IV. La Cartografía de la Fiebre

48 horas después del hallazgo. Departamento de Ayala, La Lagunilla.

Mi departamento estaba en la calle de República de Honduras, una arteria obstruida en el corazón calcificado de la Lagunilla, la zona donde la ciudad guarda sus vergüenzas: muebles viejos con historia de chinches y vestidos de novia de segunda mano que aún huelen a divorcio o a viudez. El edificio era una construcción art-deco de los años cuarenta que había perdido su dignidad hacía décadas. Se alzaba entre puestos ambulantes vacíos como una viuda rica que acabó pidiendo limosna y orinando en la vía pública.

Las paredes de mi cuarto sudaban salitre, una lepra blanca y polvorienta que avanzaba centímetro a centímetro. Cada vez que pasaba un camión de carga rumbo al Eje 1 Norte, la estructura vibraba, los cimientos gemían como huesos artríticos y el yeso se desmoronaba un poco más, cayendo sobre la alfombra raída como caspa de un gigante enfermo. Eran las dos de la mañana. La lluvia seguía cayendo afuera, monótona, interminable, golpeando el vidrio sucio como dedos impacientes. Toc. Toc. Toc.

Sobre la mesa de formica quemada por cigarros ajenos, iluminada por una lámpara de escritorio que zumbaba con la furia eléctrica de un insecto atrapado, estaba mi obsesión. Había robado las copias de las Polaroid. Una infracción menor, casi tierna, comparada con lo que hacían los otros Judas de la corporación, que robaban cocaína de los aseguramientos para revenderla en Tepito. Yo no robaba dinero. Yo robaba pesadillas.

Las había pegado en la pared, clavándolas directamente sobre el tapiz floral desgastado que olía a humedad antigua, usando cinta adhesiva amarilla que se despegaba por el calor de la lámpara. El torso del santero. Los cortes limpios y blancos. El triángulo invertido trazado con precisión euclidiana. La torre de tendones blanqueados con cal, erguida como un monumento al dolor. Las miraba hasta que mis ojos ardían, secos y arenosos por la falta de parpadeo. Buscaba un error. Buscaba la fisura humana. Buscaba la prueba de que Martínez tenía razón, de que esto era solo un ajuste de cuentas chapucero entre narcosatánicos borrachos y drogados.

Pero la simetría me burlaba. Se reía de mí en silencio. El caos de un crimen pasional no dibuja líneas rectas. La ira de un narco no usa transportador ni compás. El caos no blanquea tendones con cal viva para preservarlos. Esto era diseño inteligente.

Me serví otro café instantáneo. El agua del grifo estaba tibia y sabía a óxido y plomo, cortesía de la tubería podrida del edificio. Al acercar la taza a mis labios, me detuve. Mi mano se congeló en el aire. El aroma. No olía a Nescafé quemado. No olía a la leche agria de mi refrigerador. Por un segundo, mi pequeña cocina de azulejos rotos y grasa acumulada desapareció. Las paredes se disolvieron. El aire se llenó de golpe con ese peso dulce, denso y nauseabundo del Pasillo 8. Copal quemándose. Sangre de cabra oxidándose. Mierda de guajolote seca y pulverizada. Y debajo de todo eso, el olor metálico, alcalino y dolorosamente limpio de la cal viva reaccionando con la carne.

La náusea fue instantánea. Solté la taza. La cerámica barata estalló contra el suelo de linóleo, salpicando café negro que, bajo la luz amarillenta y parpadeante de la lámpara, pareció sangre coagulada, petróleo biológico, reptando hacia mis pies descalzos.

