La Niña del Azufre


​La Procesión del Frío

La ciudad no estaba muerta, simplemente había sido criogenizada. La víspera de Fin de Año descendió sobre las calles como una mortaja de encaje sucio, pesada, húmeda, apestando a pólvora gastada. El viento operaba con precisión quirúrgica. Era un carnicero de aire comprimido afilando sus bisturíes en las aristas victorianas, buscando piel expuesta para necrosarla, convirtiendo la biología suave en escultura de hielo gris.

​La Pequeña caminaba, o tal vez flotaba. Sus pies, envueltos en trapos de lino podrido, habían abdicado de su función nerviosa hacía horas. El dolor agudo de la congelación —esa alarma vulgar de la carne— se había silenciado. En su lugar, llegó la hipoxia eufórica: un zumbido dulce y almibarado en el oído interno. Su sangre, espesándose como aceite de motor frío, le susurraba que cerrara los ojos. La gravedad se volvió una sugerencia amable. La narcosis blanca inundó su lóbulo frontal.

​En el bolsillo de su delantal, rígido por la mugre y el hollín, llevaba la Eucaristía: una botella de plástico abollada con un líquido ámbar, viscoso y prohibido; y un encendedor barato que pesaba en su mano con la densidad de una promesa divina.

​Buscó refugio en una garganta urbana, un callejón estrecho donde la oscuridad se coagulaba como sangre vieja en el desagüe de un matadero. Allí, entre la arquitectura de la desolación y los contenedores sudando escarcha, encontró el Milagro.

​Para la óptica forense, aquello era un residuo biológico: un vagabundo, un túmulo de harapos fermentados en alcohol metílico y orina, ovillado en posición fetal para conservar el último rescoldo de calor animal. Una pila de basura respirando con estertores húmedos. Pero los ojos de la Pequeña, velados por la isquemia cerebral, impusieron una nueva realidad sobre la materia. La pareidolia de la fiebre reescribió la anatomía. No vio carne ni miseria.

​Vio la arquitectura del Hogar.

​—Oh... —el suspiro escapó de sus labios azules, una pequeña nebulosa de vapor—. Una estufa vieja de hierro forjado. Qué hermosa eres.

​Se arrodilló con la reverencia de una novicia ante un altar en ruinas. Extendió una mano, una garra de hueso y piel traslúcida, y tocó el hombro rígido del hombre. Sus dedos muertos le mintieron piadosamente, ignorando la textura grasienta de la lana y la costra de mugre, transmitiendo solo la solidez rugosa del metal fundido. La estufa estaba apagada. Fría. Hambrienta.

​El hombre gruñó en sueños, un sonido gutural, una cañería atascada por años de sedimentos.

​—Shhh... lo sé, pobrecita —susurró ella, acariciando en la mejilla barbuda la puerta de hierro imaginaria—. Estás vacía. Nadie te ha purgado la ceniza hoy. Qué descuido imperdonable.

​Con solemnidad litúrgica, abrió la botella. El sello cedió con un chasquido. El líquido ámbar —un destilado industrial refinado para la combustión— bañó las ropas del hombre. Empapó el tejido, penetró las capas de suciedad, invadió los poros abiertos. El hedor químico golpeó el aire gélido, una bofetada de toxicidad.

​Pero la mente de la niña, esa gran alquimista del trauma, transmutó el veneno. Su córtex olfativo rechazó la gasolina; registró aceite de cedro, resina de pino y especias. Olía a una Navidad que nunca existió.

​—Bebe —murmuró, ungiendo la leña humana, viendo cómo la tela absorbía el líquido con sed—. Bebe para que puedas cantar de nuevo.

​Su pulgar acarició la rueda del encendedor. La piedra de pedernal rasgó el metal. La chispa saltó, una estrella microscópica bailando en la oscuridad. La química obedeció a la teología. El fuego abrazó al hombre con la posesividad de un amante tóxico. Hubo una implosión sorda, un WHUMP grave que convirtió el rincón sucio en un santuario ardiente.

​El durmiente despertó dentro del infierno.

