria por un café que no llegaba, dejándome solo bajo el zumbido hipnótico de la luz fluorescente que parpadeaba a punto de morir: bzzzt... bzzzt...

Ignoré la orden. Mis manos, movidas por una curiosidad suicida, abrieron la carpeta. Miré las Polaroid húmedas que el perito había tomado, aún oliendo a químicos de revelado instantáneo.

La precisión de los cortes brillaba obscenamente bajo la luz de oficina. La sombra geométrica que las tiras de piel proyectaban sobre la pared mugrosa del mercado. La piel del torso no estaba simplemente retirada; era un acto de ingeniería textil. Había sido tensada usando los ganchos para formar ángulos agudos, un triángulo invertido dentro de un círculo de sal que parecía quemar la fotografía.

Y en el centro, donde debería estar el esternón, donde el corazón había sido extraído como una pepita de fruta podrida, el flash había capturado algo imposible: los tendones de la caja torácica habían sido anudados, trenzados y blanqueados con cal para formar una silueta.

No era un símbolo aleatorio. No era el caos de un drogadicto con un cuchillo oxidado.

Era una coordenada. Una instrucción.

El picor en mi ojo se convirtió en una garra arañando mi cerebro, una fascinación enfermiza que me hizo olvidar el asco y el miedo a Martínez.

Es... perfecto.

La forma en que la carne estaba tensada me hablaba en un idioma que, aterradoramente, casi empezaba a entender. Glifos hechos de anatomía humana. Una sintaxis de dolor y tensión.

Martínez estaba equivocado. Del Villar estaba equivocado. Esto no era basura para barrer.

El humo del copal, la infección que había entrado en mis pulmones allá en el mercado, tiró de mí hacia la imagen. Sentí que la foto me miraba de vuelta.

No era un crimen. Era una invitación.

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