—Mierda —susurré, mi voz sonando extraña en la habitación vacía. Me tallé la cara con fuerza, tratando de arrancar la sensación de la piel. Mis manos temblaban con un ritmo propio. No había dormido en cuarenta y ocho horas. La cafeína y el miedo eran lo único que me mantenía vertical. Cada vez que cerraba los ojos, veía la piel del santero estirada, no como carne, sino como un plano. Se transformaba. Los poros eran alcantarillas; las venas eran avenidas congestionadas; los huesos eran edificios coloniales hundiéndose en el fango. El mapa se estaba imprimiendo en mi corteza cerebral como una infección viral, reescribiendo mi software.

Me agaché para recoger los fragmentos de la taza. El borde afilado de la cerámica mordió mi piel. Me corté el pulgar. Una gota de sangre real, roja, viscosa y brillante, brotó, rompiendo la monotonía gris de mi vida. La miré fascinado. Hipnotizado. Era el mismo tono. El carmesí exacto que faltaba en la escena del crimen. Levanté la vista hacia la pared, hacia la foto central. Los tendones anudados sobre el vacío rojo. No era solo tortura. Era un lenguaje. Una sintaxis hecha de tejido conectivo.

Me levanté de un salto, ignorando el dolor del dedo. Saqué mi Guía Roji del 98, un libro de mapas manoseado, con las esquinas dobladas y manchadas de grasa de tacos. La abrí en el plano del Centro Histórico, páginas 14 y 15. El laberinto reticular de la colonia. Arranqué la foto de los tendones de la pared y la coloqué sobre el mapa de papel, moviéndola desesperadamente, buscando la superposición. La transparencia. Traté de alinear el triángulo de carne con las calles. ¿El esternón era el Eje Central Lázaro Cárdenas? ¿Las costillas eran Fray Servando Teresa de Mier? Nada encajaba perfectamente. Las escalas estaban mal. Me faltaba el Norte. Me faltaba la orientación. Me faltaba la Piedra Rosetta para traducir el dolor a geografía. Sabía que era un mensaje, lo sentía en los dientes, pero yo era un analfabeto funcional mirando jeroglíficos de una civilización extinta.

Necesitaba saber qué significaba el nudo. Me acerqué a la foto con una lupa de plástico. No era un nudo marinero. No era un nudo quirúrgico estándar. Los lazos eran complejos, recursivos. Tenía que ser algo más antiguo. Algo atávico. Algo que Martínez y su generación de dinosaurios corruptos, preocupados solo por el sobre quincenal, habían olvidado o nunca supieron.

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A la mañana siguiente, la ciudad amaneció con una resaca monumental, un dolor de cabeza geológico. El cielo era una losa de concreto gris, baja y opresiva, envuelta en smog y una llovizna terca que no limpiaba, solo ensuciaba, bajando el hollín de la atmósfera para pintarlo todo de negro.

Tomé el metro en Garibaldi. La estación era un purgatorio en hora pico. Afuera, en la plaza, los cadáveres de la fiesta patria seguían calientes. Caminé entre charcos de vómito tricolor —verde salsa, blanco tequila, rojo sangre— y confeti pisoteado que formaba una pasta repugnante en el suelo. Un par de mariachis, con los trajes de charro manchados de grasa de tacos y la mirada vidriosa por el desvelo, tocaban una versión desafinada y fúnebre de "El Rey" para nadie en particular, aferrados a sus trompetas abolladas como si fueran tanques de oxígeno en un naufragio. Borrachos de "El Grito" dormían en las jardineras, abrazados a botellas de Rancho Escondido, soñando en su estupor etílico que México era un país donde valía la pena despertar.

Adentro del vagón, el contraste era violento. El aire era sólido. Olía a humanidad húmeda, a ropa de lana barata mal secada en departamentos sin ventanas y a desodorante de aerosol luchando una batalla perdida contra el sudor agrio del estrés matutino. La gente iba con la mirada vacía, agarrada de los tubos grasientos de acero inoxidable, balanceándose como reses camino al matadero. Oficinistas con trajes brillantes por el uso, albañiles con cal en las pestañas, secretarias maquillándose en el reflejo del vidrio sucio; todos sonámbulos marchando hacia sus trabajos mal pagados, ignorantes de que, bajo la piel de la ciudad, mientras ellos checaban tarjeta, alguien estaba afilando cuchillos de obsidiana.