​El dolor fue absoluto. Se puso de pie en un espasmo, convertido en una columna de fuego bíblica que iluminaba los ladrillos mohosos. Sus alaridos rebotaron en el callejón, agudos, inhumanos; el sonido húmedo de las cuerdas vocales cociéndose, tensándose como alambre hasta romperse.

​La Pequeña se sentó en el suelo, cruzando las piernas con inocencia, y extendió las palmas hacia la llamarada. Sus ojos, dos espejos negros, reflejaban la danza del caos. Ella no vio a un hombre muriendo entre convulsiones, arrancándose la piel a tiras. Vio la puerta de la estufa abierta, y dentro, los leños crepitando, liberando la savia acumulada por años de soledad.

​El hombre cayó de rodillas, golpeando el asfalto. La grasa subcutánea comenzó a hervir bajo la dermis; la piel se separó con el sonido de tocino arrojado al aceite. El olor saturó el callejón: pelo quemado, poliéster derretido y, debajo de todo, el aroma inconfundible, rico y salado, de la carne asada.

​—¡Cómo crepitas! —rio ella, calentando sus manos moradas en la radiación de la biología en combustión—. Qué canción tan bonita. Nunca habías cantado así.

​El leño humano se derrumbó, convulsionando una última vez antes de quedar quieto. Se consumió lentamente, brillando en la oscuridad como una brasa perfecta de hueso y carbono.

​El callejón era ahora el salón más cálido del universo. La niña cerró los ojos, sintiendo cómo el calor devolvía una parodia de vida a sus mejillas.

​—Gracias —susurró al cadáver humeante, que se contraía en la postura del pugilista, con los brazos encogidos y los puños cerrados por la deshidratación de los tendones—. Gracias por calentarme.


La Cocina de Cromo y Vidrio

​El calor del leño tuvo una vida media patética. La carne se sublimó en ceniza gris y el frío —esa entidad geológica y paciente— regresó al instante. No mordió; devoró. Clavó sus dientes de nitrógeno en los tobillos expuestos de la niña, reclamando la propiedad de la médula.

​La Pequeña se levantó, izada por los espasmos de su propia biología en bancarrota. El dolor en su estómago no era hambre; era autofagia. Su cuerpo, privado de glucosa externa, había comenzado a digerir sus propias paredes estomacales. Sentía una segunda boca en el abdomen, masticando sus órganos en busca de combustible fósil.

​Salió del callejón hacia la arteria principal, donde la electricidad zumbaba hostil. Allí, bajo la luz de sodio que parpadeaba con la arritmia de un corazón enfermo, lo vio.

​La realidad —esa costra aburrida— decía que aquello era un deportivo de alta gama, una jaula de fibra de carbono varada con el motor hirviendo. Pero los ojos de la Pequeña, velados por la catarata sagrada de la fiebre, decodificaron la verdad oculta.

​Aquello no era un vehículo. Era una Mesa.

Era un lujoso altar de obsidiana y cromo, servido para el Banquete de Nochevieja prometido en las escrituras del delirio.

​Se acercó, arrastrando sus pies negros sobre la nieve sucia. El suelo crujía como azúcar caramelizada en el piso de una cocina gigante. Dentro del horno blindado, un hombre y una mujer, envueltos en pieles que costaban décadas de vida de la niña, gesticulaban con violencia. La calefacción estaba tan alta que ella sentía el aura térmica traspasando el metal: una radiación de calor densa, con olor a riqueza, a cuero curado y a sangre oxigenada.

​—La cena está servida... —susurró. Su boca, seca como lija, se inundó de una saliva espesa, pavloviana—. Pero le falta... le falta el dorado. La piel está cruda.

​Sus manos, garras de hueso entumecido, sacaron la botella. Quedaba un chorrito de esa salsa mágica, negra y viscosa, derivada de la putrefacción de bosques antiguos. Se acercó a la parrilla del radiador —la rejilla de ventilación del horno industrial—, que bufaba aire con olor a metal estresado y juntas de goma en punto de fusión.

