IX. La Trampa Burocrática

Madrugada del 19 de septiembre. "El MP" de la PGJ-DF.

Salimos del Zócalo en silencio, huyendo de los fantasmas de cera que acabábamos de despertar bajo los cimientos. Martínez no corrió hacia mi patrulla. Corrió hacia su orgullo, su última línea de defensa psicológica: el Grand Marquis negro, modelo 94, estacionado ilegalmente sobre la plancha, invadiendo el espacio sagrado.

Subimos. El cierre de las puertas pesadas selló el mundo exterior con un golpe sordo, hermético, como la tapa de un sarcófago de lujo. El interior del auto olía a lo que era Martínez: cuero viejo agrietado, tabaco rubio impregnado en el techo de tela gris y un dulzor empalagoso de vainilla sintética —esos "arbolitos" mágicos colgados del espejo— tratando de ocultar el tufo rancio del Brandy Presidente. Era una sala de estar sobre ruedas, amplia y obscena. En el espejo retrovisor colgaba un rosario de madera gruesa y una estampa de San Judas Tadeo, el patrón de las causas difíciles (y de los policías corruptos), balanceándose hipnóticamente con el movimiento del motor. Bajo el asiento del copiloto, mis pies tropezaron con una botella vacía de Buchanan's y lo que pareció ser una macana de goma con manchas oscuras secas. Este coche no era transporte; era una extensión de su ego frágil. Una burbuja de impunidad con suspensión de aire y vidrios polarizados.

Martínez arrancó. El motor V8 rugió, no con potencia, sino con desesperación ahogada. Conducía como si el diablo viniera sentado en el asiento trasero, respirándole en la nuca. Sus manos, todavía manchadas de lodo sagrado de la excavación, apretaban el volante forrado en piel hasta que los nudillos se le pusieron blancos como el hueso.

No fuimos a la delegación. No fuimos a un hospital psiquiátrico, que era lo que necesitábamos. Fuimos al Búnker.

La sede de la Policía Judicial, ubicada en la calle General Gabriel Hernández número 56, en la colonia Doctores, era un monolito de concreto gris de cinco pisos que desafiaba la estética y la esperanza humana. Era una arquitectura brutalista, soviética en su fealdad funcional, diseñada por arquitectos que odiaban la luz del sol para intimidar al ciudadano y proteger al sistema de sus propias víctimas. A las dos de la mañana, el edificio parecía una colmena de avispas drogadas. Las luces amarillentas de las ventanas parpadeaban con una frecuencia que inducía migraña. En la rampa de acceso, patrullas sin rotular —Intrepids y Spirit chocados— escupían detenidos esposados, golpeados, con las camisas rotas, que eran arrastrados hacia los separos del sótano donde la ley no aplicaba. Abogados "coyotes" fumaban en la banqueta, buitres con trajes brillantes esperando clientes desesperados para devorar sus ahorros.

Martínez ignoró el protocolo de seguridad. Metió el Grand Marquis por el acceso exclusivo de funcionarios, casi atropellando a un guardia de seguridad privada que, al ver la placa dorada del Comandante a través del parabrisas, se cuadró por reflejo condicionado pavloviano.

—Raúl, escúchame —dije, tratando de romper su trance catatónico mientras bajábamos en espiral al estacionamiento subterráneo—. No podemos reportar esto por los canales normales. Si decimos que vimos muñecos vudú... nos van a encerrar o nos van a matar. —¡Cállate! —gritó, golpeando el tablero de madera falsa con el puño cerrado—. ¡Tú no entiendes cómo funciona esto, novato de mierda! Esto es una amenaza directa a un mando. Necesito protección institucional. Necesito hablar con el Licenciado Ávila.

Ávila. El Subprocurador. El hombre de confianza de Samuel del Villar. Un tecnócrata frío que usaba trajes de tres piezas importados y hablaba de "limpieza institucional" y "reingeniería de procesos" en las conferencias de prensa, mientras sus subordinados cobraban piso en Tepito y vendían plazas en la Judicial.

