V. El Estreno de la Carne

Noche del 17 de septiembre. Cine Ópera, Colonia San Rafael

La calle Serapio Rendón no era una vía pública; era una garganta oscura y estrecha, la tráquea de un monstruo urbano. Eran las dos de la mañana y la lluvia no cesaba, una cortina de agujas frías que convertía los baches profundos en espejos negros, pozos de alquitrán que reflejaban la única verdad de la colonia: aquí todo se vendía, desde la carne hasta el alma, y todo se compraba con descuento.

Ella estaba parada bajo el toldo roto de una taquería cerrada, protegida por lona grasienta. La llamaban "La Magda". Llevaba un abrigo de imitación de piel de leopardo que había visto mejores décadas y peores dueños, y medias de red que cortaban la circulación de sus muslos cansados, marcando la piel con un patrón de rombos amoratados. Fumaba con rabia, inhalando el humo como si fuera oxígeno vital, esperando un cliente, esperando el fin del mundo, esperando cualquier cosa que no fuera el silencio ensordecedor de su propia cabeza y el eco de sus deudas.

El Sastre la observó desde el otro lado de la acera, inmóvil como una gárgola bajo la lluvia. No veía a una mujer. No veía su historia de abandono, ni los hijos que alimentaba con el dinero sucio de sus rodillas. Veía el Nodo Oeste. Veía el Cihuatlampa, el rumbo de las mujeres muertas en el parto, el lugar donde el sol cae y es devorado por la boca de la tierra. Ella era la "Carne Vendida". El símbolo perfecto del comercio que desolla el alma antes de tocar el cuerpo.

El Sastre cruzó la calle. Sus botas militares no hacían ruido sobre el asfalto mojado; absorbían el impacto. Llevaba un paraguas negro, cerrado, con punta de acero, que usaba como bastón de mando. Se detuvo frente a ella. La Magda exhaló el humo, una nube gris que se mezcló con la lluvia. Lo miró de arriba abajo con ojos de tasadora experta. Ropa oscura, manos enguantadas en cuero fino, gafas oscuras en plena noche. Un pervertido más. O un policía judicial. En esta ciudad, a esa hora, era la misma bestia con diferente collar.

—¿Buscas compañía, muñeco? —preguntó ella, con la voz ronca, lijada por mil cajetillas de Raleigh y mil gritos no dados. —Busco una actriz —dijo él. Su voz era monótona, una grabación, sin deseo, sin calor humano. Ella soltó una risa seca, tosida, que sonó como huesos rotos en un saco. —Te equivocaste de esquina, cariño. Aquí no hay teatro. Aquí solo hay carne de segunda. —Exacto —dijo el Sastre.

Sacó un fajo de billetes de su abrigo. No eran pesos devaluados con ceros inútiles. Eran dólares. Billetes verdes, crujientes. La cara de Benjamin Franklin brilló bajo la luz amarilla y enferma de la farola. Los ojos de La Magda cambiaron. El cansancio crónico fue reemplazado instantáneamente por la avaricia de la supervivencia, el brillo del hambre. —¿Qué tengo que hacer? —preguntó, tirando el cigarro al charco, donde siseó al morir. —Caminar —dijo él—. Cruzar la calle. Entrar al palacio.

Señaló con la punta ferrada del paraguas hacia la fachada monumental del Cine Ópera. El edificio se alzaba ante ellos como un titán leproso, devorado por la propia ciudad que alguna vez lo aplaudió. Su piel de concreto, antaño color crema y oro, estaba ahora manchada de hollín graso y moho negro, una necrosis arquitectónica que avanzaba desde los cimientos hundidos hasta la cornisa rota. Las dos inmensas estatuas de piedra en la fachada —las musas de La Tragedia y La Comedia— ya no custodiaban el arte; custodiaban el abandono absoluto. Tenían los rostros carcomidos por décadas de lluvia ácida, sus rasgos suavizados hasta parecer máscaras de cera derretida al sol, llorando lágrimas negras de mugre acumulada que les bajaban hasta el cuello de piedra.

Las ventanas del nivel superior estaban tapiadas con madera podrida que se hinchaba con la humedad, pareciendo parches de gangrena sobre los ojos ciegos del edificio. Las puertas de hierro forjado, obras maestras de la herrería Art Déco, estaban oxidadas, sangrando óxido al suelo, y encadenadas con gruesos candados industriales, cerrando la boca del monstruo.

—Está cerrado —dijo ella, dudando. Su voz sonó pequeña, insignificante, ante la inmensidad de la ruina. Un escalofrío que no era de frío, sino de instinto animal —la gacela oliendo al león—, le recorrió la espalda. —Tengo la llave —mintió él. O tal vez no. Para un hombre con su propósito, la entropía es la única llave necesaria.