​Con la precisión de un chef de tres estrellas glaseando un asado primordial, vertió el resto. El líquido viscoso lamió el bloque del motor al rojo vivo, buscando el punto de ignición como un amante busca una boca.

​—Cocínate —canturreó, con la inocencia terrible de quien pide un deseo a un dios sordo—. Hazte crujiente. Quiero la piel dorada.

​El motor rugió. No fue un sonido mecánico; fue un laringoespasmo de acero. Hubo una tos seca y luego el WHOOSH sordo de la termodinámica cobrando su deuda.

​El fuego no brotó; floreció hacia adentro. Una flor de loto naranja nació en las vísceras de la máquina, lamiendo el chasis, colándose por los conductos de ventilación hacia la cabina sellada.

​Dentro, la pareja dejó de discutir. La conversación se volvió irrelevante ante la intrusión de la química absoluta. El humo negro, denso y aceitoso, llenó el habitáculo como un pimentón tóxico.

​La niña pegó su cara y sus manos abiertas contra la ventanilla. El cristal estaba tibio, vibrante, delicioso, como la piel de un animal febril. Vio a la mujer golpear el vidrio con sus diamantes.

Clinc, clinc, clinc.

​—Qué impacientes —rio ella, empañando el vidrio con su aliento—. No se golpea la puerta del horno. Se va a bajar el suflé. Escucha cómo chilla la grasa.

​El fuego envolvió el cuero italiano. El olor que se filtraba era una sinfonía atroz: polímeros y proteínas desnaturalizándose. Pero la Pequeña inhaló profundo, llenando sus pulmones podridos. Su mente ejecutó la edición final: borró el olor a plástico y pelo chamuscado.

​Olió ganso.

Olió un ganso obsceno y jugoso, con la piel tostada reventando por el calor, soltando vapores de salvia y mantequilla.

​El hombre se lanzó contra la puerta, accionando las manijas. Pero el sistema nervioso del coche había sufrido un tétanos eléctrico. Los seguros se sellaron con un chasquido de mandíbula trabada. El coche era ahora una olla a presión de carne y pánico. Los gritos, ahogados por el aislamiento acústico, sonaban como el silbido agradable de una válvula de escape.

Mmmm... el borboteo de la salsa espesa reduciéndose a fuego lento.

​La niña lamió el cristal por fuera. Su lengua recogió hollín, pero su cerebro le entregó el sabor salado y umami del gravy.

​—Gracias, Señor, por estos alimentos —rezó en un susurro devoto.

​Dentro, las figuras perdían su arquitectura humana. La grasa corporal alimentaba la mecha en una reacción de Maillard acelerada. Se convirtieron en sombras frenéticas danzando una polca espasmódica. La piel se ennegrecía y se abría, revelando el tejido subcutáneo rojo brillante, justo como un asado perfecto.

​—Gracias por el calor. Gracias por el banquete.

​El habitáculo era una esfera de incandescencia, una estrella contenida en vidrio en la calle oscura. Los transeúntes pasaban rápido, mirando sus teléfonos, ignorando la pira funeraria. La indiferencia urbana formaba un muro de silencio alrededor del ritual.

​Pero ella no. Ella se calentaba las manos en la carrocería que empezaba a brillar al rojo vivo, viendo cómo el ganso terminaba de hacerse.

​Una lágrima se congeló en su mejilla. No de tristeza. De pura gratitud gastronómica. El fuego rugía con el sonido de mil bocas masticando huesos.

​La cena estaba, por fin, en su punto exacto.


La Ascensión Hidráulica

​La botella yacía inerte, un cascarón de polímero exhalando sus últimos vapores, vacía como una promesa olvidad. El coche-horno, aquel altar de sacrificio, había cesado su liturgia. Solo quedaba una carcasa de metal retorcido crujiendo al enfriarse —tic, tic, tic— y un olor dulzón, una mezcla empalagosa de tapicería sintética y proteínas caramelizadas que el viento ártico dispersaba, robándole el calor a los muertos.

