VIII. Los Cimientos de Dios
Noche del 18 de septiembre. Atrio de la Catedral Metropolitana.
El Zócalo no es una plaza; es una costra geológica. Bajo nuestros pies, el antiguo lago de Texcoco sigue vivo, un monstruo de lodo negro y salitre que respira, se expande y traga todo lo que pesa demasiado. Eran las once de la noche. La lluvia caía en sábanas densas, grises y frías, lavando el smog del aire solo para depositarlo en el suelo como una película de aceite iridiscente y resbaladizo. La plancha de concreto estaba desierta. Sin la bandera monumental —que había sido arriada horas antes por soldados empapados—, el mástil desnudo parecía un pararrayos de acero diseñado para atraer la desgracia eléctrica sobre la ciudad.
A mi derecha, el Palacio Nacional se extendía como una fortaleza muda y hostil. Sus muros de tezontle rojo sangre, piedra volcánica porosa, brillaban bajo la lluvia, escondiendo los pasillos laberínticos donde la burocracia y la traición se daban la mano en la oscuridad. A mi frente, la Catedral Metropolitana. Me detuve a mirarlos. El Palacio y la Iglesia. Dos gigantes obesos sentados a la mesa, repartiéndose el cadáver de la ciudad desde hace cuatro siglos. No eran rivales; eran cómplices de cama. La cruz y la espada habían aplastado juntas las pirámides que dormían abajo, reciclando sus piedras sagradas para levantar estos muros de miedo. Canibalismo arquitectónico.
Caminé hacia la Catedral. Era un titán de piedra gris que llevaba cuatrocientos años hundiéndose lentamente en la mierda del subsuelo. Su fachada era un caos de estilos arquitectónicos en guerra: columnas salomónicas barrocas retorciéndose de dolor estético junto a la frialdad matemática y neoclásica del reloj central. Las torres de los campanarios desaparecían en la neblina tóxica, como dedos amputados y gangrenados señalando un cielo que hacía mucho había dejado de escuchar plegarias.
Salté la cadena oxidada que cerraba el paso al Atrio. Mis botas chapotearon en los charcos sucios. Me acerqué a la puerta central, la Puerta del Perdón. Estaba cerrada, por supuesto. El perdón tiene horario de oficina. La madera estaba negra, hinchada por siglos de humedad y barniz barato. Toqué la piedra del muro. Estaba fría, húmeda, pero vibraba. Mi ojo de policía no analizó la santidad; analizó el estrés estructural. No veía fe; veía las grietas en la cantera, reparadas una y otra vez con mezclas modernas de cemento que parecían cicatrices mal suturadas en un cuerpo viejo. El edificio entero gemía bajo su propio peso, un sonido grave y subsónico, una bestia enferma de obesidad gótica que la ingeniería moderna trataba de mantener en pie con muletas de acero hidráulico inyectadas en sus riñones. Dios no vivía aquí. Aquí solo vivía la gravedad, y estaba ganando la batalla.
Me alejé de la puerta y caminé hacia la herida del suelo. Estaba ahí porque los números me lo gritaron en sueños. Saqué la tarjeta que Leonora me dio. No la leí. La usé como regla sobre mi mapa empapado, que se deshacía en mis manos. Si trazaba la línea desde el Cine Ópera (Oeste) y la cruzaba con la del Mercado de Sonora (Este), el punto cero, la intersección del Nahui Ollin, no era el Palacio Nacional. No era la bandera. La intersección exacta caía en el Atrio. Justo en la cicatriz abierta donde la Iglesia Católica se fractura para dejar ver las ruinas del Templo Mayor. La Ventana Arqueológica.
Me acerqué a los barandales de hierro forjado negro. El olor aquí era distinto. No olía a tacos de suadero ni a escape de camión. Olía a piedra mojada, a salitre concentrado y a tiempo estancado. Era el aliento rancio de un sótano que lleva cerrado quinientos años y acaba de abrir la boca. Miré hacia abajo, a través de los cristales sucios, rayados y blindados incrustados en el piso del atrio. Tres metros abajo. El inframundo. Era el espacio liminal: el purgatorio arquitectónico entre los cimientos de acero rojo que los ingenieros habían inyectado para salvar la Catedral y las escalinatas rotas de los aztecas que esperaban pacientemente, en la oscuridad, a que la iglesia colapsara sobre ellas.
Vi algo. No era un reflejo de las farolas amarillentas. Era una luz. Débil. Anaranjada. Tímida. Una llama solitaria bailando en la oscuridad del subsuelo, donde solo deberían habitar ratas ciegas y fantasmas prehispánicos. —El corazón —susurré, sintiendo el vello de los brazos erizarse.
