11. Magnum Opus
Nigredo - La Putrefacción Controlada
El bote tocó la arena de la isla con el chirrido de un ataúd arrastrado sobre grava. La sacudida me sacó de mi delirio técnico. Estaba en la isla. Y tenía trabajo que hacer antes de que la rigidez de la muerte cerrara las puertas del cuerpo que acababa de robar. Mi cabaña brillaba arriba, en el risco, no como un refugio, sino como un Atanor gigante, un horno alquímico esperando su combustible. Me detuve un instante para palpar la extremidad de mi adquisición; la rigidez comenzaba a asentarse en las articulaciones menores, cristalizando los fluidos sinoviales. La química de la muerte, la Nigredo natural, avanzaba. Debía apresurarme para interceptarla antes de que la corrupción se volviera irreversible.
Arrastré el cuerpo escaleras arriba, ignorando el dolor en mi propia columna, ignorando que había dejado la tumba abierta como una boca gritando al cielo en la otra orilla. Eso era problema del Víctor del mañana. El Víctor de hoy tenía una cita con el Absoluto.
Entré en el laboratorio azotando la puerta. El aire allí era distinto, un microclima de herejía industrial. No olía solo a ácido y ozono; olía a azufre sublimado, a mercurio vivo y a la ceniza dulce de experimentos fallidos. Era un santuario donde la medicina de la Ilustración se daba la mano con la brujería de la Edad Media.
Coloqué el cadáver sobre la plancha de plomo, el metal de Saturno, el regente de la melancolía y la muerte. El plomo no solo conduce; aísla. Evitaría que las energías parásitas del exterior interfirieran con la Transmutación.
Me dejé caer en una silla, mi cuerpo exigiendo una tregua que mi mente, encendida por la fiebre del descubrimiento, le negaba. La contemplé bajo la luz cruda de las lámparas de arco, que zumbaban con la impaciencia de avispas eléctricas. En el pasado, mi ojo estético la habría rechazado: la cabeza aplastada por el impacto contra el muro del pozo, el rostro una máscara de hematomas púrpuras donde la sangre estancada comenzaba a coagularse. Un brazo presentaba una fractura expuesta, el cúbito rasgando la piel y la seda del vestido como un hueso blanco pidiendo salir. Parecía un naufragio. Pero un naufragio es solo madera esperando ser reensamblada. Y yo no era un carpintero; era un Arquitecto de la Carne.
Tomé el bisturí #22. Su mango no era de acero estéril; estaba forrado en cuero viejo y grabado con los símbolos de la Tabla Esmeralda. “Lo que está abajo es como lo que está arriba”. Mi pulso era el de un muerto. La incisión en Y fue un trazo de caligrafía sagrada sobre pergamino virgen: desde los hombros hasta el apéndice xifoides, y de ahí, una línea recta, perfecta, hasta el pubis. La piel se separó con un suspiro húmedo, revelando la capa de grasa subcutánea, pálida y fría como cera de vela litúrgica.
Era hora del Inventario de Sistemas. Introduje las manos en la apertura, ignorando el crujido obsceno de las costillas flotantes. Mis dedos, enguantados en la sangre fría de la chica, buscaron la verdad estructural. Palpé la columna vertebral desde dentro. Las vértebras lumbares estaban intactas, alineadas como los dientes de una llave maestra. —Palancas de primer orden —murmuré, sintiendo la solidez del calcio—. La mecánica ósea es viable. El fémur derecho tenía una microfisura, pero el periostio aún estaba vivo, capaz de regenerarse si se le aplicaba el ungüento de Consuelda Mayor y polvo de momia.
Albedo - La Purificación
Abrí la caja torácica con el separador Finochietto. El sonido del trinquete clac-clac-clac resonó en el laboratorio como el cerrojo de una puerta dimensional. Expuse los pulmones. Estaban colapsados, pesados, morados por la asfixia y llenos del agua salobre del pozo. —Fuelle inundado —diagnostiqué. Pero la medicina no bastaba. Necesitaba purgar el agua de la muerte.
Conecté un trócar de plata a una bomba de vacío neumática. Mientras aspiraba el líquido fétido, recité en voz baja la fórmula de la Purificación por Aire: “Spiritus, spiritus, exi et purga”. Los pulmones silbaron, recuperando su color rosado pálido a medida que el aire volvía a llenar los alvéolos, expulsando el miasma del ahogamiento. La pleura brilló bajo la luz, limpia. El fuelle funcionaría.
Llegué al mediastino. El corazón original de la chica era pequeño, un músculo atrofiado por el miedo de la caída, detenido en sístole. Inservible. Lo corté con tijeras de disección y lo arrojé al cubo de desechos con un sonido húmedo y definitivo. El espacio quedó vacío. Un hueco en el centro del ser, un abismo esperando ser llenado.
Caminé hacia la mesa de los frascos, donde mis reliquias flotaban en el Líquido de Embalsamar enriquecido con sales de oro. Saqué el Corazón de Kelly. Pesaba en mi mano como una piedra de molino. Era denso, muscular, una turbina biológica que había bombeado la sangre de una superviviente en el infierno de Whitechapel. Aún conservaba la temperatura del baño maría donde lo había aclimatado. De repente, el músculo se contrajo en mi palma. No fue un latido; fue un espasmo de memoria celular. El corazón recordó el miedo. Recordó la adrenalina de Miller's Court. Se retorció, resbaladizo, como un animal tratando de huir de la mano del carnicero. —Quieto —ordené, apretando los dedos sobre las aurículas—. Tu guerra ha terminado. Ahora sirves a un nuevo amo.
