I. Memoria del Polvo

No moríamos; nos calcificábamos. 

Y todo comenzó con una mentira patriótica. El olvido fue la primera hambre. No ese vacío vulgar que te gruñe en el estómago, sino una aridez existencial que te lija la lengua y te llena la boca con el sabor de la ceniza de tus propios muertos. Esa hambre nació el día que el General se marchó con los últimos caballos, prometiendo que la División volvería con provisiones antes de las lluvias. —Guarden la plaza —dijo—. San Bartolomé es la llave de la Sierra. Nosotros, en nuestra inmensa y estúpida lealtad de campesinos armados, le creímos. Guardamos la plaza. Guardamos el silencio. Pero las lluvias no llegaron, y el General tampoco. El país allá abajo, en el valle, firmó tratados y olvidó sus guerras, pero a nosotros nos borraron del mapa.

Nuestro pecado fue la obediencia. El castigo no fue la muerte; fue la anulación. Nos dejaron aquí, colgados como una costra en la pared de un cañón olvidado de la Sierra Madre, y la tierra, como una madre violada y rencorosa, se volvió nuestra enemiga jurada. Recuerdo el sol de la sierra. No era un astro amigo. Era un ojo de catarata blanca, febril y ciego, clavado en el cenit sobre los desfiladeros. No calentaba; cocía. Sentíamos nuestra propia dermis crujir y agrietarse, imitando con precisión forense la sequedad del suelo de adobe bajo nuestros pies descalzos, convirtiéndonos en mapas vivientes de la agonía.

El aire que respirábamos no era aire. Era polvo de minas agotadas y tierra roja. Se nos metía bajo los párpados—un grito microscópico y arenoso—haciéndonos llorar lágrimas de lodo sucio. Lo tragábamos. Era una comunión involuntaria con el polvo de nuestros ancestros revolucionarios y la profecía de nuestros futuros cadáveres. Sazonaba las raíces amargas, retorcidas como dedos de bruja, que arrancábamos de la tierra muerta. El único sonido era el lamento del viento encajonado en la barranca, un aullido seco, de lija contra hueso, que arrastraba los sollozos de madres acunando bultos que pesaban como ancianos y miraban con ojos de mil años.

Vimos la arquitectura del hambre en el rostro de José, el último sargento. Él era nuestro silencio encarnado. Su espalda, un arco de tensión insoportable, cargaba la gravedad de la traición y de cada uno de nuestros huesos. No hablaba de esperanza; la esperanza era una mentira cruel, una obscenidad política, un lujo que requería una saliva que ya no teníamos.

Nunca supimos de dónde vino el Padre Elías. Quizás fue un cristero huyendo del gobierno, o un misionero loco perdido en la geografía del diablo. Fue un tumor en el paisaje, un susurro maligno en el viento que bajaba del norte. Lo que encontró en la cueva, esa cicatriz purulenta en la montaña donde los antiguos escondían su plata, es una historia que tejimos después para no volvernos locos. Un cuento febril para vestir al horror de mito. Decíamos que las paredes de esa cueva sudaban un frío que no era agua, sino un relente biológico que se te pegaba a la piel como aceite. Que el aire olía a poder rancio y a la carne de un matadero olvidado hace siglos. Y que en su corazón, sobre un altar de piedra negra y grasienta, yacía algo. Un cuerpo. Emitiendo una luz pálida, de luna ahogada en formol. Incorrupto. Un milagro o una blasfemia. La línea divisoria había desaparecido en estas montañas.

Nosotros solo lo vimos a él, al Padre, cuando ya era demasiado tarde para salvar nuestras almas. Lo encontramos bajo un mezquite seco, cuya sombra era una burla en el pedregal. Su sotana estaba hecha jirones, una bandera negra de rendición. Pero su cuerpo... Dios mío... su cuerpo estaba lleno. En medio de la hambruna de la sierra, donde hasta los coyotes morían de sed, él era una obscenidad de carne sana, túrgida. Una afrenta violenta a nuestra miseria. La piel, de una palidez cerosa, casi de látex húmedo al tacto, se estiraba sobre sus miembros con una tensión insoportable, brillante, casi translúcida. Podías ver, bajo esa membrana de reptil, una luz fría, azulada, que pulsaba débilmente, un ritmo cardíaco que no era sangre, sino... otra cosa. Una serenidad terrible, inhumana, le había vaciado las cuencas de los ojos. Eran dos pozos de una calma abisal, pozos ciegos de algo que ya no recordaba qué era el hambre. De su boca entreabierta, donde sus labios parecían hinchados como sanguijuelas saciadas, goteaba una saliva espesa, oleosa, un néctar corrupto. Y de esa garganta brotaba un murmullo constante, un clic-clic húmedo. Un rosario de sílabas rotas donde el latín de una misa sagrada se pudría y se convertía en el siseo de una serpiente tejiendo un hechizo antiguo, anterior a la Cruz.

