III. La Preparación del Lienzo
Horas antes de la llegada de Ayala. Mercado de Sonora. 03:00 AM
La lluvia no era agua; era un líquido amniótico sucio, pesado y viscoso que bajaba del cielo negro para bautizar la inmundicia de la Merced. Eran las tres de la mañana. La hora en que la realidad se adelgaza y las membranas entre los mundos se vuelven permeables. El Pasillo 8 del Mercado de Sonora no dormía, se metabolizaba.
En la oscuridad, el silencio era una mentira piadosa. El aire estaba lleno de una respiración pesada, húmeda y rítmica: era el gorgoteo de las cañerías viejas bajo el suelo, peristaltismo de hierro oxidado, digiriendo la sangre de gallina, la cera derretida y la grasa rancia de los rituales del día anterior como un intestino gigantesco y hambriento. Debajo del concreto fracturado, el Sastre podía sentir el lodo antiguo del lago de Texcoco pulsando. La ciudad moderna era solo una costra, un tejido cicatrizal mal curado; la verdad era el fango que esperaba abajo, paciente, húmedo, eterno.
El Sastre se movía a través de este vientre arquitectónico no como un intruso, sino como un enzima. Un agente de cambio catalítico diseñado para descomponer la materia. Él no estaba allí. Su identidad civil —el nombre irrelevante que usaba para pagar la luz o saludar a los vecinos en la superficie— había sido extirpada quirúrgicamente al cruzar el umbral del mercado. Ahora era solo Manos. Manos enfundadas en látex quirúrgico color azul celeste, un color obscenamente aséptico que brillaba bajo el parpadeo estroboscópico de una lámpara de mercurio agonizante, creando destellos de santidad clínica.
"El Padrino" dormitaba en un catre plegable de lona tensa detrás de su puesto de veladoras. Roncaba con la boca abierta, una cueva oscura y húmeda que apestaba a ron barato fermentado, a caries avanzadas y a mentiras espirituales. Era un charlatán. Un parásito en el sistema. Un hombre que vendía Teyolía —energía vital sagrada— rebajada con agua de caño. El Sastre lo observó desde la sombra proyectada por una torre de jaulas de gorriones dormidos.
Su mente comenzó la divagación fragmentada, el rezo interno donde la medicina forense y el mito cosmogónico colisionaban: (La víctima es geografía. El esternón es la Calzada de Tlalpan, una carretera de hueso. Las costillas son los cerros que rodean el Valle, conteniendo la respiración. Si rompes la presa de la piel, el lago vuelve. Si abres la carne, el Dios respira a través de la herida. Somos bolsas de agua roja y electrolitos esperando ser derramadas sobre la piedra seca para nutrir al Sol.) Era el Nodo Este. El pilar de la fe corrupta que debía ser rectificado.
El Sastre avanzó. Sus pasos sobre el suelo mojado no hacían ruido; calzaba zapatos con suela de goma, antideslizantes, clínicos. Zapatos para quirófano. El ataque fue una corrección fisiológica. Sin odio, solo eficiencia.
No hubo lucha. El cuerpo del Padrino era blando, sedentario. El Sastre presionó con el pulgar el seno carotídeo, justo debajo del ángulo de la mandíbula, buscando la bifurcación de la arteria. Comprimió el nervio vago con una precisión milimétrica. Una técnica aprendida no en peleas callejeras sucias, sino en la página 114 del tomo de neuroanatomía funcional. Provocó una bradicardia extrema instantánea.
Fue un apagón del sistema. Un reboot forzado. "El Padrino" suspiró, un sonido largo de aire escapando de alveolos colapsados; sus ojos se pusieron en blanco, mostrando la esclerótica venosa, y su consciencia se replegó hacia la oscuridad, dejando el Nacatl —la carne, la materia prima— vacante. El cuerpo se desplomó, pero el Sastre lo sostuvo. Respetaba el lienzo; la violencia vulgar genera hematomas subcutáneos, y los hematomas —sangre extravasada y sucia— arruinan la pureza cromática del color muscular.
