IV. La Sangre Nueva

Y vimos nacer a los primeros reclutas de nuestra nueva sangre. Al principio, fue una alegría perversa, un autoengaño de cuartel. El sonido del llanto de un recién nacido rompiendo la estática de la Sierra nos pareció una victoria estratégica. Una prueba biológica de que el regimiento, incluso aislado y profanado, tenía futuro. Estábamos ciegos. No eran como nosotros. Nosotros llevamos el recuerdo del pan de maíz y la culpa católica como una esquirla de metralla en el cerebro. Llevamos la memoria de la traición del General. Nuestra hambre es una cicatriz sobre una herida de vergüenza patriótica. Ellos no. Ellos nacieron del festín, no del sitio. La infección, para nosotros, fue una fiebre adquirida en campaña, un parásito invitado. Para ellos, era su constitución política. Era el aire seco de la barranca que respiraban. Era la leche que mamaban. El hambre en sus ojos no era un eco; era una orden de ataque silenciosa.

Crecían a una velocidad que desafiaba la medicina y abrazaba la monstruosidad táctica. Sus huesos se densificaban bajo la piel pálida con una rapidez alarmante. Había una crueldad tranquila, casi zen, en sus juegos infantiles que nos helaba la sangre. No jugaban a los soldaditos ni a la revolución; jugaban a la interrogación y a la disección. Los veíamos acechar lagartijas y roedores entre los adobes, no con la torpeza motriz de un niño, sino con el sigilo hidráulico de una unidad de élite. No las mataban por juego. Las desarmaban. Un chasquido limpio, seco y estudiado para romper las columnas vertebrales sin dañar los órganos vitales. Querían ver cómo funcionaba la maquinaria de la carne antes de consumirla.

Nos miraban trabajar en la bodega, en el Cuartel General. Miraban a los "Intendentes" y al "Suministro" con la misma mirada gris y calculadora. Sus mentes jóvenes no veían rangos, ni medallas oxidadas, ni lealtades pasadas. Solo veían dos categorías existenciales: Arsenal y Combustible. En ellos, la maldición no era una carga. Era su derecho de nacimiento.

Recuerdo al primero. Benjamín. El hijo del Sargento José y la Intendente María. El Cadete del Infierno. Sus primeros dientes no fueron perlas de leche. La encía se abrió como una trinchera para revelar puntas afiladas, serradas, como astillas de pedernal o dientes de barracuda. Hicieron sangrar el pecho de su madre. Y María... María no lloró de dolor. Lo miró, con la sangre arterial brotando de su pezón y mezclándose con la leche blanca en una espuma rosada, con una extraña mezcla de orgullo marcial y terror religioso. Benjamín no succionaba; drenaba. Bebía el cóctel de vida y dolor con los ojos abiertos, fijos en los de ella, estableciendo la cadena de mando desde la lactancia.

Vimos a ese niño crecer. Silencioso como un francotirador. Observador como un espía. Sus ojos oscuros seguían el trabajo de los Carniceros. No con curiosidad infantil. Con validación técnica. El día que la jerarquía se rompió, uno de los Coyotes trajo un perro cimarrón, una bestia de músculo y rabia que había estado merodeando el perímetro. Antes de que nadie pudiera reaccionar con las cuerdas, el pequeño Benjamín, de no más de siete años, se había movido. Fue un borrón. Una maniobra de combate cuerpo a cuerpo perfecta. Su mano pequeña, con dedos que parecían de acero forrado en seda, se cerró en torno a la garganta del animal. El perro intentó morder, pero Benjamín no se inmutó. Apretó. Escuchamos el crujido de la laringe del animal colapsando, un sonido húmedo de cartílago triturado. El perro dejó de gruñir; solo jadeaba aire que no llegaba. Y entonces, sin soltar a la bestia que colgaba inerte pero viva de su mano, Benjamín miró a su padre, el Sargento José. No buscaba aprobación paterna. No buscaba una medalla. Con la otra mano, trazó una línea invisible sobre el vientre del animal, justo debajo de las costillas flotantes. Buscaba confirmación sobre la incisión reglamentaria.

José, el hombre que había mantenido la disciplina del batallón en el infierno, dio un paso atrás. Por primera vez, vi temblar la máscara de Lobo. Benjamín sonrió. Y en esa sonrisa, llena de dientes demasiado grandes para su boca, vimos la verdad de nuestra situación. Creíamos haber domado a la bestia, dándole un reglamento militar y un rito para controlarla. Solo le habíamos construido una academia. Habíamos criado a los Soldados Superiores que la Revolución nunca tuvo.

Esa noche, Benjamín no esperó el rancho. No comió de la carne de los forasteros cocinada. Comió del perro, crudo, caliente, bajo la mirada atenta de los otros niños que formaban un círculo silencioso, una escolta pretoriana a su alrededor. Nosotros, los Fundadores, la Vieja Guardia, los mirábamos desde las sombras de las arcadas. Sentí la mirada de Benjamín cruzarse con la mía. No vio a un tío. No vio a un veterano. Sus ojos bajaron a mi cuello, donde la arteria carótida latía con el ritmo del miedo. Calculó el peso. Calculó el sabor. Calculó el tiempo que me quedaba antes de ser dado de baja.

Habíamos construido un futuro para San Bartolomé, sí. Pero ya no nos pertenecía. Nosotros éramos la tropa regular, los que esperan órdenes que nunca llegan. Ellos eran la Fuerza Especial. Ellos eran el Apocalipsis que baja de la montaña. Y la despensa... la despensa se estaba quedando pequeña para su hambre. Pronto, muy pronto, mirarían hacia los oficiales. La Revolución no había terminado. Apenas comenzaba, y esta vez, el enemigo éramos nosotros.

Anterior
Anterior

III. El Evangelio de las Máscaras