​La oscuridad regresó. No cayó suavemente; se cerró sobre la Pequeña como la tapa de un ataúd de plomo. Hermética. Geológica. Final.

​Sus manos, ahora apéndices de madera muerta ajenos a su voluntad, reptaron torpemente dentro del bolsillo. Sus dedos, insensibles como piedras, tropezaron con un artefacto olvidado. No era el encendedor. Era una sola cerilla, un fósforo de seguridad con la madera hinchada por la humedad, un último cartucho de esperanza química.

​—Abuela... —la palabra intentó formarse, pero la laringe estaba sellada por una costra de moco congelado. Solo escapó un bufido de vapor anémico que la entropía disolvió al instante.

​Rasgó la cerilla contra la pared de ladrillo.

​La fricción fue inútil. La cabeza de fósforo se deshizo en una pasta roja y húmeda, un aborto químico sin chispa ni gloria. La termodinámica dictó su sentencia: No hay combustión posible en un cadáver.

​Pero el cerebro de la niña, esa máquina biológica colapsando bajo la hipoxia y la inundación masiva de endorfinas, ejerció su derecho al veto. En un acto de misericordia alucinatoria, su corteza visual encendió la llama que la materia le negaba. El nervio óptico detonó.

​Y con esa luz inexistente, la textura de la miseria se disolvió. El muro de hormigón, un pergamino de orina seca, se volvió translúcido, una membrana de cristal vibrante. Y a través de esa brecha en la carne del mundo, vio venir la Divinidad.

​Dos soles gemelos, orbes de halógeno amarillo y cegador, avanzaban hacia ella cortando la niebla con espadas de luz sólida. Zumbaban con un canto gregoriano profundo, una vibración de bajos infrasónicos —el rugido de un motor diésel de desplazamiento masivo— que le hacía temblar los dientes flojos en las encías necróticas.

​—Abuela... —pensó, y la señal eléctrica resonó en su cráneo como una campana sumergida en aceite.

​La Entidad se detuvo. Era inmensa, una mole de acero pintado de verde municipal, cubierta de residuos orgánicos y gloria. Exhalaba nubes de vapor caliente por sus tubos de escape, como un dragón con indigestión crónica descansando tras la matanza. Olía a aceite hidráulico, a lixiviado fermentado y a ozono, pero el bulbo olfatorio de la niña, en plena falla sistémica, tradujo la señal corrompida:

​Lavanda. Pan de jengibre recién horneado. El almidón crujiente de las sábanas de un hospital celestial.

​De la Luz no emergió una figura humana; la Luz era la figura. Tenía brazos hidráulicos articulados que brillaban con grasa lubricante sagrada.

​—Has tenido mucho frío, mi niña —dijo la Voz. No era humana; era el chirrido de los frenos de aire comprimido liberándose, filtrado por la dulce agonía de la muerte cerebral—. Ven. Sube. Ya no hace falta quemar el mundo. Nosotros nos encargamos del resto.

​La Pequeña intentó sonreír. La piel de sus mejillas, rígida como pergamino, se agrietó con el gesto, abriendo fisuras secas que no sangraron. La sangre ya se había retirado a su núcleo en una retirada inútil.

​—Llévame —suplicó su mente, proyectando el deseo hacia la rejilla cromada que le sonreía con dientes de radiador—. Llévame al calor de las estrellas.

​La figura activó sus servomotores. Hubo un gemido de metal contra metal, el canto de los pistones comprimiéndose bajo miles de libras de presión. La mandíbula inferior del vehículo descendió con una delicadeza monstruosa.

​Ella sintió la elevación. La gravedad, esa cadena odiosa que la ataba al hambre, se rompió. Su cuerpo, ligero como una cáscara de insecto vacía, fue alzado del asfalto, acunado en la frialdad del acero que ella sintió tibio, orgánico, materno. Estaba mezclada con bolsas negras, cartón mojado y restos de la fiesta ajena, pero para ella, eran nubes de algodón.

​Subía. Subía hacia la luz de los faros, hacia el rugido reconfortante, hacia la tolva abierta: esa boca oscura y giratoria que prometía triturar todo dolor hasta convertirlo en silencio.

