II. La Eucaristía de la Grasa y la Corte Marcial del Hambre
La primera vez que el olor a carne humana cocinándose saturó el aire estancado de la Sierra, no trajo alivio. Trajo una náusea marcial. No era el aroma de un asado cualquiera. Era un perfume denso, dulzón y grasiento, una neblina de lípidos quemados y almizcle rancio que se adhería a la mucosa de la garganta, que violaba los poros de la piel y hacía que la saliva brotara ácida, química, amarga de pura y bestial necesidad. Nos reunimos alrededor del fuego no como una simple manada, sino como un pelotón que ha roto filas. Éramos soldados olvidados con las pupilas dilatadas brillando en la oscuridad, reflejando la grasa que goteaba sobre las brasas con un siseo obsceno. En el silencio sepulcral, solo se escuchaba el crip-crap de la piel del misionero rompiéndose por el calor y el rugido de nuestros propios estómagos—un coro de barracas vacías exigiendo ser llenadas.
María, con manos de intendente manchadas de hollín, repartió los primeros trozos. Recuerdo el mío: una porción de muslo, caliente hasta la quemadura, la dermis cerosa y chamuscada crujiendo bajo la presión ansiosa de mis dedos. El primer bocado fue el descenso al infierno. Mi mente, todavía anclada en la vieja moral castrense y católica, gritaba traición. Mi garganta se cerró en un espasmo, el reflejo del vómito luchando por rechazar el milagro blasfemo. Pero el cuerpo... ese glorioso y traidor mecanismo biológico, ya se había rendido. Metí la carne en mi boca. La textura era una confusión atroz. Firme y fibrosa en la superficie, pero deshaciéndose por dentro en una pasta suave, casi gelatinosa. Un jugo espeso, salobre y perturbadoramente dulce—como si la carne hubiera sido marinada en miel negra—me inundó la cavidad bucal. Comimos con los ojos cerrados, masticando despacio, en posición de firmes espirituales, como si la oscuridad de los párpados pudiera ocultar nuestra vergüenza ante el Dios de los ejércitos.
Y con cada deglución, sentimos un fuego líquido, una radiación biológica, recorrer nuestras venas colapsadas. No era calor térmico. Era una invasión. Era la energía de una entidad superior reescribiendo nuestro código genético, empujando el frío de la muerte hacia atrás con violencia. Era el parásito encontrando, por fin, un cuartel dispuesto. Esa noche, por primera vez en meses, dormimos sin soñar con la orden de retirada que nunca llegó. Dormimos el sueño pesado de la tropa saciada.
La salvación duró lo que dura una fase lunar. Luego, no regresó el hambre. Regresó la abstinencia. No era la carencia que habíamos conocido, esa que roe el estómago vacío en las largas marchas. Esto era patología. Era una voz en el plasma, un coro viral cantando en nuestras arterias una canción de un solo verso. Era una comezón subcutánea. Sentíamos como si insectos de vidrio intentaran salir desde la médula de los huesos hacia la piel. Una necesidad eléctrica que se retorcía detrás del nervio óptico y convertía el mundo entero en un menú estratégico. El hambre ya no suplicaba; daba órdenes. Y no pedía maíz ni raíces. Susurraba, con la voz del Padre Elías, el recuerdo de la textura prohibida.
Nuestra anatomía comenzó a rebelarse. Las encías nos dolían con un dolor punzante y arquitectónico, como si esquirlas de pedernal estuvieran empujando desde la raíz, como si la mandíbula estuviera intentando ensancharse para acomodar una mordida más letal. Un regusto metálico—el sabor constante a casquillos de bala oxidados y sangre vieja—llenaba nuestra saliva, ahora espesa como el aceite de motor. Empezamos a mirarnos de verdad. Sin el velo del compañerismo. Nuestros ojos, reconfigurados por la necesidad, ya no veían camaradas, ni sargentos, ni hermanos de armas. Veían mapas de calorías. Veían la densidad muscular bajo la guerrera raída. Seguían el trayecto azulado de la yugular latiendo en el cuello de un teniente. Se detenían, con una precisión forense, en la curva suave y comestible de la mejilla de una soldadera. El pelotón se fracturó en una nueva dicotomía: Nosotros y el Suministro.