Estaba tan hipnotizado por la llama subterránea que olvidé la primera regla de la calle, la regla de oro de la supervivencia: mirar tu espalda. No escuché los pasos. La lluvia era un manto acústico perfecto, un ruido blanco ensordecedor. Pero debí haberlo sentido. Debí haber reconocido el calor de motor de ocho cilindros y el olor a maldad que irradiaba a mis espaldas.
Me había seguido. Un error de novato, de amateur. Pensé que era invisible en mi Tsuru destartalado, pero olvidé que en esta ciudad, la mugre también deja rastro si sabes buscarla. Sus "halcones" en la San Rafael debieron alertarlo por radio en cuanto mi linterna rompió la oscuridad del teatro. Había conducido detrás de mí, en su Grand Marquis negro —esa lancha fúnebre blindada que usan los comandantes para sentirse importantes y compensar otras carencias—, esperando el momento exacto, la debilidad táctica, para caer sobre mí. No me detuvo en el tráfico; esperó a que me bajara. Esperó a que estuviera solo y vulnerable.
Entonces, el mundo se sacudió. No fue un temblor. Fue una mano. Una garra de carne, anillos de oro y nicotina que me agarró por la solapa del saco empapado y me estampó contra la reja de hierro forjado. ¡CLANG! El aire salió de mis pulmones con un sonido agónico. Mi cabeza rebotó contra el metal frío, y vi estrellas blancas en la lluvia gris.
—¡¿Crees que eres intocable, hijo de puta?!
El rostro del Comandante Raúl Martínez estaba a centímetros del mío, invadiendo mi espacio vital. Estaba lívido, púrpura de ira contenida. La lluvia le escurría por la nariz aguileña, mezclándose con la saliva espumosa que escupía al gritar. Su aliento era una nube tóxica: olía a Brandy Presidente, a tabaco barato Delicados y a pánico puro, destilado.
—¡Estás pisando huevos federales, Ayala! —bramó, sacudiéndome como a un muñeco de trapo roto—. ¡Tengo ojos en la San Rafael, imbécil! ¡El patrullero de la 1024 me llamó cagado de miedo en cuanto vio tu coche saliendo del Cine Ópera! ¡Ese lugar tiene sellos de Gobernación, estúpido!
Martínez no estaba enojado. Estaba aterrorizado. En su mente pequeña, corrupta y burocrática, yo no estaba investigando un crimen en serie; estaba rompiendo las reglas no escritas del juego de poder. No se toca lo que no se paga. No se mira lo que está sellado. —¡Te seguí todo el puto camino esperando que fueras a una casa de putas, no al Zócalo! —gritó, la vena de su cuello latiendo como un gusano a punto de estallar—. ¡Te voy a sembrar tanta coca en la cajuela que vas a cagar blanco en el penal de Almoloya hasta el año 2050!
Me limpié la sangre del labio roto con el dorso de la mano. Sabía a hierro. No sentí miedo. Sentí una calma helada, casi sociópata. La calma quirúrgica de quien ha visto el mapa completo y sabe dónde está el precipicio. —No es política, Comandante —dije, mi voz sonando extrañamente plana y desapegada bajo el aguacero—. Es liturgia.
—¡¿De qué mierda hablas?! —me soltó, empujándome de nuevo contra la reja.
—Mire abajo. Le señalé el cristal sucio en el suelo. La Ventana Arqueológica. Martínez dudó. Su instinto de policía de la vieja escuela le decía que me golpeara de nuevo, que me rompiera la nariz, pero su curiosidad —ese vicio maldito y fatal de los viejos sabuesos— lo traicionó. Miró. Vio la luz.
—Es un indigente —masculló Martínez, buscando una explicación racional, pero su mano fue instintivamente a la funda de cuero de su arma—. Un pinche drogadicto quemando basura para calentarse.
Lo miré a los ojos inyectados en sangre. Miré la llama que no titilaba con el viento porque no había viento ahí abajo. Miré la disposición geométrica de las sombras. Mi mente, infectada por las lecciones de Leonora y las imágenes traumáticas del Cine Ópera, hizo la conexión final. No fue una revelación mística; fue una deducción fea, brutal.