Lo arrastró y lo preparó para la elevación. Lo colgó del gancho de carnicero industrial que pendía de la viga maestra, atravesando la piel de los talones con ganchos menores para asegurar la tracción. El cuerpo pesado, una masa inerte de 110 kilos de tejido adiposo y hueso, ascendió con la ayuda de una polea de cadena oxidada que gimió bajo el peso. Click. Click. Click. Quedó suspendido, balanceándose suavemente en el aire viciado. Un péndulo de carne marcando el inicio de la exégesis.
El Sastre desplegó su "kit" sobre una mesa auxiliar improvisada con cajas de cartón húmedas. Sobre un paño de terciopelo negro, que absorbía la poca luz del recinto, dispuso la orquesta. Era una fusión blasfema de la Facultad de Medicina y el Templo Mayor: Bisturís Swann-Morton del número 10 y 21, con mangos de acero inoxidable, fríos, brillantes y estériles, alineados como soldados de plata. Separadores Farabeuf para mantener la piel abierta, brillando con una promesa de dolor mecánico. Agujas de sutura curvas, listas para morder.
Y junto a ellos, herramientas que ningún hospital moderno reconocería, objetos que ofenderían a la asepsia: espinas de maguey curadas en veneno de alacrán para paralizar el espíritu (no el cuerpo), y un cuenco de barro con sal negra de mar, cristales gruesos que parecían carbón.
Y en el centro, la Reina: el Tecpatl. La hoja de obsidiana. El vidrio volcánico no reflejaba la luz de la lámpara de mercurio; la absorbía, la tragaba. Estaba viva, vibrando con una frecuencia geológica. Era un fragmento de noche sólida, afilada a un nivel molecular que el acero quirúrgico jamás podría soñar. El acero es tosco; corta separando células mediante fricción microscópica. La obsidiana es absoluta; corta separando átomos, deslizando la realidad en dos mitades.
El Sastre sacó algo más de su bolsillo interior, cerca del calor húmedo de su propio corazón. El Códice Negro. Lo abrió con reverencia, asegurándose de que sus guantes de látex no mancharan el papel de algodón. En la página, trazado con una tinta ferrogálica exquisita que olía a hierro oxidado y roble viejo, había un diagrama. No era un boceto. Era una superposición imposible. El dibujo mostraba un torso humano desollado, pero sobre los músculos —sobre el Pectoralis Major y el Serratus Anterior—, la Mano Maestra había dibujado líneas de tensión arquitectónica, vectores de fuerza.
Había notas al margen, escritas con una caligrafía elegante, académica, casi cruel en su perfección milimétrica: «El tejido conectivo no es basura biológica; es la red que atrapa el alma. No cortes la fascia profunda. Úsala. Ténsala como las cuerdas de un instrumento. La nota debe ser un Do sostenido de agonía estática.»
El Sastre leyó la instrucción del Designio. No había firma. No había género en la autoridad. Solo había Conocimiento Absoluto. Una mente que entendía que el cuerpo humano es solo un edificio mal construido que necesita remodelación urgente. Encendió el copal en un anafre pequeño. El humo blanco y denso envolvió al santero colgado. —In ixtli, in yollotl —susurró el Sastre, su voz amortiguada por el cubrebocas. El rostro, el corazón. Y comenzó la cirugía sagrada.
Primero, el drenaje hidráulico. Con la eficiencia de un embalsamador veterano, cateterizó la vena yugular interna y la arteria femoral con tubos de polímero transparente. La sangre, espesa y oscura por el alcohol del Padrino, fluyó hacia las vasijas de barro situadas en el suelo. Ploc. Ploc. Ploc. El sonido del tiempo agotándose. El sonido de la vida convirtiéndose en objeto. Sin presión hidráulica, el lienzo palideció, volviéndose un pergamino perfecto, cera blanca y fría.
La primera incisión con la obsidiana fue una apertura de cremallera silenciosa. Desde la horquilla esternal, bajando por la línea alba, hasta la sínfisis del pubis. La piel se abrió sin resistencia, sin sonido. La obsidiana no rasgaba; simplemente ordenaba a la carne que se apartara. (La piel es la mentira. La piel es la máscara de la individualidad. Abajo todos somos rojos. Abajo todos somos Mictlán.)
El Sastre cambió al bisturí de acero y comenzó la disección roma. Introdujo sus dedos enguantados entre la dermis y la grasa amarilla subcutánea. El sonido era húmedo, íntimo: el chasquido suave de las membranas cediendo, como despegar una cinta adhesiva mojada. Schhhlick. Trabajó con paciencia maníaca, separando el tejido adiposo del plano muscular, cuidando de no dañar la aponeurosis brillante, esa tela de araña nacarada que cubría los músculos abdominales.
