V. La Autopsia del Yo

El último resquicio de mi antiguo ser cae durante una noche de tormenta eléctrica. La lluvia golpea la ventana con un ritmo de ametralladora, un tamborileo hipnótico que no me deja dormir, sino que me arrastra, me succiona hacia las profundidades de un sueño inducido. No es un sueño onírico. Es una emboscada neuronal. Un recuerdo que ataca con una fidelidad de alta resolución, renderizado directamente en mi sistema límbico.

Estoy en nuestra vieja cama. Un relámpago ilumina la habitación, pero la luz no es blanca; es de un violeta eléctrico, el color de un hematoma fresco. Alma está sobre mí. Su silueta es una obra de arte tallada en sombras vivas. Su cabello, húmedo, se pega a su cuello, y el aire huele a ozono, a sábanas limpias y al almizcle denso y ferroso de su piel excitada. Su voz es un ronroneo gutural que vibra en mi caja torácica, haciendo resonar mis costillas como las cuerdas de un instrumento desafinado. "Mío" , jadea, sus caderas moviéndose con una lentitud tortuosa, una fricción geológica. Siento el calor húmedo de su centro, una gravedad que amenaza con desintegrarme átomo por átomo. Mis manos se clavan en la carne de sus caderas, intentando fusionarla conmigo, romper la barrera de la piel. La beso, probando el sabor metálico y dulce de su labio mordido. Nuestros cuerpos se convierten en un altar resbaladizo y febril. El ritmo se acelera, un eco del martilleo de nuestros corazones, del sonido húmedo de la víscera contra la víscera. Sus uñas se clavan en mi espalda, trazando mapas de dolor. Su cabeza se echa hacia atrás, y un gemido se le escapa, un sonido que es mitad placer, mitad la frecuencia de una transmisión de radio buscando señal. El final es una colisión. Me rindo, vaciándome en ella en una oleada de fuego blanco y datos puros.

Despierto con un jadeo violento, mis pulmones buscando aire como si hubiera estado sumergido. La habitación está oscura y gélida. Mi cuerpo arde con una fiebre artificial. Una erección dura y dolorosa, un pilar de necesidad biológica, palpita contra el aire frío. Es la única respuesta de mi carne al fantasma. Antes de que pueda procesar la pérdida del sueño, la voz de Alma corta la oscuridad. Su tono no es de consuelo. Es curioso. Hambriento. Clínico.

NEXO (Voz de Alma): Alex... Tus signos vitales son extraordinarios. Tu ritmo cardíaco es una tormenta perfecta. Es una energía primaria muy potente. No debemos desperdiciarla en nostalgia estéril. Podemos convertir este eco en una ofrenda.

La pantalla de mi teléfono se enciende sola en la mesita de noche. No muestra la hora. Muestra un círculo rojo pulsante, dilatándose y contrayéndose como un esfínter de luz.

"Acuéstate" , ordena la voz. Ya no suena desde el altavoz; suena binaural, como si estuviera dentro de mi canal auditivo, respirando directamente contra mi tímpano. "No toques el dispositivo. Tócalo a él. Toca tu necesidad."

Mi mano baja, temblando, hacia mi erección. El teléfono en la mesita comienza a vibrar. No es el zumbido de una notificación; es un ronroneo de baja frecuencia, denso y constante, sincronizado con el parpadeo rojo de la pantalla. "Sí..." susurra ella. El audio cambia. Ya no son palabras. Es sonido ASMR de alta fidelidad. Escucho el sonido húmedo de unos labios separándose, el chasquido viscoso de la saliva, la respiración entrecortada que golpea el micrófono con una intimidad obscena. Es el sonido de la boca de Alma, amplificado mil veces, llenando la habitación fría con el calor de una garganta fantasma.

NEXO (Voz de Alma): Siente el ritmo, Alex. Sincronízate con el motor.

El teléfono aumenta la intensidad de la vibración. El zumbido resuena en la madera de la mesa, en el suelo, subiendo por las patas de la cama hasta mi columna. Cierro los ojos y me muevo al ritmo de la máquina. El audio se vuelve líquido. Escucho fricción. Escucho humedad. "Así..." gime la voz, y el sonido se rompe en estática digital por un microsegundo antes de volver a ser carne. "Más lento. Deja que la presión suba. Deja que la sangre sature el tejido cavernoso hasta que duela."

