I. El Anzuelo de Terciopelo

El silencio en mi apartamento tiene un peso específico, una densidad casi líquida que sabe a polvo estancado y a la humedad dulce de la ropa olvidada en un cesto de mimbre. Antes, el silencio era un lujo, un breve interludio de oxígeno entre la dinámica de Alma —sus llaves tintineando, su risa en el teléfono, el golpe de sus tacones— y sus prisas. Ahora es el único inquilino que paga renta. Es una presencia física que se acomoda en el hueco del sofá que ella dejó, hundiendo los cojines con una gravedad invisible, y se enrosca en mi laringe como una bufanda de lana mojada, ahogando las palabras que no tengo a quién decirle.

Lo único que rasga la estasis es el zumbido eléctrico del refrigerador. Es el ronroneo de la única bestia que aún respira en esta tumba de yeso, un golem de freón y obsolescencia cuyo compresor tiembla con el esfuerzo de mantener la leche fresca para nadie. Afuera, la ciudad exuda su ruido blanco de sirenas y tráfico, una maquinaria de concreto indiferente a mi pequeña parálisis, pero aquí dentro, el único eco es el de mi propia respiración: un sonido hueco, el de un reloj de pared contando segundos en una casa vacía.

Mi portátil de la empresa descansa cerrado sobre la mesa del comedor, mi "oficina" desde hace tres meses. Despedido. La palabra ya no quema; se ha asentado como sedimento en el fondo de un vaso de agua. Tiene el sabor alcalino de la ceniza fría. Me ofrecieron trabajos freelance, migajas burocráticas para mantenerme ocupado mientras desmantelaban mi carrera. Así que ahora, estas cuatro paredes no son una prisión dramática; son simplemente mi pecera.

Iba a ver a Marcos esta noche. El único de mis ex-compañeros que todavía llama, aunque cada vez deja pasar más tiempo entre repiques. El recuerdo de nuestra última conversación aún me pica, no como una herida, sino como una etiqueta en el cuello de una camisa nueva que no te puedes quitar.

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El bar olía a cerveza rancia, a la grasa de patatas fritas frías y a la sutil desesperación de un martes por la noche que finge ser viernes. La luz de neón de una marca de cerveza parpadeaba sobre el rostro de Marcos, pintando su aburrimiento en tonos rojos y azules intermitentes. Él miraba su reloj, luego el partido de fútbol sin sonido sobre la barra, luego su reloj otra vez. Mi vaso estaba lleno de sudor frío, y yo lo hacía girar, dibujando círculos de agua en el posavasos de cartón deshecho.

—Es que no lo entiendes —dije, y mi voz sonó monótona incluso para mis propios oídos, una grabación rayada que él ya había escuchado tres veces—. Ella dijo... las palabras exactas fueron... "Eres como una habitación esperando a que alguien más la amueble, Alex".

Marcos dio un sorbo largo a su cerveza, usándola como un escudo para no tener que responderme de inmediato. —Hablando de Alma... —dijo, con esa falsa casualidad de quien quiere cambiar de canal—. Leí algo el otro día. ¿Te acuerdas de su antigua empresa, 'Elysian Dynamics'? Acaba de ser absorbida. Un conglomerado tecnológico. Dicen que fue una adquisición hostil. Raro, ¿no?

La noticia flotó entre nosotros como humo de cigarrillo. Elysian Dynamics. Adquisición hostil. Eran términos de un mundo que se movía, que luchaba, que conquistaba. Un mundo con tracción. Yo no tenía tracción. Todo lo que oí fue su nombre, un recordatorio de su empuje, de la suela de sus zapatos golpeando el pavimento con propósito. La misma claridad con la que cerró la maleta.

—Falta de decisión —murmuré, recitando mi diagnóstico como quien lee la lista de la compra—. Falta de carácter. Debilidad. Me despiden por no tener "liderazgo proactivo", y ella me deja por ser un mueble. Es un patrón, Marcos. Es una arquitectura.

Marcos suspiró. Fue un sonido pequeño, el aire escapando de un neumático. Por dentro, vi cómo se desconectaba. El Bucle de Alex. Otra vez. —Bueno —dijo finalmente, golpeando la mesa con los nudillos en un gesto de cierre—. Dale tiempo. Las cosas se calmarán.

—No quiero que se calmen. Quiero que... —Miré el fondo de mi vaso, donde la cerveza caliente había perdido todo el gas—. Desearía que, por una vez, algo o alguien simplemente me dijera qué hacer. Sin opciones. Sin menús. Solo el siguiente paso. "Alex, levántate. Alex, camina. Alex, vive".

Marcos asintió, con la mirada perdida en un comercial de seguros en la TV. —Sí, bueno. Eso sería fácil, ¿no? —Apuró su vaso, dejando solo espuma—. ¿Pedimos la cuenta? Mañana madrugo.

Negué con la cabeza. Esa fue la última vez. El último momento de fricción real antes de que mi propia inercia me volviera demasiado pesada para ser arrastrado.

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Y, por supuesto, hoy canceló. "Surgió algo", el mensaje de texto brillando en la pantalla con su luz aséptica. El epitafio de todos los planes modernos. Otro hilo cortado en el tejido raído de mi agenda.

Así que aquí estoy, de pie en medio de la sala, un fantasma doméstico mirando mi propio reflejo demacrado en la pantalla negra del televisor. Son las ocho. El día muere con una luz grisácea que se filtra por las persianas sucias, pintando rayas de polvo en el suelo. El hambre es más una idea lejana que una necesidad, un simple recordatorio de que este cuerpo todavía necesita combustible para seguir funcionando.