Subimos en el elevador privado, el que solo funcionaba con llave magnética. El silencio metálico zumbaba en mis oídos mientras los números de los pisos ascendían lentamente. Dejamos atrás los pisos bajos: el caos de barandilla, el olor a tinta fresca y sangre seca, el ruido de las máquinas de escribir tableteando denuncias falsas. Yo olía a drenaje, a lluvia ácida y a miedo antiguo. Martínez olía a sudor agrio y loción cara vencida. Éramos dos manchas de suciedad biológica ascendiendo hacia el cielo aséptico de la burocracia.

El elevador se abrió en el Piso Doce. El Olimpo.

El contraste fue un bofetón sensorial. Aquí no había linóleo roto ni paredes manchadas de café. El piso de Mando estaba alfombrado con una lana gruesa, color vino sangre, que devoraba el sonido de nuestras botas sucias. Las paredes estaban recubiertas de caoba barnizada que brillaba bajo luces indirectas. El aire acondicionado estaba a una temperatura gélida, quirúrgica, diseñada para conservar cadáveres frescos o carreras políticas muertas. No se oían gritos de detenidos, solo el murmullo high-tech de faxes y teléfonos de baja frecuencia. Era la opulencia del poder absoluto, financiada con el presupuesto que faltaba para la gasolina de las patrullas en las calles.

Caminamos hacia la oficina principal. La secretaria de guardia nocturna, una mujer que parecía un maniquí de Sears, ni siquiera intentó detenernos al ver la cara descompuesta y gris de Martínez. Entramos.

El Licenciado Ávila estaba detrás de un escritorio de caoba que parecía una pista de aterrizaje. La oficina era inmensa, con ventanales blindados que daban a la ciudad lluviosa, reduciéndola a un mapa de luces lejanas. No estaba solo; leía expedientes bajo la luz focalizada de una lámpara verde de banquero, con la calma de un reptil de sangre fría que sabe que la noche es larga y que él está en la cima absoluta de la cadena alimenticia.

—Comandante Martínez —dijo, sin levantar la vista, pasando una página con dedos manicurados y limpios—. Y el Agente Ayala. Me dicen en la entrada que vienen armando un escándalo. Que dispararon sus armas en la vía pública cerca del Zócalo, alterando el orden público.

Martínez se derrumbó. Literalmente. Sus piernas fallaron y se dejó caer en una silla de visita de piel italiana, temblando, manchando el reposabrazos beige con sus manos llenas de lodo negro del subsuelo. —Licenciado... nos están cazando. Hay una lista. Una secta. Tienen mi placa. Tienen mi número grabado en cera negra.

Ávila levantó la vista lentamente. Sus ojos eran canicas de vidrio inexpresivas detrás de unos lentes sin montura, ojos de tiburón financiero. —¿Una secta? —preguntó, con un tono de leve asco higiénico, como si Martínez hubiera traído estiércol de caballo a la alfombra persa—. Comandante, estamos en medio de una transición de gobierno difícil. La Jefa Robles quiere orden. No quiere cuentos de espantos ni excusas esotéricas para su incompetencia operativa.

—¡No son cuentos! Martínez sacó su Beretta y la puso sobre el escritorio pulido, un gesto de sumisión total que resonó clac en la madera preciosa, rayándola. —Fuimos al subsuelo de la Catedral. Tienen figuras de cera. Tienen al Santero, a la puta del Cine Ópera... y me tienen a mí.

Martínez se detuvo. Tomó aire, buscando la carta que salvaría su vida, aunque costara su alma. Miró al Subprocurador con ojos suplicantes de perro apaleado. —Y tienen a otro, señor. Tienen nombre y apellido.

El silencio en la oficina se volvió sólido, gelatinoso. Ávila dejó de jugar con su pluma Montblanc. —¿A quién? —preguntó, con voz suave, peligrosa.