​—Qué alto volamos, abuela... —suspiró mentalmente, mientras el mecanismo de compactación se activaba con un aullido hidráulico de 3000 PSI.

​La ciudad quedó abajo, con sus coches calcinados y sus hombres convertidos en sebo. Todo eso era microscópico ahora. Entró en la Luz Posterior. Sintió un abrazo apretado, absoluto, una presión que comenzó a reconfigurar su caja torácica.

Crack. Crack.

​—Me aprietas muy fuerte, abuela —pensó con amor cegador—. Pero está bien. Así no me caeré.

​Era el abrazo de una madre infinita, una presión geológica que expulsó el último aliento de sus pulmones y colapsó los espacios vacíos entre sus costillas y su corazón. No hubo dolor, solo una integración estructural. Sus huesos cedieron húmedamente para adaptarse a la forma del contenedor. Se volvió indistinguible de la basura. Se volvió una con la historia secreta de la ciudad.

Hubo Unidad.

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​INFORME MATUTINO DE GESTIÓN DE RESIDUOS (SANEAMIENTO URBANO)

FECHA: 01/01

UNIDAD: Leviathán-4000

OPERADOR: 749-B (Turno de la Resaca)

​El sol de Año Nuevo amaneció pálido, una lámpara de quirófano de bajos vatios iluminando la autopsia de la ciudad. La escarcha cubría el asfalto como una capa estéril de gasa sobre una herida abierta. La unidad de limpieza avanzaba con eficiencia depredadora, sus cepillos giratorios frotando la dermis de la calle, borrando los pecados de la noche anterior: confeti mojado, vidrio de botellas de champán, vómito congelado.

​El operador frenó un momento. No por piedad. Por protocolo.

​Observó el monitor de la cámara trasera en blanco y negro, granulado por la estática. El sensor de carga indicaba una anomalía de densidad en el Sector 4. Bajó la ventanilla, permitiendo que el aire gélido invadiera la cabina climatizada que olía a café rancio, tabaco barato y pino sintético.

​—Central, reportando contaminación en la ruta —dijo con voz monótona, sus mandíbulas trabajando mecánicamente sobre un chicle de menta que había perdido el sabor hace horas. Sus ojos inyectados en sangre barrieron el callejón con la indiferencia de un patólogo forense aburrido—. Residuos textiles y materia orgánica quemada. Hay un vehículo particular carbonizado más adelante. Daños estructurales severos. Parece que la celebración se salió de control.

​Miró por un segundo hacia la prensa trasera.

​Entre la amalgama de basura comprimida, apenas visible antes de que la placa volviera a bajar, sobresalía algo. No parecía una mano; parecía una raíz helada, azulada y frágil, aferrando todavía un palito de madera podrida. El resto del cuerpo ya no era anatomía; era geometría. Había sido procesado, compactado e integrado en el bloque monolítico de la basura municipal.

​El operador masticó su chicle. Hizo un cálculo rápido de papeleo versus horario de almuerzo.

​—No se requiere forense. Es solo... desecho biológico no reclamado —diagnosticó, borrando la humanidad del objeto con una frase administrativa—. Procediendo a la digestión.

​Accionó la palanca hidráulica.

​La maquinaria gimió, un sonido de metal estresado y fluidos negros a alta presión. El bloque no ofreció resistencia; no pesaba nada en la balanza de la ciudad. Fue barrido, empujado y engullido hacia la oscuridad del vientre del camión, donde la niña se mezcló íntimamente con el plástico, las sobras de pavo y el olvido burocrático.

​La calle quedó impoluta. Perfecta.

El semáforo cambió a un verde brillante, permisivo.

La máquina rugió, eructó una columna de humo negro satisfecha, y siguió avanzando, hambrienta de más.

FIN

Gracias por acompañarme en este descenso.

Si esta historia resonó contigo, encontrarás horrores similares y respuestas esquivas en mi libro principal:

'La Geometría del Sufrimiento'

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