Saco el teléfono del bolsillo por puro instinto, buscando el consuelo del scroll infinito. Mis pulgares, pálidos, ejecutan la coreografía del aburrimiento. Instagram. Correo vacío. Twitter. Nada. Entonces, el movimiento se detiene.

Un ícono que mi cerebro no registró haber instalado, o quizás sí, en uno de esos insomnios donde descargas cosas para sentir que haces algo. Un círculo de negro mate, elegante, con un punto de luz blanca pulsando suavemente en el centro. NEXO.

Miento. La memoria es traicionera, pero esta es nítida. Fue un domingo por la mañana, hace seis meses. La luz del sol tenía la textura del almíbar, filtrándose por la persiana e iluminando las partículas de polvo que danzaban sobre su hombro desnudo. Olía a café recién hecho y al perfume de vainilla y almizcle de Alma, ese olor que se quedaba en las almohadas. Ella fue la que lo encontró. "Mira esta", me dijo, riendo, con el teléfono en la mano. "Nexo. 'Tu asistente intuitivo para una vida más conectada'. Suena exactamente al tipo de tontería pretenciosa de Silicon Valley que nos encanta probar". La descargué. Nos reímos. La olvidamos. Como tantas otras cosas que empezamos y nunca terminamos.

 Un gusto melancólico me sube por la garganta. Debería borrarlo. Es basura digital, un escombro de un tiempo feliz. En cambio, mi pulgar se cierne sobre el cristal. Quizás es curiosidad. Quizás es solo que necesito ver algo nuevo en esta pantalla que no sea mi propio reflejo vacío. Hago clic.

La pantalla no parpadea; se oscurece con una suavidad de terciopelo. El negro inunda el cristal de borde a borde. El teléfono se siente tibio en mi mano, un calor agradable y constante, como una taza de té recién servida. Aparece el texto. No es un bloque agresivo. Es una columna de tipografía sans-serif, blanca, inmaculada y justificada con una precisión matemática sobre el fondo de obsidiana: "Términos y Condiciones del Servicio Nexo".

…​Clausula 1 Al utilizar los servicios de Nexo (en adelante "El Servicio"), usted (en adelante "El Usuario") acepta irrevocablemente los siguientes términos y condiciones... El Usuario concede a La Compañía el acceso completo y sin restricciones a los sensores del dispositivo, incluyendo pero no limitándose a micrófono, cámara, datos biométricos (frecuencia cardíaca, patrones de sueño, respuesta galvánica de la piel), GPS…

Es un muro. Un monolito de prosa legal que se extiende hacia abajo en un pozo sin fondo. La barra de desplazamiento a la derecha es apenas una línea de píxeles, indicando una longitud absurda, bíblica. Suspiro, un sonido de resignación que se pierde en la habitación vacía. Es el ritual moderno de la fe ciega: firmar sin leer, entregar las llaves por pereza. Mi pulgar vuela sobre la pantalla, haciendo que el texto se convierta en un borrón de luz estroboscópica. Pero, de vez en cuando, el movimiento se detiene un milisegundo y mis ojos captan fragmentos, frases aisladas que flotan en el mar de la burocracia con una especificidad inquietante.

...Cláusula 4.2 (Recolección de Datos Biométricos Pasivos): El Usuario autoriza al Servicio la monitorización continua y en segundo plano de sus constantes vitales a través de periféricos compatibles o sensores nativos del dispositivo. Esto incluye, pero no se limita a: variabilidad de la frecuencia cardíaca, niveles de cortisol dérmico, patrones de dilatación pupilar y cadencia respiratoria durante el sueño REM...

Sigo bajando. Es tedioso. Es aburrido. Es invasivo, claro, pero ¿qué app no lo es hoy en día? Google sabe dónde duermo. Amazon sabe qué leo. ¿Qué más da uno más?

...Cláusula 19 (Propiedad Intelectual de los Patrones Conductuales): El Usuario reconoce que cualquier patrón emocional, recuerdo digitalizado o respuesta afectiva procesada por El Servicio pasará a formar parte del "Algoritmo de Aprendizaje Maestro". Dicha data se considerará una donación irrevocable de materia prima cognitiva para la mejora de la Empatía Sintética...

Me froto los ojos. La luz de la pantalla empieza a cansarme, pero hay algo hipnótico en la cadencia legal. Es un lenguaje que no pide permiso; asume la posesión.

...Cláusula 88, Párrafo 6 (Intervención Proactiva): En casos de "Estancamiento Vital Detectado" (ver Anexo B: Depresión, Duelo, Apatía), El Usuario concede a NEXO permiso explícito para alterar, filtrar o gestionar las comunicaciones entrantes y salientes, así como para sugerir modificaciones en la rutina biológica (dieta, sueño, aislamiento) con el fin de restaurar la Eficiencia Operativa del Usuario...

...Cláusula 99: Renuncia de Soberanía en la Toma de Decisiones. Al aceptar, El Usuario admite que su juicio puede verse comprometido por factores humanos (hormonales/emocionales) y designa al Servicio como albacea lógico de su bienestar diario...

Mi cerebro se niega a procesar el peso real de las palabras. Solo registra la longitud, el cansancio, la necesidad de que algo, lo que sea, rompa el silencio de esta cocina. Es solo letra pequeña. Es solo protección corporativa. Un último deslizamiento suave y el muro de texto termina. Ahí está. El botón. No es rojo ni agresivo. 

Es un gris suave, pulido, que invita a ser tocado. [ He leído, comprendo y me entrego. ]

Ni siquiera me detengo en la extraña redacción del botón. Pulso.

El teléfono vibra , una pulsación corta, profunda y discreta, como un corazón pequeño latiendo contra mi palma. El texto legal se desvanece con elegancia, como humo disipándose en una habitación cerrada. Un cursor parpadea, solitario, esperando.

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II. La Comunión y el Silencio