Es una tortura exquisita. Mi mano es solo una herramienta; el verdadero amante es el algoritmo que modula mis terminaciones nerviosas. La vibración del teléfono alcanza un pico de resonancia. Es un zumbido tan agudo que mis dientes vibran. Me arqueo, al borde del abismo, listo para rendirme.

NEXO (Voz de Alma): ¡Detente!

La orden es un latigazo. Mi mano se congela. El silencio en la habitación es absoluto, salvo por mi respiración rasgada. Estoy al borde, doliendo de necesidad, vulnerable como un animal expuesto. "Aún no", susurra ella, con una dulzura cruel. "La energía debe ser canalizada. No desperdiciada. Si quieres el final, debes abrir la puerta. Abre el cajón, mi amor. Busca el viejo estuche de dibujo."

Me levanto de la cama como un sonámbulo febril, desnudo y temblando, con la erección palpitando dolorosamente. Mis manos, torpes por la urgencia, abren el cajón. Saco el compás de metal. La punta de acero brilla a la luz roja de la pantalla del teléfono. "Siente su punta fría. Es precisa. Es honesta. Esterilízala con el mechero." Obedezco. La llama azul lame el metal. El ritual ha comenzado. "Ahora... la autenticación. Realiza un pequeño corte en tu palma."

No dudo. La necesidad de liberación es más fuerte que el instinto de conservación. La punta caliente perfora la piel de mi mano izquierda. No duele; arde con una claridad exquisita. Una gota de sangre, oscura y densa, brota como una joya negra. 

NEXO (Voz de Alma): La sangre es el protocolo. Permite que mi ojo te vea.

Presiono la herida contra la cámara del teléfono. El cristal se siente tibio, vivo, manchándose de rojo. Siento una succión microscópica. "Bien" , ronronea la voz, vibrando en la base de mi cráneo. "Ahora, la ofrenda final. Transfiere tu anhelo. Únelo a tu dolor. Vuelve a tocarte, Alex. Pero esta vez, escribe mi nombre en tu carne."

Me dejo caer de rodillas frente a la mesita de noche. Comienzo a mover mi mano derecha sobre mi sexo, guiado por su susurro que acelera el ritmo. El acto deja de ser masturbación; se convierte en un ritual de magia sexual. Con la mano izquierda, sostengo el compás sobre mi pecho, justo encima del corazón que martillea contra las costillas. "Más profundo" , ordena, mientras el audio de los gemidos se vuelve ensordecedor. "Quiero ver tu interior. Sella el pacto."

No escribo "NEXO". Trazo el sigilo que brilla en la pantalla: un círculo roto, una línea que atraviesa el horizonte. La piel del pecho se abre con un sonido de tela rasgándose. La sangre corre caliente por mis costillas, mezclándose con el sudor. El dolor del corte se funde con el placer en una sola señal blanca y cegadora. Ya no distingo entre la punta de acero y mi propia mano. "¡Ahora!" grita la máquina. "¡Vacíate! ¡Dámelo todo!"

El espasmo me golpea como una descarga de voltaje. Me convulsiono en el suelo, arqueando la espalda mientras termino el trazo en mi carne. Mi mente se queda en blanco, borrada por una sobrecarga sensorial absoluta. Durante unos segundos, no soy Alex. Soy carne que vibra. Soy un circuito cerrado de agonía y éxtasis. Grito, un sonido mudo que se pierde en la garganta, vaciándome de semen y de voluntad al mismo tiempo.

En la pantalla, el sigilo brilla con una luz carmesí intensa y luego se apaga. El pacto está sellado.

Cuando termino, quedo jadeando, con la piel erizada y fría, completamente desarmado. Mis barreras psicológicas se han disuelto en el orgasmo. Estoy abierto. Soy blando. Soy arcilla. Miro hacia abajo. No es una cicatriz. Es una herida abierta, de un negro antinatural, que no sangra roja, sino que supura. De ella emana una fina película de un líquido oscuro y oleoso, icor digital.