—No, Raúl —dije, y el uso de su nombre de pila lo hizo estremecerse, no por falta de respeto, sino porque sonó a epitafio—. Un drogadicto busca calor. Esa luz no calienta nada. Está puesta en el centro geométrico. Me acerqué más al vidrio sucio, pegando la frente. —Piénsalo. El cuerpo del santero estaba dispuesto. La prostituta en el Ópera estaba montada. Nadie monta un espectáculo complejo sin ensayarlo primero.
Señalé hacia abajo, hacia la oscuridad absoluta entre los pilotes de acero. —Si arriba está el altar de Dios... y allá en el Ópera está el escenario... entonces aquí abajo es donde se guardan los trajes. Donde se preparan los actores. La trastienda del infierno.
Saqué mi juego de ganzúas del bolsillo. Martínez me miró, desenfundando su Beretta 9mm, el metal brillando bajo la lluvia, pero no me detuvo. Él también sentía la lógica aplastante del horror tirando de sus tripas. El candado viejo de la reja de mantenimiento cedió con un crujido oxidado y doloroso. Click-Crack.
—No es basura, Comandante —susurré, sintiendo el aire frío y muerto subir por mis piernas desde el agujero—. Es la trastienda.
Bajamos. La escalera de metal de servicio vibraba con cada paso, un traqueteo nervioso que resonaba en la estructura hueca. El cambio de atmósfera fue violento, un golpe de presión barométrica. Arriba, el ruido de la ciudad era un rugido constante. Abajo, el silencio tenía peso, densidad. Era un silencio sólido, acumulado por siglos de oscuridad. La temperatura bajó diez grados de golpe. El olor me abofeteó. Húmedo. Salitre concentrado. Lodo podrido fermentándose. Y, cortando la podredumbre orgánica, ese perfume dulce, resinoso y nauseabundo que ya vivía en mis pesadillas: Copal.
Caminamos entre los pilotes de control, esas inmensas vigas hidráulicas de acero pintado de rojo antióxido que sostenían las costillas rotas de la Catedral. Parecían las patas de una araña mecánica gigantesca clavadas en el lodo para evitar que Dios se hundiera en el olvido geológico. Estábamos en el espacio liminal, el Nepantla de los códices. El techo era la fe cristiana, pesado, colonial, hecho de piedra robada; el suelo era la sangre azteca, lodo negro y huesos pulverizados que formaban el tlalticpac, la superficie de la tierra. El aire aquí abajo no se movía. Estaba muerto. Hacía un frío que no tocaba la piel, sino que se filtraba directamente a la médula, el "viento de navajas de obsidiana" del que hablaba Leonora. Mis pasos sonaban huecos, húmedos, como si caminara sobre la panza de un tambor lleno de agua.
Avanzamos hacia la luz. No era una fogata de indigente. No era el fuego del calor humano. Era un altar. Sobre una losa de piedra volcánica, perfectamente nivelada entre el lodo burbujeante que soltando gases de metano, alguien había montado un Diorama.
Martínez se detuvo en seco, sus botas resbalando en el limo. Su respiración se volvió un silbido asmático, el sonido de un pulmón que reconoce que el aire está envenenado. —Dios santo... —susurró, invocando a una deidad que no tenía jurisdicción a tres metros bajo tierra.
No eran fotos. Eran exvotos de una teología enferma. Cuatro figuras esculpidas en cera de campeche —esa cera negra, pegajosa y grasienta que usan los brujos de Catemaco para cerrar bocas y amarrar almas—. Estaban dispuestas sobre la piedra con precisión geométrica, orientadas a los cuatro puntos cardinales, como piezas de ajedrez en un tablero podrido donde las casillas eran manchas de humedad y moho. La luz de la veladora solitaria parpadeaba, lamiendo la cera negra, haciendo que las sombras bailaran sobre ellas, dándoles una vida grotesca y espasmódica. Parecían respirar.
Me acerqué. El olor a miel quemada y copal me mareó. Las dos primeras figuras no eran predicciones; eran atestados policiales hechos de materia orgánica.
A la izquierda, El Este. Una masa de cera derretida y vuelta a solidificar, deforme, como carne que ha pasado por el fuego sagrado. Tenía incrustaciones minúsculas de concha nácar real brillando en la negrura, dientes de leche humanos clavados en el torso y quemaduras recientes hechas con un cigarro. Representaba al Santero, no como era en vida, sino como quedó después de la "revelación": abierto, vaciado, una cáscara de fe rota.
