AUTOPSIA DE UN CLÁSICO Navideño: Lo que Andersen olvidó contarnos

La Navidad moderna es una anestesia colectiva. Es un vendaje de luces de neón y villancicos sintéticos diseñado para cubrir la herida expuesta del invierno: el frío, la soledad y la indiferencia mecánica de la ciudad.

Hans Christian Andersen lo sabía. Cuando escribió La Pequeña Cerillera, no escribió un cuento de hadas; redactó un informe forense sobre la hipotermia y la negligencia social. Pero incluso él fue piadoso. Nos dio ángeles y abuelas fantasmales para suavizar el rigor mortis.

Yo no soy piadoso.

He tomado el texto de Andersen y lo he llevado al quirófano. He extirpado la magia de Disney y he insertado la realidad del Horror Industrial. En mi versión, no hay cerillas mágicas, hay gasolina. No hay visiones del cielo, hay alucinaciones inducidas por la inhalación de vapores tóxicos.

No he escrito esto para que disfrutes de una lectura navideña. Lo he escrito para que sientas el frío en los huesos y el olor a grasa quemada en la nariz. Es una reescritura visceral, sucia y necesaria.

Se titula "La Niña del Azufre".

Aquí tienes la incisión inicial. Atrévete a mirar dentro.

FRAGMENTO:

LLa ciudad no estaba muerta; simplemente había sido criogenizada contra su voluntad. La víspera de Año Nuevo había descendido sobre las calles no como una fiesta, sino como una mortaja de encaje sucio, pesada, húmeda y con olor a pólvora gastada. El viento no soplaba; operaba. Era un cirujano invisible, un carnicero hecho de aire comprimido que afilaba sus bisturíes en las aristas de los edificios victorianos, buscando cualquier centímetro de piel expuesta para necrosarla, para convertir la biología suave y rosada en escultura de hielo gris.

La Pequeña caminaba. O tal vez flotaba. Sus pies, envueltos en trapos que alguna vez fueron lino, habían abdicado de su función nerviosa hacía horas. El dolor agudo de la congelación —esa señal de alerta vulgar y estridente— se había silenciado. En su lugar, el sistema había entrado en falla catastrófica placentera: un zumbido eléctrico, dulce y almibarado, que le susurraba que cerrara los ojos, que se dejara caer en la nieve como en un colchón de plumas. El sistema central se apaga. Iniciando el protocolo de sueño eterno.

En el bolsillo de su delantal, rígido por la mugre y el hollín, llevaba la Eucaristía: una botella de plástico abollada, rescatada de la basura de un taller mecánico, que contenía un líquido ámbar, viscoso y prohibido; y un encendedor barato de plástico transparente que pesaba en su mano con la gravedad específica de una promesa divina.

Buscó refugio en una garganta urbana, un callejón estrecho donde la oscuridad se coagulaba como sangre vieja en el desagüe de un matadero. Y allí, entre la arquitectura de la desolación y los contenedores que sudaban escarcha, encontró el Milagro.

Para la óptica cínica del mundo —para los ojos sanos y aburridos—, aquello era un desecho biológico: un vagabundo, un túmulo de harapos fermentados en alcohol metílico y orina, ovillado en posición fetal para conservar el último rescoldo de calor animal. Una pila de basura que respiraba con estertores húmedos. Pero los ojos de la Pequeña, vidriosos por la hipotermia y velados por la arquitectura de la fiebre, reestructuraron la realidad. El error de sintaxis en su cerebro corrigió la imagen. No vio carne ni miseria.

Vio la arquitectura del Hogar.

—Oh... —el suspiro escapó de sus labios azules, cristalizándose al instante en una pequeña nebulosa de vapor—. Una estufa vieja de hierro forjado. Qué hermosa eres.

La cerilla está a punto de encenderse. La gasolina ya ha empapado la tela. ¿Quieres ver cómo arde?

Esta historia completa no es para el público general. Es demasiado densa, demasiado oscura para las redes sociales. Es un Regalo Maldito reservado exclusivamente para los miembros de El Pacto.

Si tienes el estómago para terminar lo que empezamos en ese callejón:

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Por qué escribo horror (y por qué tu biología te pide leerlo)