La guio hacia un callejón lateral, un pasillo de orines y sombras, donde una puerta de servicio de metal, vencida por palancas de ladrones de cobre anteriores, gemía herrumbre con el viento. Entraron. El cambio de atmósfera fue violento, un golpe de presión. El ruido de la lluvia y el rugido distante de la ciudad desaparecieron instantáneamente, amputados por los muros de metro y medio de espesor. Fueron reemplazados por un silencio denso, aterciopelado y pesado. Un silencio que presionaba los tímpanos y se metía en la boca.

El Sastre encendió su linterna táctica. El haz de luz blanca cortó la oscuridad como un bisturí, revelando el cadáver de la opulencia. El aire allí dentro no se respiraba; se masticaba. Olía a polvo de cien años, a madera podrida, a yeso húmedo y al amoníaco penetrante y lagrimoso de la orina de rata y vagabundo. Pero debajo de la inmundicia, reptaba un perfume antiguo, dulce y empalagoso, casi espectral: el "fantasma olfativo" de las gardenias y los nardos de las damas de sociedad que venían aquí en los años 40, atrapado para siempre en los poros de las paredes.

La luz barrió el suelo. Lo que alguna vez fueron alfombras rojas de lana virgen, dignas de la realeza, eran ahora una masa irreconocible de pulpa marrón y negra, un compostaje de lujo. Estaban raídas, húmedas, convertidas en una piel de animal enfermo cubierta de hongos blancos que parecían dedos pequeños. Crujieron bajo sus pies con un sonido desagradable, esponjoso y crujiente a la vez. No era solo madera podrida. Eran jeringas usadas que estallaban bajo la suela. Condones secos y quebradizos como piel de serpiente. Periódicos de 1985 amarillentos y fusionados con el suelo. La arqueología del vicio. El vestíbulo había pasado de ser la antesala del arte a ser un basurero urbano plagado de memorias rotas y desperdicios biológicos.

El Sastre levantó la luz. Iluminó el techo del lobby. El inmenso candelabro de cristal de Bohemia, que en sus días de gloria refractó la luz de mil diamantes, ahora estaba cubierto de capas geológicas de telarañas grises y polvo compactado. Colgaba torcido, sucio y opaco, como una medusa muerta y seca flotando en un mar de oscuridad, esperando caer para matar a alguien.

Las escaleras de mármol de Carrara, amplias y curvadas como los brazos de una amante exigente, estaban cubiertas de escombros de mampostería caída. Los espejos de las paredes, biselados y enormes, estaban rotos o tan manchados de salitre que ya no reflejaban a los vivos, solo devolvían sombras distorsionadas y fragmentadas, cubismo de pesadilla.

—¿Dónde estamos? —susurró La Magda, llevándose la mano a la boca para no respirar el polvo de las alfombras muertas, sus ojos muy abiertos en la penumbra. —En el vientre —dijo el Sastre, empujándola suavemente pero con firmeza hacia la negrura de la sala principal—. Pero tu función es arriba.

La llevó al auditorio principal. El espacio era inmenso, una boca de lobo cavernosa diseñada para tragar sueños y devolver pesadillas. El Sastre alzó la linterna y el haz de luz se perdió en la vastedad antes de tocar el fondo, tragado por la distancia. Tres mil butacas vacías se extendían en la penumbra, curvándose como costillas de un esqueleto colosal. Alguna vez estuvieron forradas de terciopelo rojo importado de Francia, suave como el tacto de un amante rico; ahora, el tejido estaba calvo, roído por las ratas y cubierto de una capa gris de polvo humano —células muertas de miles de espectadores que pasaron por ahí durante décadas—. Miraban hacia el escenario como un ejército de fantasmas sentados, esperando en silencio eterno una función que se canceló hace años.

El Sastre iluminó el techo. Allí arriba, a veinte metros de altura, el cielo falso se estaba cayendo a pedazos. El fresco de nubes y querubines, que antaño prometía el paraíso a la clase media, estaba enfermo de viruela negra. La humedad se había filtrado por la azotea, creando manchas oscuras y bulbosas que parecían tumores en la piel de los ángeles pintados. La pintura se descarapelaba, lloviendo pedazos de cielo podrido sobre el patio de butacas, una caspa divina que cubría el suelo de escombros.

La Magda se abrazó a sí misma, sintiendo el frío húmedo y sepulcral penetrar su abrigo de leopardo sintético. Miró las paredes laterales. Los apliques de yeso dorados, esas formas geométricas Art Déco que gritaban modernidad y futuro en 1949, ahora eran muecas grotescas. El pan de oro se había oxidado, volviéndose negro y verdoso, idéntico a la bisutería barata que ella llevaba en las muñecas y que le manchaba la piel de verde infección. Ella y el edificio eran lo mismo. Dos monumentos a la obsolescencia programada. Ella, con sus medias de red rotas y su maquillaje corrido, era la versión de carne de este teatro: una estructura diseñada para el placer ajeno que había sido usada, gastada, saqueada y finalmente cerrada al público, dejada para que se pudriera en la oscuridad.