A su lado, El Oeste. Esta era una obra maestra de la crueldad en miniatura. Una figura femenina sentada en una silla hecha de alambre de cobre retorcido con alicates. Estaba vestida con retazos microscópicos de leopardo sintético, cortados de la ropa real de la víctima con tijeras de disección. Acerqué mi linterna. El detalle me revolvió el estómago. El rostro de cera no tenía ojos pintados. Tenía dos puntadas reales de hilo negro quirúrgico cerrándole los párpados. Era la réplica exacta, escala 1:10, de la Prostituta del Cine Ópera. Estaba sentada con las piernas cruzadas, clavada a su trono de alambre, condenada a ser la espectadora ciega de su propia tragedia.
Martínez retrocedió, chocando con un pilote de acero. CLANG. El sonido metálico retumbó como una campana fúnebre. Su linterna traicionera, temblando en su mano sudorosa, iluminó lo que faltaba. Los pendientes. Las piezas que aún no se habían jugado.
La tercera figura (El Sur) vestía una toga negra hecha de retazos de tela real, quizá robada de una tintorería judicial. Estaba atada por los tobillos con hilo de pescar transparente a una piedra de río, pesada y lisa. Tenía una balanza de la justicia en miniatura colgada al cuello, pero los platillos no estaban equilibrados; estaban llenos de lodo negro y seco. Me acerqué. Incluso la cera parecía oler a agua estancada y podrida. Era fango lacustre, de ese que atrapa y no suelta. Una etiqueta de papel amate, clavada en el pecho con una espina de maguey, decía tres letras escritas con sangre oxidada: PJF.
Pero fue la cuarta figura (El Norte) la que detuvo el corazón del Comandante. No tenía ropa elegante. Era cera desnuda, salvo por una camisa blanca abierta, manchada deliberadamente con grasa de coche y salsa roja. La figura tenía una barriga prominente, flácida, moldeada con una saña realista que bordeaba la caricatura cruel. Y colgando del cuello, una placa. No era un juguete. No era una réplica. Era metal real, pesado, oxidado en los bordes. Una placa de la Judicial que alguien había perdido, vendido o empeñado por vicio hacía años. Martínez se acercó, hipnotizado por el horror de verse a sí mismo reducido a un fetiche de grasa. La luz de su linterna temblaba violentamente sobre el pecho de la figura. Sobre la cera amarilla de la barriga, grabado a fuego con un punzón caliente como se marca al ganado, había un número. 6640.
El silencio se rompió. Martínez soltó un gemido que no parecía humano; era un ruido húmedo, gorgoteante. Era el sonido de un animal alfa que se da cuenta de que la puerta de la jaula está abierta, pero el depredador ya está adentro con él. Era su número. Era su placa perdida. Se llevó la mano al pecho, palpando su camisa, como si la quemadura en la cera le doliera en su propia carne viva.
—¿Qué mierda es esto, Ayala? —Su voz era un hilo de voz quebrada, aguda, infantil. El Comandante, el "Juda" intocable que extorsionaba narcos y golpeaba estudiantes en los separos, se había encogido físicamente. En ese sótano, bajo toneladas de historia, solo era un hombre gordo y asustado.
Me acerqué. La fascinación superaba a mi miedo. Mi mente, entrenada por Leonora para ver símbolos, empezó a conectar los cables sueltos. —No es una investigación, Comandante —dije, mirando las figuras con la frialdad de un forense ante la mesa de disección—. Es una agenda.
Señaló la figura del Magistrado y la suya propia con el cañón de la pistola temblorosa. —¿Por qué yo? —preguntó, con la inocencia estúpida de quien cree que el mal solo le pasa a "los otros"—. Yo solo cobro las cuotas. Yo no... yo no mato así. Soy un policía.
Me quedé callado un momento, pasando la luz de mi linterna de una figura a otra, tratando de entender la lógica enferma detrás de la cera. —No lo sé, Raúl —admití, y mi incertidumbre lo asustó más que cualquier amenaza directa—. Pero mira la colección. No son crímenes pasionales. No son aleatorios.
Apunté a la primera figura quemada. —El Santero vendía Fe. Ilusiones. Apunté a la segunda figura con los ojos cosidos. —La chica del Ópera vendía Carne. Placer. Luego iluminé la figura del Magistrado, con su toga convertida en mortaja y su balanza llena de lodo de pantano. —Este de aquí... por la toga y las letras, es un Juez Federal. Vende la Ley. El orden escrito.
Finalmente, giré la luz hacia su muñeco. Hacia la panza de cera marcada como res de matadero y la placa oxidada. —¿Y tú, Comandante? ¿Tú qué vendes? —Lo miré a los ojos, viendo el terror absoluto detrás de su arrogancia habitual—. Tú no vendes justicia. Tú vendes protección. Vendes la calle. Eres la Fuerza.