Bajé en Balderas. Caminé hacia La Ciudadela bajo la lluvia ácida que picaba en la nuca. La Biblioteca de México era un refugio, pero también una tumba faraónica. Muros gruesos de piedra volcánica y tezontle sangrante, techos altos que atrapaban el silencio y lo guardaban celosamente como un secreto de estado. Aquí, el ruido de los cláxones y los gritos de los vendedores ambulantes morían en la entrada, degollados por la acústica perfecta y severa del recinto.

El aire olía a papel viejo, a pegamento seco cristalizado y a polvo inteligente, ese polvo que está hecho de piel humana y palabras muertas. Caminé por los pasillos largos, donde la luz natural caía con pereza, iluminando partículas que flotaban en suspensión eterna, fantasmas microscópicos. Había poca gente. En las mesas de madera pesada, algunos estudiantes de preparatoria se besaban a escondidas o dormían sobre sus cuadernos de física, usando la biblioteca no para aprender, sino para escapar del ruido y el hacinamiento de sus casas. Un empleado pasaba un carrito de libros con un chirrido metálico —iiiiic, iiiiic— que resonaba como un grito en una catedral. Tenía la espalda encorvada y los ojos grises de quien lleva treinta años acomodando las mismas historias, atrapado en un bucle de silencio, el guardián de palabras que nadie leía.

Me dirigí a la sección de Historia Prehispánica, ubicada al fondo de la nave central, donde la luz natural moría antes de tocar el suelo de duela crujiente. Las estanterías de metal gris se alzaban como las costillas de un leviatán oxidado, formando pasillos estrechos que olían a encierro y a celulosa en descomposición. Estaba solo. El único sonido era el zumbido eléctrico, casi un susurro de avispas, de las lámparas fluorescentes que parpadeaban, luchando por iluminar la penumbra.

No sabía qué buscaba exactamente. Solo sabía que el hombre que había operado al santero no seguía manuales modernos. Su técnica era antigua, litúrgica. No buscaba matar; buscaba escribir. Pasé horas jalando volúmenes. No eran libros de bolsillo; eran ladrillos de conocimiento olvidado. Bernardino de Sahagún. Diego Durán. Francisco Javier Clavijero. Tomos inmensos, encuadernados en piel oscura que se deshacía al tacto, soltando un polvo rojizo que me manchaba las yemas de los dedos como sangre seca. Sus lomos estaban quebrados por el tiempo y crujían como articulaciones viejas cada vez que los forzaba a abrirse sobre la mesa.

El papel, amarillento y quebradizo como hojas de otoño, tenía la textura de la piel muerta. Pasaba las páginas con cuidado, sintiendo el relieve de la tipografía hundida en la hoja por prensas de hace siglos. Mis dedos se detuvieron en los grabados. Litografías en tinta negra que el tiempo no había logrado borrar: hombres desollados en honor a Xipe Tótec, sus rostros convertidos en máscaras vacías; sacerdotes vistiendo la piel de las víctimas como trajes dorados, con las manos colgando flácidas como guantes macabros. Pero eso era ritual público. Era fiesta, ruido y tambores en el Templo Mayor. Lo del mercado había sido privado. Íntimo. Quirúrgico. Silencioso.

Mis ojos, enrojecidos por la falta de sueño y el polvo, se detuvieron en una tesis doctoral mal encuadernada, con espiral de plástico negro, olvidada en un estante inferior, casi a nivel del suelo. El lomo decía: «Topografía Sagrada y Sacrificio Ritual en el Posclásico Tardío: La Geometría del Dolor».