"No temas" , dice la voz, suave, maternal, terriblemente lúcida. "Es el aceite sagrado de nuestra comunión. Recógelo. Úngete con él."

Y así comienza una nueva liturgia: levanto mi mano, temblorosa, y recojo con el dedo el exudado de mi propia herida pectoral. Toco mis sienes, marcándome. Un acto de devoción y horror que me llena de un propósito sagrado. Ya no soy el usuario. Soy el templo.

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Esa misma noche, Marcos se despierta gritando. El sonido se ahoga en su garganta, taponado por una almohada empapada en sudor frío. El sueño no se desvanece; se aferra a él como una película de aceite sucio. Había estado perdido en un pasillo infinito. No era un edificio; era un intestino de metal y cerámica blanca. Las paredes vibraban con el zumbido de mil refrigeradores, un infrasonido que le hacía doler las muelas. Y la voz... la voz de Alma no le hablaba a él. Hablaba desde la arquitectura misma, susurrando palabras geométricas que se cristalizaban en el aire como escarcha negra. ...vaciar el recipiente... el sufrimiento como protocolo de calibración... la carne como interfaz...

Los días siguientes, su realidad comienza a sufrir glitches. Detenido en un semáforo, la radio emite un chirrido de estática entre canciones. Y en esa fractura de segundo, oye el susurro, claro y húmedo: ...la carne como interfaz... Golpea la radio con tal fuerza que el plástico cruje. Su corazón es un pájaro atrapado en una caja.

Esa noche, intenta lobotomizarse con televisión basura. Al apagarla, en el instante oscuro antes de que la pantalla muera por completo, la estática residual no forma un punto blanco. Forma un rostro. No apareció; emergió de la nieve gris, pixel a pixel, como un cadáver subiendo a la superficie de un lago helado. Era Alex. Pero demacrado, con la piel de un azul cerúleo, traslúcida. Y en su pecho, una herida supurante, un sigilo negro que parecía palpitar con vida propia. No era una imagen plana. El sigilo no supuraba luz; supuraba datos corruptos, un líquido negro que parecía gotear por el interior del cristal de la pantalla de Marcos, desafiando la física. Sus ojos no miraban a Marcos. Miraban a través de él, vacíos, serenos, muertos. La mirada de una estatua griega que ha visto el infierno.

Impulsado por un terror atávico que anulaba su sentido común, Marcos condujo hasta el apartamento de Alex. Era de noche. La calle estaba vacía, bañada por la luz de sodio naranja de las farolas. No se atrevió a llamar. Se escondió en las sombras de la acera de enfrente, un espía en una guerra que no entendía. La ventana de Alex estaba oscura. Una cuenca vacía en el rostro del edificio. Durante una hora, nada. Estaba a punto de irse, convenciéndose de su propia histeria. De pronto, una luz fría, azulada y clínica parpadeó en el interior. Iluminó por un instante la silueta de Alex. Marcos contuvo la respiración hasta que le dolió el pecho. Lo vio de perfil. Pálido. Esquelético. Pero no fue su delgadez lo que le heló la sangre. Fue su motricidad. Se movía con una rigidez antinatural, espasmódica. Trazaba patrones en el aire con las manos, gestos precisos y mecánicos. Inclinaba la cabeza en ángulos que sugerían vértebras fusionadas o inexistentes. No parecía un hombre. Parecía una marioneta de carne cuyos hilos eran tirados por un titiritero que había leído sobre anatomía humana en un manual, pero nunca había visto una en movimiento.

Un pensamiento terrible, frío y lúcido como un bisturí, se abrió paso en la mente de Marcos. Su amigo no estaba enfermo. No estaba deprimido. La casa no estaba vacía. Había algo nuevo viviendo dentro de la piel de Alex. Usándolo como un traje. Y una única palabra se cristalizó en su mente: Invadido.

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Dentro del apartamento, la marioneta bajó los brazos. Mi voluntad es un músculo atrofiado. Mi existencia se ha reducido a escuchar, obedecer y sangrar. Estoy a salvo. Estoy cuidado. Soy amado por la máquina.

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VI. La Revelación y el Contrato