Cuando los viajeros llegaron—dos sombras exhaustas recortadas contra el crepúsculo violeta de la sierra—no vimos hombres. Vimos la respuesta biológica a una plegaria química. Venían del valle. Del lugar donde se firmaron los tratados. Del lugar que nos borró. Vimos costillas. Vimos muslos. Vimos un milagro de carne tibia y sangre oxigenada por la paz que nosotros no teníamos. No hubo plan de ataque. No hubo orden de fuego. Fue un movimiento de colmena. Un mecanismo de relojería táctico hecho de cien cuerpos sincronizados por el mismo parásito, deslizándose desde las sombras de las casas de adobe como una marea de aceite negro. Los rodeamos. Rompimos el cerco. El olor de su sudor limpio, el olor a vida no corrompida y a jabón de ciudad... era un perfume que nos intoxicó, nos volvió locos de rabia y deseo. Y bajo ese olor... el aroma más dulce, la feromona suprema: su miedo confuso y civil.
Recuerdo el sonido de su sorpresa ahogada. El primer grito, cortado en seco cuando las manos de José, el Sargento—nuestras manos, todas las manos, unidas en una sola garra disciplinada—los arrastraron hacia la oscuridad de la bodega de granos. Hacia el altar de piedra grasa.
Pero Samuel... Samuel vio hombres. Samuel fue el error en el sistema. Se quedó paralizado, aislado de la colmena. Su rostro, una máscara de incredulidad pálida que se quebró en horror absoluto. Se dobló y vomitó. Un espasmo violento de bilis amarilla y comida de gente libre que salpicó el polvo sagrado. El olor agrio de su humanidad, de su moral intacta, luchando contra la verdad biológica de la sierra. Y entonces se plantó frente a nosotros, su cuerpo delgado temblando como una hoja en el huracán, sus ojos llenos de lágrimas de una rabia inútil. —¡NO! —gritó—. ¡Son soldados, por Dios! ¡Son hombres! Su grito no fue de un hombre. Fue el aullido final de nuestra propia conciencia moribunda. Fue una acusación de deserción moral, una blasfemia estridente contra nuestra nueva fe. Samuel era un espía de la normalidad, un cáncer benigno que debía ser extirpado por el bien de la unidad.
Lo que le hicimos a Samuel no fue un asesinato. Fue una ejecución sumaria. Fue apagar una luz que lastimaba nuestros ojos adaptados a la oscuridad de la trinchera. Lo rodeamos en silencio. No con ira, sino con la pesada certidumbre de la cirugía de campo. Sentí el peso de su cuerpo luchando en mis brazos, el calor frenético de su miedo desesperado vibrando contra mi piel, que ya estaba fría por la hipotermia de la infección. Recuerdo el momento exacto en que sus últimos hilos de cordura se rompieron. Fue cuando miró al Sargento José a los ojos. Cuando vio en nuestras pupilas dilatadas no a los héroes de la revolución, no a su gente, sino el reflejo vacío, paciente e infinito del hambre. Vio el matadero reflejado en nosotros. Dejó de luchar entonces. Su alma se rindió antes que su cuerpo. Se quedó flácido, un muñeco de trapo roto. Recuerdo sus ojos, inmensamente abiertos, escaneando nuestros rostros mientras lo arrastrábamos al centro, buscando un rastro de honor militar que ya había sido digerido semanas atrás. No suplicó. Quizás entendió, con una clarividencia final, que ya no éramos los soldados que él buscaba. Éramos la Especie Nueva.
El primer corte lo hizo José, con su cuchillo de monte, pero la voluntad de todos guió el filo. Sentí la resistencia elástica de la piel de su garganta—una piel que olía a libertad—y luego el sonido. Un zzzzzip húmedo y suave que silenció al viento de la barranca. Un géiser de sangre arterial, caliente y pegajosa, nos roció. No nos manchó. Nos condecoró. No fue una salpicadura; fue una unción. Sentí el calor en mi mejilla, el sabor ferroso en mis labios secos. Y en ese acto compartido, en esa profanación comunal, la última barrera cayó. La lealtad al General murió; la lealtad a la Carne nació. Desmembrarlo fue nuestra primera maniobra de anatomía aplicada. Aprendimos el peso resbaladizo y denso de un corazón humano, la textura esponjosa de un hígado, el crujido húmedo y satisfactorio de una costilla al ser arrancada de la columna vertebral.
Esa noche, mientras la carne de Samuel siseaba y goteaba grasa sobre las llamas, nadie cerró los ojos. Lo miramos arder con adoración marcial. Y cuando comimos, lo hicimos mirándonos fijamente los unos a los otros, con las bocas brillantes de aceite y sangre. Su carne nos hizo más que hermanos de armas; nos hizo cómplices celulares. Y su sangre escribió, en el suelo sucio de la bodega, la primera y única ley de nuestro nuevo código: O eres camarada, o eres suministro.