—Al Magistrado Horacio Gamboa —soltó Martínez—. Del Segundo Tribunal Unitario. El que lleva los amparos contra los operativos de la Doctores.

Ávila se quitó los lentes lentamente. Limpió los cristales con un pañuelo de seda sacado de su bolsillo. —Gamboa... —murmuró, y una sonrisa imperceptible, casi cruel, cruzó su rostro pálido—. El viejo Gamboa. Ese hombre ha sido una piedra en el zapato para esta Procuraduría desde el terremoto del 85. Siempre bloqueando nuestras detenciones por "fallas al debido proceso".

Se levantó y caminó hacia la ventana blindada. Miró su reflejo superpuesto a la ciudad. —Así que... Gamboa está en riesgo —dijo, ya no con preocupación, sino con cálculo político frío—. La PGR ha estado presionando mucho últimamente. Si un Magistrado Federal de su calibre muere... sería una tragedia nacional. Pero también sería un vacío de poder muy conveniente para nosotros.

Se giró hacia nosotros. Ya no veía el peligro. Veía la oportunidad. Si un Magistrado Federal moría en su jurisdicción, era un problema de relaciones públicas. Pero si sabían que iba a morir y dejaban que sucediera... podía ser una herramienta política. O una moneda de cambio para negociar con la Federación.

—Martínez —dijo Ávila, con voz paternal, falsa como un billete de tres pesos—. Estás alterado. Estás hablando de brujería y muñecos. Necesitas descansar. —Necesito protección, señor. —Y la tendrás. Te asignaré una escolta de Grupo Especial. Te quedarás en la casa de seguridad de Tlalpan hasta que esto se aclare. Nadie te tocará.

Martínez exhaló, un sonido largo de alivio. El estúpido creyó que se había salvado. Creyó que el sistema lo estaba abrazando para protegerlo. —Gracias, señor. Gracias.

Entonces Ávila me miró a mí. Su expresión cambió. Ya no era el burócrata preocupado; era el cirujano que ha encontrado el tumor maligno que debe ser extirpado. Se volvió hielo seco. —Pero usted, Agente Ayala... usted es un problema.

—¿Yo? —pregunté, sintiendo cómo el suelo alfombrado se abría bajo mis pies. —Me han llegado informes —dijo, tamborileando los dedos rítmicamente sobre el expediente—. Me dicen que ha estado robando evidencia fotográfica de escenas del crimen. Que ha estado acosando a personal académico del Museo de Antropología con teorías conspiranoicas. Y ahora, esta noche, arrastra a un comandante respetado, un veterano condecorado, a un sótano inundado para buscar fantasmas y dispararle a las sombras como un drogadicto.

—Señor, el patrón es real —insistí, la desesperación agrietando mi voz—. Las coordenadas en el muslo de la víctima, el nudo de tendones...

—¡Basta! Ávila golpeó el escritorio con la palma abierta. El sonido fue un disparo seco en la acústica perfecta de la oficina. —No voy a permitir que un novato con delirios de detective de novela barata manche la imagen de esta institución en un momento tan delicado. Estamos limpiando la casa, Ayala. Y usted es una mancha de grasa en mi alfombra.

Presionó un botón en su intercomunicador. No hubo estática, solo una orden clara y digital. —Seguridad interna. Suban a mi oficina. Ahora.

La puerta se abrió segundos después. No entraron policías uniformados. Entraron dos agentes de Asuntos Internos. Gorilas con trajes mal ajustados que apenas contenían los músculos inflados con esteroides, con miradas muertas de tiburón blanco. —Quítenle la placa y el arma al Agente Ayala —ordenó Ávila, volviendo a leer sus papeles como si yo ya no estuviera ahí, como si yo fuera aire viciado.

