12. El Veredicto de la Hibris
Inicié la letanía. Mi mente, expandida por el láudano y la fatiga muscular, resonaba con los versos prohibidos de Centelles, mezclándolos con las lecturas erráticas de los galvanómetros.
—El alma en el cuerpo se ha de fixar, así como hiciste la primera vez.
La maquinaria zumbó. El olor a ozono se volvió insoportable, metálico, picante en la lengua, como lamer monedas de cobre y zinc cargadas de estática. Un relámpago rasgó las tinieblas, un pilar de luz blanca que golpeó el pararrayos de la torre con la violencia de un martillo divino.
¡Contacto!
La descarga bajó por los cables, silbando como serpientes de cobre furiosas. El cuerpo sobre la mesa se arqueó violentamente en un opistótonos brutal. Y entonces... se mantuvo ahí. El arco de la espalda era perfecto, tenso como la cuerda de un violín a punto de estallar. Los músculos se definieron bajo la piel pálida, vibrando con la frecuencia de la corriente alterna.
¡Vida!
Las lágrimas bajaron por mi rostro, calientes y saladas. ¡Lo había logrado! El Azoth había purgado la muerte. El pecho de la criatura se expandió con un suspiro profundo, un sonido de succión húmeda que llenó los pulmones drenados. Me acerqué, temblando de éxtasis.
—Respira —ordené, mi voz rota por la euforia—. Respira para tu creador.
Pero el suspiro no se detuvo. Y entonces... escuché la música. No era el latido rítmico de la vida. Era una cacofonía biológica.
El Corazón de Kelly, ese motor de odio curtido en Whitechapel, latía con una taquicardia frenética, salvaje, a 180 pulsaciones por minuto, golpeando contra las costillas como un preso golpeando los barrotes. Bum-bum-bum-bum. Pero los pulmones... los pulmones de la chica del pozo, ahogados y lentos, intentaban respirar con una bradicardia agónica, arrastrando aire cada diez segundos. Sssshhhhhhh...
Era una orquesta desafinada. Una arritmia polifónica. El cuerpo vibraba con la disonancia de dos tiempos biológicos que se negaban a sincronizarse.
Escuché un sonido seco, tick-tick-tick. Eran mis suturas. El hilo de seda negra que unía el esternón estaba cediendo, no por fuerza muscular, sino por resonancia. Las frecuencias opuestas estaban destrozando la integridad estructural del tórax desde dentro.
La piel sobre el mediastino se puso violeta, tirante como un tambor. La criatura abrió la boca. No para hablar, sino para vomitar un torrente de bilis negra y espuma sanguinolenta que olía a cobre y a fracaso eléctrico. Sus ojos se abrieron de golpe. No había consciencia en ellos, solo pánico celular. La mirada de un cuerpo que sabe que tiene un intruso dentro y ha decidido inmolare para expulsarlo.
—¡No! —grité, intentando sujetar el tórax con mis manos, sintiendo el calor febril de la reacción exotérmica bajo mis palmas—. ¡Acéptalo! ¡Es tu motor!
El cuerpo se convulsionó con una violencia que me lanzó hacia atrás. Con un sonido de tela mojada rasgándose, la incisión principal explotó. El pecho se abrió como una granada madura. Y allí, en medio de un géiser de fluidos calientes y vapor de Azoth, vi la verdad de mi fracaso.
El tejido circundante, la carne de la chica del pozo, se retraía, alejándose del órgano implantado como si fuera un carbón encendido. No era una integración. Era una guerra civil.
Con un último espasmo atroz, la aorta suturada se soltó. El corazón, liberado de sus amarras, fue empujado hacia fuera de la cavidad torácica por la contracción violenta de los pulmones. Cayó sobre la mesa de metal con un golpe húmedo y obsceno (Splat).
Siguió latiendo allí, solo, sobre el plomo frío, bombeando sangre al aire vacío, retorciéndose como un pez fuera del agua, mientras el cuerpo de la chica colapsaba, vacío de nuevo, hueco, finalmente muerto. El silencio que siguió fue absoluto. Solo el flop-flop-flop rítmico y mojado del corazón de Mary Jane Kelly muriendo sobre la mesa.
Entonces, el viento aulló. La ventana oeste reventó. Una sombra entró con la lluvia. Sentí una frialdad concentrada, un cero absoluto, posarse sobre mi hombro.
—Tardaste demasiado —dijo la voz, profunda y mausoleica.
Me giré, cubierto de la sangre del rechazo. La criatura estaba allí. No parecía enojado; parecía aburrido. Miró el corazón palpitante en la mesa y luego el cadáver destrozado de la chica. Soltó una risa baja, triste.
—Cosiste carne con carne, Víctor. Pero olvidaste que la carne tiene memoria. —Señaló el cuerpo de la chica—. Ella era agua y silencio. —Señaló el corazón que agonizaba en la mesa—. Ese... ese era fuego y ginebra.
Me miró a los ojos con sus pupilas lechosas, vacías de humanidad.
—Intentaste poner el motor de un lobo en el chasis de un cordero. La pureza no acepta el vicio, ni siquiera con tus hilos de seda.
Se acercó a la mesa. Con una uña larga y sucia, tocó el corazón de Kelly. El órgano reaccionó a su toque, latiendo más fuerte, reconociendo a un depredador superior.
