1. La Geografía de la Necrosis
Ingolstadt, Baviera
El laboratorio de Ingolstadt ya no olía a la promesa eléctrica del triunfo; el aire se había cuajado, denso y sebáceo, saturado con el hedor químico del formol oxidado y la fermentación butírica de una tumba violada antes de tiempo. Yo estaba sentado frente a la chimenea, cuyos rescoldos morían asfixiados por el hollín graso, ocultando mis notas entre las grietas del suelo empapado en reactivos. El "Diario de la Resurrección" ardía página por página; el pergamino se retorcía como dermis viva al contacto con el calor, liberando volutas de humo negro que sabían a pelo quemado. No estaba destruyendo mi trabajo; estaba borrando la evidencia forense de mi profanación teológica.
Miré hacia la esquina de la habitación, donde la oscuridad parecía haber ganado masa y textura. Allí, hundido en mi sillón de terciopelo carmesí con una elegancia que desafiaba su propia hipertrofia grotesca y sus articulaciones desproporcionadas, estaba Él. No era mi "Hijo". No era mi "Adán". Era mi Patrón, y yo su sastre incompetente.
Sus ojos, dos pozos de icor amarillo biliar, brillaban con la paciencia geológica de un depredador que ha visto la entropía devorar imperios enteros y espera, aburrido, a que caiga el siguiente. No respiraba. Su pecho, una jaula torácica expandida a la fuerza mediante costillares ajenos, permanecía estático, insultantemente inmóvil; su biología no requería la oxigenación vulgar de los vivos.
—Este traje me aprieta, Víctor —dijo. Su voz no era el gorgoteo gutural de un cadáver reanimado; era un infrasonido de barítono suave, aterciopelado y preternatural, que no entraba por el oído, sino que resonaba directamente en mi tronco encefálico, haciendo vibrar mis muelas con la frecuencia de un violonchelo desafinado tocado en una cripta sellada al vacío.
Levantó la mano izquierda con un movimiento lento, carente de fricción, casi hidráulico. Una costura en la muñeca, suturada con hilo de tripa de gato reforzado, se había abierto. La piel circundante no estaba roja por la inflamación vital; estaba grisácea, apergaminada, con los bordes retraídos y secos como hojas de otoño. Debajo, el hueso del cúbito brillaba, expuesto y calcáreo. No sangraba; la herida soltaba un polvo fino, seco, como esporas de moho antiguo.
—La costura es vulgar —sentenció, frotando el pulgar contra el tejido muerto con un sonido de papel de lija raspando hueso—. La carne es barata. Caduca.
Me acerqué a él, arrastrando los pies, no con el orgullo de un padre, sino con la sumisión temblorosa de un médico forense que sabe, con horror científica, que el cadáver en la mesa de autopsias lo está observando. El olor que emanaba de su cuerpo —una mezcla de ozono eléctrico y tierra de subsuelo profunda— me provocó una arcada seca.
—Es rechazo de tejido sistémico —balbuceé, mis dedos enguantados trazando el borde de la necrosis sin atreverme a tocar la piel. Se sentía el frío radiando de él, una hipotermia agresiva que absorbía el calor de la chimenea—. Tu energía... el voltaje que te anima... es demasiado alto para este cableado biológico. Quema las uniones celulares. Usé hilo de tripa reforzado y músculo de cadáveres frescos, cosechados en el rigor temprano, pero...
—Pero son... humanos —me interrumpió con un desdén que heló la condensación en las ventanas—. Y yo soy... otra cosa. Yo soy la Ecuación que tu biología no puede resolver.
Se puso de pie. El movimiento fue una violación de la física newtoniana; un borrón de velocidad que mi retina apenas pudo registrar. En un parpadeo, su mano, fría y dura como el granito de un mausoleo en invierno, se cerró alrededor de mi garganta, comprimiendo mi laringe justo por encima del hueso hioides.
—No me creaste, creador —susurró, acercando su rostro, un mapa de cicatrices y tejido de granulación fallido, al mío. Su aliento no olía a descomposición; olía a cobre, a sal y a polvo de siglos—. Me despertaste.
Me soltó, dejándome caer sobre la alfombra raída. El aire volvió a mis pulmones con un silbido doloroso, sabiendo a pánico.
—Me encontraste en esa cripta sin nombre sellada con plomo y cadenas de hierro consagrado bajo la abadia. Creyiste que eran piezas sueltas, un rompecabezas biológico esperando tu genio. Fuiste tan arrogante, tan cegado por tu propia hibris, que pensaste que tu galvanismo barato me dio la consciencia.— Se rió, un sonido seco, como la tapa de un ataúd rompiéndose bajo el peso de la tierra. —Tu rayo solo fue el catalizador. La llave. Yo soy un motor termodinámico que llevaba eras apagado. Y tú... tú me has puesto neumáticos de bicicleta.