Y la esencia que desprendía... Nos golpeó como un muro físico. No, nos invadió. Violó nuestras fosas nasales y nos llenó la boca con un sabor a piedra mojada, a cobre de mina y a carne cruda guardada en oscuridad por eones. Un poder rancio, y un dulzor enfermizo... como flores de velorio pudriéndose en tu propia garganta bajo el calor de agosto. Nos quedamos paralizados. El hambre en nuestras tripas aullaba. Era un ácido corrosivo, un calambre que nos doblaba, una bestia rabiosa arañando el interior de nuestros estómagos para salir y devorar. Pero un miedo más antiguo, un instinto reptiliano que nos advertía de la presa envenenada, nos clavaba al suelo. El aire se quedó quieto, asfixiado. El único sonido era el de nuestra propia respiración—un jadeo seco, colectivo, de animales acorralados—y el murmullo blasfemo que goteaba de los labios del Padre. El hambre era la bestia. El miedo era la cadena. Pero la cadena estaba hecha de polvo y lealtades muertas. Se oxidaba. Se rompía.

Fue José, el sargento leal, quien la rompió. No caminó. Se arrastró esos últimos pasos, la dignidad militar abandonada, moviéndose como un insecto hacia una luz letal. Lo vimos extender una mano temblorosa, esquelética. No para atacar. Para tocar. Para verificar la realidad de la carne. Recuerdo el instante exacto, el microsegundo en que sus dedos sucios de tierra y pólvora vieja rozaron la piel inmaculada del Padre. Era fría. No era el frío pasivo de la muerte; era el frío activo de la piedra de un pozo profundo, una termodinámica inversa que chupaba el calor de lo vivo. Y estaba... tensa. Vibrante. Como la piel de un tambor lleno de líquido a presión. Vimos un espasmo eléctrico recorrer el brazo de José, como si una corriente helada lo hubiera mordido hasta el hueso. El Padre no se movió. Sus ojos vacíos siguieron fijos en un cielo azul impasible que nos había ignorado por años. Era una ofrenda. Un sacrificio inverso. José se giró y nos miró. No tuvo que dar la orden. Su mirada, vacía de humanidad y llena de necesidad, encontró la nuestra. Y en el pozo negro de nuestra hambre compartida, encontró su permiso. Encontró la complicidad de los traicionados.

Llevarlo de vuelta al pueblo fue una procesión fúnebre al revés. No llevábamos un cuerpo a su tumba para que descansara; llevábamos una tumba a nuestras casas para abrirla. Pesaba más que un hombre. Pesaba como si estuviera lleno no de órganos y sangre, sino de tierra húmeda, mercurio y secretos antiguos de la sierra. Nuestras manos—las manos de todos, manchadas y temblorosas—lo tocaron para cargarlo, como hormigas transportando una presa gigante. Sentimos esa frialdad antinatural filtrarse en nuestras palmas, esa carne densa que no cedía, que repelía nuestro calor. En ese contacto, el pecado dejó de ser solo de José. Se volvió nuestro. Una comunión táctil y viral. Ya no había inocentes ni soldados. El pacto estaba sellado en la piel. Mientras caminábamos bajo el sol verdugo, arrastrando nuestra presa sagrada por las calles de adobe desmoronado, vimos a las mujeres y a los niños asomarse a las puertas oscuras de las chozas. Vimos en sus ojos la misma guerra civil que acabábamos de librar: el asco visceral luchando contra una esperanza terrible y caníbal. La humanidad retrocediendo ante la bestia que pedía, a gritos silenciosos, ser alimentada. Nadie gritó. Nadie lloró. Solo nos vieron llegar, cargando nuestro milagro monstruoso. No llevábamos un cadáver. Llevábamos la respuesta a nuestras plegarias torcidas. Llevábamos el sacramento que nos daría un día más de vida en este infierno de piedra, y una eternidad de condena.

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II. La Eucaristía de la Grasa y la Corte Marcial del Hambre