—Fallaste porque cosiste partes. Yo... yo soy la Unidad.
La criatura levantó el corazón palpitante. La sangre goteaba por su muñeca pálida.
—Tú intentaste construir una catedral usando ladrillos de prostíbulo y cimientos de santa. Y la estructura se ha purgado a sí misma.
La furia llenó mis vacíos.
—¡Vete! —grité, agarrando un trépano—. ¡El cálculo era correcto! ¡La biología me traicionó!
La criatura se llevó el corazón a la boca. No lo comió con hambre; lo mordió con desprecio, rompiendo el ventrículo izquierdo con un crujido húmedo. La sangre le manchó la barbilla.
—Fallaste porque intentaste inventar la vida, pequeño relojero. Conmigo... conmigo no inventaste nada. Solo hiciste reparaciones.
Dio un paso hacia mí. El olor a tierra antigua y sangre seca emanó de su piel, mezclado ahora con el aroma fresco del órgano de Kelly.
—¿Recuerdas dónde encontraste mi cabeza? ¿Y este torso? —Con un movimiento casual, rasgó su propia camisa y hundió los dedos en su pecho. No hubo dolor. Rompió las suturas que yo le había hecho meses atrás como si fueran telarañas. La piel se abrió, revelando no carne roja, sino un tejido gris, fibroso, antiguo—. No fue en la fosa común de los pobres. No fue en el depósito de la universidad.
Me acorraló contra la mesa de disección.
—Fue en esa cripta sin nombre en la abadía de Ingolstadt. La que estaba sellada con plomo y cadenas de hierro. Rompiste los sellos pensando que encontrarías oro, y encontraste un cadáver descuartizado.
Se inclinó, sus ojos amarillos brillando con la memoria de siglos.
—Creyiste que eran piezas sueltas. Creyiste que tuviste suerte al encontrar un cuerpo tan grande, tan fuerte... tan conservado. ¡Necio! —Su voz fue un trueno—. Esas partes no estaban ahí para ser encontradas; estaban ahí para ser contenidas.
—Yo... yo te di la chispa —balbuceé, el terror helándome la sangre.
—Tú quitaste las estacas —corrigió él con desprecio, escupiendo un trozo de válvula cardíaca al suelo—. Tú cosiste lo que los cazadores antiguos habían tardado años en separar. Tú conectaste mi cabeza a mi corazón y usaste sangre humana como lubricante. Eso no fue creación, Víctor; fue mantenimiento.
Sonrió, mostrando los colmillos que no eran implantes, sino hueso antiguo que había vuelto a crecer, manchados ahora con la sangre de mi fracaso.
—Yo no soy una máquina nueva. Soy un motor inmortal que llevaba siglos apagado, esperando a que un mecánico estúpido girara la llave. Soy un Strigoi, un señor de la vieja sangre, y tú eres solo el sirviente que me limpió el traje.
Se agachó frente a mí, invadiendo mi espacio, obligándome a mirarlo a los ojos lechosos.
—Querías pureza alquímica. Y obtuviste una maldición histórica. Yo soy la impureza. Y gracias a ti, soy eterno de nuevo.
—¡Vete! —lloriqueé, mi voluntad quebrada por su proximidad física y la revelación de mi propia irrelevancia—. ¡Déjame pudrirme en paz!
El monstruo sonrió. Fue una contorsión de músculos faciales que nunca debieron sonreír.
—Me iré. La peste de tus químicos me ofende. Tengo hambre de sangre viva, no de sopas eléctricas. Y ya he tenido mi aperitivo.
Caminó hacia la ventana rota, dejando que la lluvia lavara el hollín de sus hombros deformes. Se detuvo en el umbral, recortado contra el relámpago.
—Pero la deuda queda, Víctor. Si no me das una novia... tomaré la tuya.
El terror me heló los testículos.
—No te atrevas a tocar a Elizabeth.
—No la tocaré —susurró, y su voz bajó a una frecuencia infrasónica que hizo vibrar mis dientes—. La abriré.
Se giró. No parecía un hombre. Parecía una herida en el mundo que yo había vuelto a infectar.
—Estaré contigo en tu noche de bodas, Víctor. No para matar. Sino para consumar lo que tú no puedes. Voy a desmantelar su adorable anatomía mientras miras. Voy a buscar en su útero la vida que tú no puedes crear en tus frascos. Y cuando termine, entenderás que la biología antigua siempre gana a la alquimia moderna.
—¡Bastardo!
Me abalancé sobre él con el trépano, buscando perforar su cráneo, buscando lobotomizar mi culpa. El golpe atravesó... nada.
Su cuerpo pareció perder cohesión molecular. Se deshizo en una niebla densa y fétida, una nube de partículas virales y odio que se disolvió en la tormenta. Pero antes de desvanecerse por completo, la niebla se condensó una última vez sobre mi mano, fría como el nitrógeno líquido, dejando una marca de escarcha negra en mi piel en forma de garra.
Me dejó solo en la oscuridad, con el corazón de una prostituta muriendo lentamente sobre el plomo y el cadáver de una inocente abierto en canal, comprendiendo al fin que yo nunca fui el cirujano; siempre fui el paciente.