Tenía razón. La verdad científica me golpeó con la fuerza de un trépano. No había inventado nada; solo había hecho reparaciones chapuceras en una entidad que la historia había intentado olvidar mediante el Damnatio Memoriae. Había conectado cables en una máquina cuyo combustible desconocía.
—Necesito un envase que dure —exigió, arañando su propio pecho donde la piel comenzaba a adquirir el tono negro de la gangrena seca, descascarándose bajo sus uñas duras como el vidrio—. Este cuerpo se deshace. La autólisis avanza no por bacterias, sino porque la materia bariónica no soporta la presión de mi... hambre. Me estoy consumiendo desde dentro.
—Necesito materiales mejores —admití, temblando, mi mente de cirujano buscando soluciones en el pánico, tratando de diagnosticar lo imposible—. Aquí en Ingolstadt solo tengo campesinos malnutridos y ladrones sifilíticos. Su carne es débil, carente de densidad ósea, consumida por el trabajo y la hambruna. No aguantan tu... temperatura.
—Entonces busca un mejor mercado —ordenó, su sombra proyectándose sobre el mapa de Europa colgado en la pared, cubriendo el continente como una mancha de aceite negro.
Me levanté y fui hacia el mapa. Mis dedos, manchados de tinta y ceniza, temblaban. La lógica médica tomó el control del miedo. —Necesito órganos que hayan resistido el vicio —murmuré, entrando en el trance del Artífice—. Hígados endurecidos por el alcohol hasta parecer cuero, corazones hipertrofiados que hayan bombeado adrenalina y miedo constante. Carne curada en la inmundicia industrial, resistente, fibrosa. Necesito tejido que ya conozca el sufrimiento para que no se rompa cuando tú lo habites.
Mi dedo cruzó el canal de la Mancha y se detuvo sobre una mancha de tinta negra que representaba la capital del mundo moderno. —Londres.
La Criatura se acercó, el suelo crujiendo bajo su peso antinatural. Miró el punto geográfico con una intensidad que casi quemaba el papel. Sus fosas nasales se dilataron, como si pudiera oler la sangre a través de la cartografía. —¿Londres?
—El matadero más grande del mundo —dije, sintiendo una extraña excitación, la libido sciendi de la ciencia oscura reemplazando mi moral—. Allí la gente no muere; se erosiona. En los barrios del Este, encontraré piezas que ya están curtidas en vida por el smog, el arsénico y la miseria. Y encontraré... Dudé. La palabra se atascó en mi garganta, pesada.
—¿Qué? —presionó él. Sentí su voluntad taladrando mi lóbulo frontal, una migraña repentina detrás de mis ojos.
—El Molde. La mujer perfecta.
La criatura sonrió. Sus labios, retraídos por la desecación facial, mostraron dientes que habían sido limados, pero que empezaban a crecer de nuevo, afilados y amarillentos como el marfil de un depredador olvidado. —Bien. Iremos a Londres. Tú serás mis manos, Víctor, porque mis dedos tienen demasiada fuerza; aplastan el bisturí en lugar de guiarlo. Tú cortarás. Tú coserás. Tú serás el arquitecto de la víscera.
Se ajustó la capa raída para cubrir el hombro donde el húmero amenazaba con perforar la piel muerta como una estaca saliendo desde dentro. Me miró con una seriedad abismal.
—Pero recuerda: no estamos yendo solo a repararme. Un solo cuerpo no basta para contener lo que soy. Soy fuego, Víctor, y el fuego necesita un hogar.— Señaló mi pecho, justo donde late el corazón. —Necesito un ancla. Un polo negativo para mi positivo. Si no me construyes una Novia, una matriz que equilibre mi carga... seguiré quemando cualquier cuerpo que me des en cuestión de semanas. Necesito la Boda Química.
Asentí, comprendiendo el horror de la termodinámica aplicada. No era compañía lo que buscaba; era estabilidad estructural.
—Iremos de compras —concluyó él—. Y si fallas... usaré tus propios intestinos para atarme las botas.
Salimos esa misma noche. La puerta del laboratorio se cerró no con un golpe, sino con el silencio definitivo de una tumba sellada. No dejábamos atrás un hogar; dejábamos atrás la inocencia. Víctor había muerto en la mesa de operaciones de Ingolstadt, disuelto en su propio fracaso. Lo que subió al carruaje hacia Calais ya no era un hombre; era un instrumento afilado, una herramienta quirúrgica que buscaba carne en la niebla, gestando una nueva identidad en la oscuridad de su mente fracturada.