Retiró la piel en una sola pieza ("el traje de mono", como lo llamaba vulgarmente el Códice) y la sujetó con pinzas hemostáticas Kelly a los estantes circundantes, estirándola hasta que los poros se dilataron. Debajo, el milagro. El torso ya no era un hombre gordo y sucio. Era una catedral anatómica.
El rojo profundo, carmesí vivo, de las fibras musculares brillaba bajo la luz. El blanco nacarado de los tendones era plata viva. El Sastre respiró agitado, empañando sus gafas. Esto era la verdad. El caos de la vida del "Padrino" —sus deudas de juego, sus vicios, sus miedos triviales— había desaparecido junto con su piel. Solo quedaba la pureza de la biología. La máquina divina.
Volvió al Códice. El diagrama era específico sobre la Geometría. Tomó las pinzas de disección largas y la mezcla de cal viva, un polvo blanco y cáustico. Hundió el metal en el tórax abierto. No buscaba órganos viscerales blandos; buscaba la estructura de soporte. Agarró los haces del músculo pectoral menor y los tendones intercostales externos. (Estos son los pilares. Si los tenso, la estructura grita sin voz.)
Comenzó a tejer. Literalmente. Separó los tendones de sus inserciones óseas en las costillas tercera y cuarta con un chasquido seco. Los estiró más allá de su límite elástico natural. El sonido fue nauseabundo para un oído no entrenado: fibras colágenas rompiéndose microscópicamente. Crac-snap. Los trenzó unos con otros, creando nudos de tensión imposibles, siguiendo las líneas trazadas en el papel por la Autoridad Invisible.
Fijó los nudos con la cal viva. La reacción química fue inmediata: siseó y cauterizó el tejido instantáneamente, volviéndolo blanco, rígido y eterno como el yeso. Esculpió un triángulo invertido de tendones blancos y rígidos sobre el fondo rojo y palpitante del corazón expuesto (que ya no estaba, pero cuyo hueco permanecía). Dentro del triángulo, forzó la separación de las fibras musculares para crear un círculo vacío, una O perfecta de oscuridad que dejaba ver el pericardio latiendo débilmente al fondo, el último eco de la vida.
No era un símbolo. Era una brújula. Una coordenada topográfica hecha de dolor calcificado. Apuntaba al Norte. Hacia el siguiente Nodo.
Finalmente, dispuso los objetos del santero —conchas, baraja española, ojos de venado— en el suelo manchado. Consultó el Códice una última vez. «La disposición debe reflejar las estrellas de la noche del 13 Caña. No permitas el azar. El azar es un insulto.» El Sastre colocó cada objeto con precisión milimétrica, usando una regla de metal esterilizada. El caos del mercado había sido ordenado a la fuerza.
Se apartó. Jadeaba. El vapor salía de su cuerpo, empañando sus gafas protectoras por completo. Su bata estaba manchada de fluidos claros y grasa, pero su alma estaba limpia, fregada con cloro espiritual. No había nadie en el pasillo. Solo el Códice abierto en la mesa, testigo mudo.
El Sastre miró el diagrama. Miró la carne. La simetría era absoluta. La traducción del papel a la carne había sido perfecta. No se había perdido nada en la interpretación. Cerró el cuaderno negro con un cuidado extremo, sus manos temblando ligeramente, no por miedo, sino ante la idea de haber fallado, aunque fuera por un milímetro, a la Mente que había concebido tal belleza. Esa Mente que nunca estaba presente físicamente, pero que lo veía todo a través de la perfección del trazo.
—El Este está anclado —susurró a la oscuridad, dirigiéndose al vacío, sabiendo que el mensaje llegaría a través de las redes invisibles de la ciudad—. El Códice se ha hecho carne.
Guardó el cuaderno junto a su pecho, como un sacerdote guardando las sagradas escrituras antes del apocalipsis, recogió su kit metódicamente y se desvaneció en las sombras del mercado, dejando atrás el olor a cal, a cobre y a una divinidad terrible que acababa de despertar. El lienzo estaba listo. El crítico estaba por llegar.