2. El Descenso al Drenaje

Londres, Inglaterra

El viaje no fue un desplazamiento geográfico; fue una catábasis térmica. Cruzamos el canal como quien cruza el Estigia, pero el barquero no pedía monedas, pedía la integridad de nuestros pulmones. Londres nos recibió no con fanfarrias imperiales, sino con el abrazo asfixiante de su propia halitosis industrial. El aire tenía densidad; una suspensión coloidal de partículas de carbón y desesperación que se adhería a la mucosa de la garganta como una segunda piel.

El primer contacto fue el Puerto. El Támesis no fluía; se arrastraba, una arteria coagulada de lodo marrón, aceite de ballena y excremento imperial. Era un fluido no newtoniano, espeso por la historia disuelta. Desde el puente, vi el comercio en su estado más crudo. Estibadores con espaldas deformadas por la hipertrofia de la carga descargaban fardos de especias de la India que, en ese aire viciado, no olían a exotismo, sino a podredumbre dulce y fermentación.

En los muelles, bajo la mirada indiferente de las grúas oxidadas que parecían esqueletos de dinosaurios industriales, un círculo de hombres rugía. Dos marineros, con el torso desnudo y brillante de una película de sudor graso y sebo, se golpeaban a nudillo limpio. No era deporte; era trauma recreativo. Vi cómo la nariz de uno estallaba en un spray rojo, una nebulización de sangre arterial, y la multitud vitoreó con el hambre de los perros.

Ablandan la carne antes de que la ciudad se la coma. El cartílago cede con un chasquido húmedo. Delicioso. —susurró la voz en mi estribo, una vibración fría en mi oído medio que disfrutaba de la acústica de la fractura.

El carruaje avanzó, dejando atrás la cloaca abierta del río para adentrarse en el West End. Aquí, la ciudad llevaba una máscara de porcelana. Las avenidas de Mayfair eran amplias, diseñadas aerodinámicamente para que la brisa dispersara el miasma. Pasamos junto a mansiones de piedra blanca que parecían pasteles de bodas calcificados. Vi a las damas con vestidos de seda que costaban más que la vida útil de un niño en el este, paseando perros falderos genéticamente inútiles, aberraciones de la cría selectiva.

La opulencia actuaba como un vendaje de gasa estéril sobre la herida gangrenosa del mundo. Pero el horror estaba en la micro-gestión de la inmundicia: barrenderos encorvados corrían delante de los carruajes de los ricos, recogiendo el estiércol de los caballos con las manos desnudas para que las ruedas de los señores no se mancharan. Los aristócratas pasaban sin mirarlos, como si los barrenderos fueran parte del mobiliario urbano, autómatas de carne barata programados para procesar heces.

—Míralos —siseó el Parásito, inyectando desdén directamente en mi corteza cerebral—. Se creen asépticos. No saben que bajo la seda sus glándulas sudoríparas excretan la misma urea que los cerdos. Su vanidad es una costra fina sobre la misma necrosis.

Entonces, cruzamos el umbral. Aldgate. La frontera celular. La arquitectura cambió bruscamente con la violencia de una displasia arquitectónica. Ya no era victoriana; era tumorosa. Las chimeneas de las fábricas se alzaban como fístulas de ladrillo negro, inyectando humo de carbón directamente en la garganta del cielo, provocando una cianosis perpetua en el horizonte. No había sol, solo una mancha de pus difusa y pulsante detrás de la niebla amarilla, esa "sopa de guisantes" que sabía a azufre, a metal oxidado y a pulmones disueltos.

Entramos en el tejido necrótico. Whitechapel. El intestino grueso del Imperio.

Aquí, la hostilidad no era solo ambiental; era una presión barométrica social. La atmósfera vibraba con la tensión de una jaula superpoblada donde las ratas han comenzado a comerse unas a otras. Las casas se inclinaban unas contra otras como dientes podridos en una encía enferma, rezumando una humedad que olía a salitre y orina antigua. El carruaje tuvo que reducir la velocidad, vadeando una marea humana espesa. Rostros consumidos por el raquitismo y la avitaminosis se giraron para mirarnos. No había curiosidad en sus ojos hundidos; había cálculo depredador. Nos miraban como leucocitos atacando a un cuerpo extraño.

—Xenofobia biológica —clasificó la voz, analizando los niveles de cortisol en el aire—. Saben que no pertenecemos a este cultivo. Huelen nuestra salud y la odian como el virus odia la vacuna.

En una esquina, a plena luz del día, vi a un niño de no más de diez años rajar el bolsillo de un anciano con una navaja oxidada. El movimiento fue quirúrgico. El anciano gritó, pero la gente no se detuvo; fluyeron alrededor del incidente como agua negra alrededor de una piedra, acostumbrados a la entropía social. Un policía, parado a tres metros, se ajustó el casco y miró hacia otro lado, golpeando rítmicamente su porra contra el muslo. No estaba allí para proteger a los ciudadanos; estaba allí como un cuidador de zoológico, asegurándose de que las bestias no saltaran la valla de contención hacia la zona rica. El crimen era el ecosistema natural; la ley era solo una sugerencia lejana y atrofiada.

—Biomasa descontrolada —continuó la voz, anulando mi empatía con un interruptor químico—. Aquí la vida no tiene valor de mercado, Víctor. Eso es bueno. La inflación de la carne está baja. Sigue buscando. Necesitamos piezas.

Nos alojamos en un cuarto en Dorset Street. El casero le llamaba "apartamento"; yo lo clasifiqué taxonómicamente como nicho de descomposición. Las paredes sudaban. Literalmente. Una condensación aceitosa, rica en lípidos vaporizados de la cocina vecina, resbalaba por el papel tapiz. El papel se despellejaba en tiras húmedas, revelando el yeso mohoso debajo como una dermis en fase de putrefacción avanzada. El olor era un miasma complejo: una mezcla de repollo hervido, amoníaco de orina vieja y el sudor rancio de las mil fiebres tifoideas que habían habitado esa cama antes que yo.

Dejé mi maletín sobre el colchón de paja, que crujió como huesos secos. Me sentía observado. No había nadie en la habitación, pero el espacio estaba saturado por Su presencia. El aire se volvió gélido, una anomalía térmica localizada, un punto frío de 5 grados rodeando mi cuerpo. Al mirarme en el espejo manchado de óxido y nitrato de plata, no vi mi reflejo; vi la superposición de Su hambre sobre mis facciones. Mis pupilas estaban dilatadas por una midriasis que no respondía a la luz de gas, sino a la sed de sangre ajena.

—Sal —ordenó la presión en mi cráneo, empujando mis funciones motoras como un titiritero sádico manipulando un cadáver fresco. —La noche es un útero dilatado y nosotros tenemos los fórceps.

Salí. Mis botas golpearon los adoquines con el ritmo de un metrónomo fúnebre. Caminé hacia el epicentro del vicio, guiado no por un mapa, sino por el olor a ginebra barata y a calor humano concentrado. Llegué a la esquina de Commercial Street y Fournier Street. Delante de mí, la fachada del pub brillaba con una luz de gas enferma, pulsando rítmicamente como un órgano infectado y expuesto en medio de la oscuridad torácica de la ciudad.

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