III. El Evangelio de las Máscaras

La ejecución de Samuel fue nuestra acta de independencia; lo que vino después fue la reorganización del regimiento. El horror, para no devorar nuestra disciplina, exigía un reglamento. Necesitaba una logística para disfrazar la matanza de operación táctica. Fue María—quien alguna vez remendó uniformes y cargó carrilleras—quien decodificó el nuevo evangelio. La observé una noche, con las pupilas dilatadas y fijas en la danza hipnótica de las brasas del cuartel, y supe que su tímpano vibraba con una frecuencia que nosotros no captábamos. No escuchaba a Dios ni al General. Estaba sintonizando la estática de la Sierra, la voz ronca y exigente de la necesidad biológica.

Fueron sus manos—manos endurecidas por la pólvora y la aguja—las que cosieron la nueva piel del batallón. Recuerdo el olor del taller improvisado: cuero viejo de monturas abandonadas, curado en una mezcla de salmuera, orina y miedo destilado. La forma en que sus dedos, firmes y sin temblor, perforaban la piel muerta para tejer una nueva cara para nosotros. Una prótesis de identidad diseñada para ocultar al soldado traicionado y dar permiso a la bestia. Una jerarquía de talabartería: La máscara de Lobo para los Carniceros, la fuerza de choque, los sumos sacerdotes de nuestro templo de vísceras. La máscara de Marrano para los clientes, un recordatorio perpetuo de su naturaleza: gorda, pasiva, civil. Ganado que come ganado.

Ponerse la máscara por primera vez... no fue un disfraz. Fue un ascenso de rango. Fue sentir la rigidez del cuero frío contra mi rostro, una segunda dermis que apretaba y moldeaba. El olor de mi propio aliento, caliente, húmedo y rancio, reciclado dentro de ese pequeño infierno privado. El mundo se redujo a un túnel de visión táctica. La vista, borrosa a través de agujeros mal cortados; el sonido, amortiguado por el latido de mi propia sangre en los oídos. El hombre que cruzaba el umbral de la bodega moría en la entrada. Dentro, éramos solo dientes, tendones y función. El rostro del suministro dejaba de tener historia. La carne se despojaba de su nombre y rango. Era solo proteína esperando liberación.

María nos dio el uniforme; el Sargento José nos construyó la Catedral. La vieja bodega de granos se transfiguró en nuestro Cuartel General. El aire allí dentro era siempre un grado más frío que la muerte, inmune al sol verdugo del exterior. Olía a piedra mojada, a hierro oxidado de armas viejas y al perfume perpetuo y cobrizo de la hemoglobina. Un olor a sangre vieja que saturaba el mortero de las paredes, imposible de lavar. José no nos enseñó el oficio de carnicero; nos enseñó estrategia anatómica. Lo veíamos, con la máscara de Lobo proyectando una sombra dentada bajo la luz de un solo farol de aceite. Con la punta de su cuchillo de monte, trazaba los mapas secretos que Dios dibujó bajo la piel, como si explicara un plan de ataque sobre un mapa topográfico. La espiral áurea de un músculo en el muslo. Los ángulos defensivos de la caja torácica. La simetría húmeda y obscena de los órganos brillando en su nido visceral. —Nada de esto es azar, reclutas —nos susurraba, su voz distorsionada por el cuero, sus ojos brillando con una lucidez terrible—. Es el terreno que debemos conquistar.

El acto de desmembrar ascendió a maniobra militar. Cada corte, una ejecución sumaria. Aprendimos la Ley del Desperdicio Cero, propia de un ejército sitiado. Los huesos se apilaban, lisos, pesados y amarillentos, esperando el torno para convertirse en herramientas. La piel humana, curtida y estirada, se usaba para remendar las propias máscaras que nos definían o para forrar las bitácoras del infierno. Los órganos se conservaban en salmuera dentro de tinajas de barro: munición biológica flotando en un líquido amniótico turbio. Muchachos con cubetas de agua se movían en una danza perpetua, sus pies descalzos chapoteando en el piso pegajoso, empujando la marea roja hacia un canal improvisado que alimentaba la tierra negra del exterior. Pero el olor metálico ya no era externo; estaba en nuestros uniformes, en nuestros poros.

Al principio, la distribución fue comunal, como el rancho de la tropa. Pero el hambre, como el poder, detesta el vacío y adora la jerarquía. La naturaleza humana, incluso infectada, es un nido de rencores. Vimos la envidia tóxica en la mirada de quien recibía un trozo con más cartílago que carne. Para mantener la disciplina en las filas, inventamos la Economía de Trinchera. Creamos la divisa. Recuerdo el tacto de los Pesos de Hueso. Pequeños discos pulidos por el roce constante de dedos ansiosos, lisos, fríos y con el peso específico de la muerte. Tallados con un sol negro en el centro. Extraídos de las falanges de los enemigos caídos. Cada peso era un eco táctil. Un dedo. La paga que el Gobierno nunca nos mandó. Un peso por un kilo de corte primario. Un juego de pesos por un hígado sano. Nuestra economía nació de los muertos, una contabilidad escrita en calcio para alimentar a los que morían lentamente esperando una revolución que ya no existía.

Pero el hambre es un comandante insaciable, y la Sierra, una cosecha incierta. La infección exigía expansión. Nos empujó más allá del último tabú. Dejamos de ser una guerrilla estática. Evolucionamos a una fuerza de ocupación. Vimos el nacimiento de las Divisiones Especiales:

Los Coyotes: Hombres y mujeres que ya no olían a sangre, sino a polvo, distancia y frontera. Se movían en la noche como avanzadas de reconocimiento. No mataban; recolectaban. Conocían los caminos de la sierra mejor que nadie. Usaban el miedo y nuestra creciente leyenda negra como un arma de arreo. Sus máscaras eran de Coyote, el animal que cruza los límites. Sus ojos, fríos y calculadores, evaluaban el peso vivo de la presa a cien metros. Eran nuestros espías en el mundo de los vivos.

Y con ellos, la blasfemia definitiva: los Intendentes. Su deber era la logística de la agonía. El Cuerpo Médico del infierno. Mantener la carne viva, hidratada y en stasis. Alimentaban a los forasteros en corrales ocultos en los pliegues geológicos de la barranca. Les curaban las heridas con manos suaves y mentirosas. —Coman, paisanos —susurraban con ternura falsa—, deben reponer fuerzas para cruzar la sierra. Engordándolos para el matadero. Eran carceleros de una despensa que respiraba, lloraba y suplicaba. Sus máscaras eran de Hormiga. Sin expresión. Pura eficiencia insectoide. El horror de la burocracia desalmada aplicado a la biología.

Y en el Sanctum Sanctorum de nuestro Cuartel, en la sala más fría, silenciosa y secreta, nació nuestro tesoro estratégico. Esa cosecha no era para la tropa rasa. Era la ración de combate reservada para el Estado Mayor: José, María, el Carnicero Mayor y la Anciana Augur. Creíamos—necesitábamos creer con desesperación patriótica—que al consumir la carne más virgen, absorbíamos el futuro que nos habían robado. Allí, en los cuneros improvisados con cajas de munición vacías, arrullados por el eco distante de las sierras cortando fémures, estaban los pequeños. El fruto más exquisito de nuestra industria abominable. Carne blanca, sin memoria de guerra ni pecado, reservada para los caldos de la élite. Nuestra esperanza nutricional. Nuestra más absoluta, pesada y eterna condena marcial.

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