Ni siquiera me pidieron que las entregara. Uno de ellos me inmovilizó los brazos por la espalda con una llave dolorosa, torciendo mi hombro hasta que grité. El otro metió la mano bajo mi saco, violando mi espacio personal, y arrancó la sobaquera de cuero de un tirón. El sonido de las correas rompiéndose fue humillante. Sentí el peso de la Beretta desaparecer, dejándome desequilibrado. Luego, fue por el cuello. Agarró la cadena de mi placa —mi "charola", el metal por el que había estudiado, por el que había tragado mierda y café quemado— y tiró de ella con violencia. La cadena se rompió, cortándome la piel de la nuca. El gorila le dejó caer los objetos sobre el escritorio de Ávila. Clanc. Clanc. Me sentí desnudo. Ligero de una forma insoportable. Castrado públicamente.

—Queda suspendido indefinidamente, Ayala —dijo Ávila, sin levantar la vista de mi placa, que brillaba bajo la lámpara—. Se le abrirá un expediente administrativo y penal. Si se acerca a una escena del crimen, si se acerca al Museo, o si abre la boca sobre "sectas" y "muñecos" con la prensa, lo voy a procesar. Obstrucción de la justicia. Daño a propiedad federal. Y le voy a sembrar suficiente basura en su casa para que no vuelva a ver el sol en diez años. ¿Me entendió?

El silencio zumbó en la habitación. Miré a Martínez. El Comandante estaba sentado a dos metros de mí. No me miró. Estaba estudiando el patrón geométrico de la alfombra con una fascinación fingida. Se veía avergonzado, sí, encogido en su silla, pero en la comisura de sus labios había algo peor: alivio. El alivio cobarde de ver cómo la guillotina caía sobre otro cuello. Me había vendido para salvar su propio pellejo. Me había entregado al sistema para que el sistema no se lo comiera a él. Un Judas hasta el final.

—Raúl... —susurré. Él cerró los ojos, negándose a ser testigo de mi ejecución social.

—Saquen a esta basura de mi edificio —escupió Ávila.

Los gorilas me arrastraron hacia la puerta. Mis talones se arrastraron por la alfombra de lujo, dejando surcos que alguien tendría que limpiar. Me sacaron al pasillo, me empujaron hacia el elevador de servicio y me escupieron a la calle como si fuera un hueso que se le atoró en la garganta a la Procuraduría.

Me sacaron a empujones por la puerta de servicio, arrojándome a la calle Gabriel Hernández como si fuera basura orgánica que apesta la cocina. Un empujón final, cobarde, por la espalda. Caí de rodillas en el pavimento mojado y grasiento. El impacto fue seco, brutal. La tela barata de mi pantalón se rompió y sentí cómo el asfalto, esa lija urbana llena de cristales rotos y escupitajos, me desollaba la piel de la rótula. El dolor físico fue agudo, un relámpago blanco, pero era un chiste, una caricia, comparado con el vacío abismal en mi cintura.

Sin arma. Sin placa. Sin aliados. La puerta de metal se cerró a mis espaldas con un clank definitivo. El sonido de una tumba sellándose.

Me levanté, temblando de una mezcla venenosa de hipotermia y rabia pura. El agua ácida me empapaba hasta los huesos, pegando la camisa a mi espalda, pero por dentro, algo ardía. Una fiebre negra. Miré hacia el edificio gris, hacia esa fortaleza de concreto soviético que se alzaba hacia la noche, hacia la ventana iluminada del quinto piso donde la cobardía se disfrazaba de "prudencia política". Imaginé a Martínez ahí arriba, bebiendo agua, secándose el sudor, agradeciendo a su santo por haber sacrificado al peón para salvar al alfil.

—Quédatelo, Raúl —susurré al viento helado, escupiendo una flema con sangre al suelo—. Quédate con tu jaula de oro y tu miedo. El frío debió haberme paralizado, debió haberme mandado a buscar un refugio, pero hizo lo contrario: me afiló. Me cauterizó. La burocracia me había desechado, masticado y escupido, y al hacerlo, sin saberlo, me había liberado. Ya no tenía que llenar informes por triplicado. Ya no tenía que pedir permiso para pensar. Ya no tenía que respetar la cadena de mando, porque la cadena se había roto.