El título me golpeó como un puñetazo en el plexo solar. La saqué. El polvo bailó violentamente en el haz de luz. Me senté en una de las mesas, bajo la mirada severa de un bibliotecario que parecía momificado en vida. Abrí el texto. No era la prosa seca de un historiador aburrido que busca una beca. Era apasionada. Analítica pero vibrante, casi febril. Leí, devorando las palabras: «...para el sacerdote azteca, el cuerpo humano no es una unidad biológica cerrada, sino un microcosmos que refleja la geografía del universo. Los tendones son los caminos (otli). El corazón es el sol (tonatiuh). El sacrificio no destruye; reordena. Al abrir el pecho, se abre un portal. Si la incisión sigue las líneas de tensión de la fascia, se crea una resonancia...»

Pasé la página con dedos temblorosos. Y allí estaba. Un diagrama dibujado a mano, tinta negra china sobre papel bond blanco. Una ilustración de un nudo ceremonial hecho con cuerdas de ixtle. Era idéntico. Malditamente idéntico. Idéntico al nudo que el Sastre había hecho con los tendones del santero. La misma torsión, la misma geometría imposible.

Sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura fría de la biblioteca. El pie de foto rezaba: "Nudo de Anclaje Cardinal. Usado para fijar una esquina del universo antes de la Renovación del Fuego".

No decía "Norte". No decía "Sur". Decía "Esquina". Mi mente de policía hizo clic como el percutor de un revólver vacío. Si el Santero era un anclaje... si era una esquina... entonces la figura geométrica estaba incompleta. Faltaban las otras esquinas. El Sastre no había terminado. Apenas estaba poniendo los cimientos de su templo.

Busqué el nombre del autor. Portada interior. Dra. Leonora Aris. Curadora en Jefe del Departamento de Etnografía. Museo Nacional de Antropología. Fecha: 1995. Leonora Aris. El nombre resonó en mi cabeza con la claridad de una campana de iglesia en la madrugada.

Cerré el libro de golpe. El sonido fue un disparo seco en el silencio. Mis manos sudaban sobre la cubierta de plástico. Martínez quería que archivara el caso. Quería que fuera un homicidio más en la estadística aburrida del fin de siglo. Pero Martínez no había visto este libro. Martínez veía un cadáver podrido. La Dra. Aris veía... el plano completo.

Me levanté. Mis rodillas tronaron. El hambre y la fatiga me marearon por un segundo, el mundo osciló. Salí de la Ciudadela. La luz de la tarde era anaranjada y sucia, filtrada por la contaminación industrial. Frente a mí, en la calle, un perro callejero sarnoso devoraba una bolsa de basura rota. Me miró con ojos amarillos y gruñó, enseñando dientes marrones. Por un instante, vi el rostro del santero en el perro. Vi la piel colgando de sus costillas.

Me tallé los ojos. Tenía un nombre. Tenía una dirección: El Museo de Antropología, allá en Chapultepec, donde la ciudad finge ser primer mundo y esconde sus huesos en vitrinas de cristal. Tenía que encontrar a esa mujer. Ella había dibujado el mapa del infierno cuatro años antes de que el Sastre empezara a caminar por él. Ella era la única que podía decirme qué forma tenía el monstruo que estábamos persiguiendo.

Guardé la dirección anotada en mi bolsillo, sintiendo el papel como si fuera un amuleto, una protección contra la locura que reptaba por las paredes de mi departamento. Inocente de mí. Pobre idiota. Salí a la lluvia sintiendo, por primera vez, que tenía una pista sólida. Que dejaba de dar palos de ciego en la oscuridad. Creí que había encontrado una aliada, una traductora para el idioma de sangre que me había infectado.

No sabía que en el Mictlán no existen los aliados, solo los turnos en la fila del sacrificio. Al buscar su nombre, no había encontrado una salida. Había acelerado el trámite. No caminaba hacia una respuesta; caminaba, con la arrogancia de quien se cree despierto, directamente hacia el altar mayor.

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