Lo introduje a la fuerza en el pecho abierto. El órgano era demasiado grande para la cavidad de la chica. Tuve que romper dos costillas flotantes para acomodarlo. Encajaba con una obscenidad perfecta, como un parásito anidando en un huésped demasiado joven. —Aquí está tu motor —susurró mi voz, quebrada por la reverencia—. Un motor que conoce el odio.
Comencé la anastomosis. Pero no usé hilo común. Usé suturas de seda negra empapadas en aceite de hipérico y veneno de araña diluido, para estimular la fusión nerviosa. Al clavar la aguja en la aorta de Kelly, el tejido sangró. No icor muerto, sino sangre roja y brillante. La carne de la chica reaccionó al contacto. Los bordes de la incisión se crisparon, intentando alejarse del intruso. Era un rechazo biológico inmediato, un asco tisular. Tuve que usar pinzas de tracción para obligar a las carnes a besarse. Suturé la aorta de Kelly a la aorta de la chica. Conecté la vena cava y las pulmonares. Mis manos volaban, realizando nudos de marinero en arterias de un milímetro, tejiendo la red que uniría dos destinos incompatibles en uno solo.
Citrinitas - El Despertar Químico
Bajé a la cavidad pélvica. El útero de la chica era virgen, no probado, una hoja en blanco. Yo necesitaba una forja que ya hubiera conocido el fuego. Extraje el órgano original y lo sustituí por el Útero de Chapman. Era un tejido fibroso, curtido por la vida y la enfermedad, resistente como el cuero viejo de un grimorio. Al colocarlo, sentí una vibración. El útero estaba caliente. Pulsaba con una hiperemia fantasma, recordando embarazos fallidos y dolores antiguos. Lo conecté a los ligamentos anchos, asegurándome de que la vascularización quedara alineada con los meridianos de energía del cuerpo. —Tú no gestarás niños mortales —le prometí al órgano mientras suturaba los vasos ilíacos—. Tú serás el crisol de una nueva raza. La matriz alquímica.
Finalmente, en el retroperitoneo, inserté el Riñón de Eddowes. Lo necesitaba para filtrar las toxinas del Azoth. La sangre que correría por estas venas no sería agua; sería una solución electrolítica cargada de metales pesados y electricidad estática. Un riñón normal colapsaría en minutos. El de Eddowes, endurecido por la ginebra barata y la mala vida, aguantaría el veneno como un veterano de guerra.
Me alejé un paso. Miré el conjunto. Ya no era la chica del pozo. Ya no eran las prostitutas de Londres. Era una Quimera Industrial. Un mosaico de tragedias individuales soldadas a la fuerza en una sola obra maestra de la ingeniería hermética. La carne estaba fría, inerte, pero los sistemas estaban integrados... o al menos, atrapados juntos. La tubería estaba conectada. Los pistones estaban en su lugar, aunque parecían vibrar con una tensión estática, listos para rechazarse mutuamente en el primer segundo de vida.
Solo faltaba la chispa.
Fui hacia el alambique central. Allí descansaba el Azoth. El Flogisto Líquido. La Quintaesencia biológica que mis predecesores —Paracelso, Agripa, el mismo Prometeo— habían buscado en vano. Brillaba dentro del cristal con una luz propia, iridiscente, moviéndose como mercurio vivo. —No hay posibilidad de error —recité, mi voz temblando por la fiebre de la privación de sueño y la intoxicación por vapores—. He corregido a la naturaleza. He superado a Dios. Ya no es alquimia; es ingeniería divina.
Conecté los sistemas de flujo. Mis manos, manchadas de tierra de cementerio y sangre seca, se movían con la precisión de un sacerdote en pleno sacrificio. Unté sales sidéricas y pasta conductora de plata a lo largo de los meridianos nerviosos del cuerpo roto, trazando líneas que brillaban bajo la luz eléctrica como cicatrices de plata. Canalicé destilados de semilla verdadera —un compuesto de células madre, fósforo y mi propia sangre— directamente a sus arterias carótidas mediante cánulas de vidrio soplado.
Bebí medio litro de láudano directamente de la botella para acallar el temblor de mis manos. El opiáceo enturbió mi moral, anestesiando la culpa, pero afiló mi propósito hasta convertirlo en una aguja. Tatué en la frente de mi creación, justo sobre la fractura craneal donde el hueso se había hundido, el símbolo final: el Uróboros alquímico, el dragón devorando su propia cola. El ciclo infinito de materia y energía. No era tinta; era una mezcla de carbón y nitrato de plata que ardería al paso de la corriente, marcando la carne para siempre.
Dos pasos más. Conecté el cable principal, un umbilical voltaico de cobre grueso recubierto de caucho, directamente al electrodo de platino implantado en su mediastino, tocando el corazón de Kelly. De allí partiría el rayo, el fuego robado, el ánima que transformaría esa carne machacada y cosida en un templo vivo.
Transmigración de almas mediante electrólisis.
El cuerpo de la joven era solo el andamiaje; la energía sería el arquitecto. El cielo afuera rugió, una respuesta simpática de la atmósfera cargada de iones. La tormenta estaba lista, convocada no por la meteorología, sino por la necesidad dramática del universo. Yo estaba listo. Al fin, alguien había tenido la audacia de corregir el error de la Creación.