Me acerqué un paso más, susurrando para que los fantasmas no nos oyeran. —Fe, Carne, Ley y Fuerza. Los cuatro pilares que sostienen a esta ciudad podrida. Este cabrón no está matando gente al azar, Raúl. Está haciendo una demolición controlada.
Martínez retrocedió, negando con la cabeza, el sudor frío perlando su frente. —Eso es una locura. Es un carnicero loco. —No —lo corregí, y la palabra salió con la frialdad de una autopsia—. Un carnicero troza y separa. Un carnicero vende por kilo. Este tipo... Señalé la figura de la prostituta con los ojos cosidos. —En el Cine Ópera, vi cómo le cosió los párpados. Usó una puntada de colchonero, perfecta, tensa. Y aquí... —señalé los muñecos—... aquí está haciendo pruebas de ajuste. Nos está midiendo, Raúl. Nos está tratando como tela. Sentí un escalofrío al verbalizarlo, pero la pieza encajó en mi mente con un clic definitivo. —Por eso, en mi cabeza, ya tiene nombre. El Sastre. Porque nos está confeccionando un traje de madera a la medida. Y tú... tú eres el patrón del Norte.
Martínez retrocedió, tropezando. Su bota aplastó la figura del Santero, rompiendo la cera con un crujido seco. —Voy a pedir refuerzos. Voy a traer al Ejército. —No puede —dije—. Si trae al Ejército, encontrarán esto. Y si encuentran esto, verán su número grabado. Pensarán que usted es parte del culto, o que es la siguiente víctima. De cualquier forma, está acabado.
—¡Cállate!
En ese momento, como si el nombre hubiera sido una invocación, la veladora se apagó. No por el viento. No había viento. El aire se quedó quieto, muerto. La llama simplemente... se asfixió. Como si alguien la hubiera pellizcado con dedos fríos y húmedos.
Quedamos en la oscuridad absoluta. La negrura del subsuelo, pesada, táctil, se nos metió en la boca. Y entonces lo escuchamos. Al fondo del túnel de cimientos. Entre las vigas rojas. El sonido de tela rozando contra la piedra áspera. Shhh... shhh... El sonido húmedo de pasos descalzos sobre el lodo. Chof. Chof. Chof.
—¿Quién anda ahí? —gritó Martínez. Su voz se quebró en un gallo histérico. Nadie respondió. Solo el goteo del agua filtrada. Ploc. Clic. El sonido del seguro de la Beretta de Martínez quitándose sonó como un trueno. —¡Muestre las manos! —gritó a la nada.
El sonido de pasos se detuvo. Y luego, un susurro. No en nuestros oídos. En nuestras cabezas. O tal vez fue el eco de la catedral arriba, distorsionando el viento en las grietas. "Tlacat". (Hombre).
Martínez gritó y disparó. ¡BANG! El fogonazo iluminó el túnel por una fracción de segundo como un estrobo infernal. Vi una sombra. Alta. Imposiblemente delgada. Con algo en la mano que brillaba negro. O tal vez solo eran las vigas jugando con mi miedo y mis retinas quemadas.
Martínez disparó de nuevo. Y de nuevo. ¡BANG! ¡BANG! Las balas rebotaron en la piedra volcánica, silbando como avispas de fuego alrededor de nosotros, sacando chispas. —¡Corre! —le grité, empujándolo hacia la escalera de mantenimiento.
Subimos como ratas escapando de una inundación, golpeándonos las espinillas contra el metal, jadeando aire que sabía a miedo. Cuando mis rodillas golpearon el concreto mojado del Zócalo, no sentí alivio. Sentí la lluvia lavándome el sudor frío, pero no la marca. Martínez me miró, temblando, con su Beretta humeante inútil en la mano. Ya no éramos policía y sospechoso. Éramos dos hombres marcados por el mismo sastre, esperando a que nos tomaran las medidas para el ataúd.
Salimos al atrio bajo la lluvia torrencial, cayendo de rodillas sobre el piso mojado del Zócalo, respirando el aire contaminado como si fuera ambrosía. Martínez estaba pálido, temblando, con el arma humeante en la mano y los ojos desorbitados.
Me miró. Ya no había odio en sus ojos. Solo terror compartido. El "Juda" acababa de entender que su placa de metal no valía nada contra la cera y el lodo. Y yo entendí algo peor. Al nombrarlo, lo habíamos hecho real. El ritual no se había detenido al descubrirlo. Apenas estaba calentando motores.