Cerré los ojos y dejé que la lluvia borrara el ruido de la calle, el claxon de los taxis, el zumbido del Búnker. Mi mente regresó al sótano de la Catedral. Al silencio presurizado. Recordé el diorama de cera. Recordé la lección de Leonora en el museo, sus palabras resonando como un evangelio negro en mi cráneo: "El cuerpo es geografía. El sacrificio es orden."

Visualicé los muñecos malditos flotando en la oscuridad de mi memoria.

Visualicé los muñecos malditos. El Este: El Santero quemado. Fuego. Amanecer. (Cumplido. Sangre derramada). El Oeste: La Prostituta cubierta de polvo de teatro y cal. Tierra seca. Ocaso. (Cumplido. Ojos abiertos).

Quedaban dos. El equilibrio del universo, el Nahui Ollin, exigía las otras dos esquinas para sostener el cielo. Analicé el muñeco de Martínez. Cera desnuda, sólida, fría. Una placa oxidada colgando como un cencerro. ¿Qué representa la fuerza bruta en esta ciudad? El concreto. La piedra árida. El Norte seco y ventoso de las Torres de Satélite y los polígonos industriales. Martínez era la Piedra. El Mictlampa. El Norte.

Pero el otro... El Magistrado. La imagen me golpeó con la fuerza de una revelación eléctrica. La pequeña balanza de la justicia que colgaba de su cuello de cera no estaba vacía por descuido del escultor. Los platillos estaban llenos de lodo negro. Limo. Y la toga, hecha de retazos finos de seda judicial, estaba manchada de verde en el dobladillo, como alga de estanque estancado.

El Sastre no comete errores. El Sastre no deja manchas accidentales. Era una instrucción precisa. Una coordenada material. ¿Dónde hay lodo vivo y agua muerta en esta ciudad seca? ¿Dónde se ahoga la ley para volverse fango?

Saqué mi Guía Roji del bolsillo trasero. Era una masa de pulpa húmeda, deshaciéndose en mis manos, chorreando agua sucia. La abrí bajo la luz anaranjada y parpadeante de una farola. El papel se rasgó. Miré el mapa general como un soldado que mira el campo de batalla antes de la carga final. La ciudad de papel se disolvía bajo la lluvia, las calles y avenidas borrándose, dejando solo la verdad geográfica.

Al Norte, la mancha gris de Satélite y Tlalnepantla. (Piedra). Al Sur... Al Sur, la mancha azul y verde, el sistema vascular moribundo de los canales antiguos. El último vestigio del lago que nos negamos a secar por completo. El Sur. El Agua. Xochimilco. El Huitztlampa. El lugar de las espinas y la humedad.

Una sonrisa amarga, casi demente, se dibujó en mi rostro empapado. Si el Magistrado era el siguiente, el Sastre no lo llevaría a una oficina con aire acondicionado ni a un tribunal de mármol. Lo llevaría al agua. Lo devolvería al lodo primordial. Lo ahogaría en la historia.

Tenía el nombre de la víctima que el sistema decidió ignorar para "proteger la transición". Y ahora, tenía la dirección del matadero.

Guardé el mapa deshecho en mi pecho, pegado a la piel, cerca del corazón que latía con una arritmia furiosa. Caminé hacia la oscuridad de la colonia Doctores, alejándome del Búnker, alejándome de la luz de la ley. El Agente Ayala había muerto en esa oficina, asfixiado por el protocolo. Ahora solo quedaba Santiago. Y Santiago ya no buscaba justicia, ni ascensos, ni pensiones. Buscaba cazar.

Tenía una cita con el lago. Y el lago siempre tiene hambre.

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VIII. Los Cimientos de Dios