—Es... enorme —susurró ella, su voz perdiéndose en el eco, insignificante. Se sentía observada por las tres mil sillas vacías. Se sentía juzgada por el lujo muerto. —Es un altar —corrigió el Sastre, empujándola suavemente hacia las escaleras del proscenio—. Y ha estado esperando a su ídolo durante medio siglo.

Subieron al escenario. Las tablas de madera preciosa, que alguna vez sostuvieron a tenores italianos y orquestas sinfónicas, gimieron bajo sus pasos. Estaban combadas, hinchadas por el agua de las goteras, levantándose como lápidas en un cementerio olvidado, liberando esporas de hongos al pisarlas.

El Sastre dejó su kit en el centro, sobre una marca de cinta adhesiva vieja. Desde ahí, la vista era aterradora. La oscuridad del auditorio parecía sólida, una marea negra y densa lista para romper contra ellos y ahogarlos. —Desvístete —ordenó. —Aquí hace un chingo de frío... —protestó ella, su voz temblando, el vapor saliendo de su boca. La Magda miró hacia la cabina de proyección, allá arriba, un ojo cuadrado y ciego que ya no proyectaba luz, solo sombra y juicio. —Este lugar está muerto —dijo ella, abrazándose a sí misma. —No —respondió el Sastre, abriendo su estuche de herramientas con un click metálico—. Está hambriento. Y tú eres el pan.

El Sastre se movió. No fue un movimiento humano; fue una corrección espacial. Un borrón. No hubo golpe. Hubo una aguja. Una inyección rápida, precisa, en el músculo trapecio, cerca del cuello. Un cóctel de ketamina y paralizante muscular sintetizado en casa. La Magda intentó gritar, pero su lengua se volvió de plomo instantáneamente. El grito murió en su garganta, ahogado en saliva espesa. Sus rodillas cedieron como si le hubieran cortado los tendones. El Sastre la atrapó antes de que tocara el suelo sucio. La sostuvo con una delicadeza obscena, casi amorosa, como un bailarín atrapando a su compañera muerta en un pas de deux macabro. —Shhh —susurró él cerca de su oído, su aliento oliendo a menta clínica—. No rompas la cuarta pared. La función acaba de empezar.

La acostó en el centro del escenario, bajo la única luz cenital que él mismo había instalado horas antes: una lámpara de trabajo halógena alimentada por una batería de coche. El haz de luz blanca, cruda y sin filtro, creó un círculo perfecto sobre la madera podrida. Un quirófano teatral.

Comenzó la transformación. El Sastre sacó el Códice Negro y lo colocó en un atril improvisado. El diagrama del Oeste. «La carne vendida debe ser exhibida, no escondida. Ella es la mercancía final. El precio debe quedar grabado en la etiqueta.»

Con sus tijeras de trauma —acero mate, puntas romas para no dañar lo que hay debajo—, el Sastre comenzó el desvestir ritual. No hubo desgarros vulgares. El sonido fue el cric-cric-cric rítmico y seco del metal mordiendo el poliéster barato. Cortó el abrigo de leopardo sintético, liberando el olor a humedad, perfume barato y tabaco rancio que la prenda había absorbido por años, el aroma de la desesperanza. Cortó el vestido de licra roja. Cortó las medias de red, que se abrieron como telarañas rotas, liberando la carne comprimida y pálida.

Dejó los zapatos de tacón puestos. Un par de stilettos rojos de charol, desgastados en la punta y con el tacón pelado. Un toque de ironía cruel que el Designio exigía: la víctima debía permanecer, hasta el último segundo, sobre los pedestales de su propia explotación.

El cuerpo de La Magda quedó expuesto bajo el foco cenital. El Sastre se detuvo un segundo a admirarlo. No había lujuria sexual en sus ojos, solo respeto arqueológico. Aquella piel no era un cuerpo de revista; era un mapa de topografía hostil. El vientre estaba marcado por las estrías plateadas de embarazos adolescentes y la cicatriz gruesa, queloide y fea, de una cesárea hecha de mala gana en un hospital público. Los brazos tenían quemaduras circulares de cigarro, constelaciones de abuso antiguo. El Sastre asintió. Era un documento histórico. Una piel que ya sabía lo que era sufrir, y por lo tanto, digna de portar el mensaje.

Procedió a la preparación del lienzo. Tomó la navaja de afeitar antigua, una Solingen de mango de nácar que brillaba con luz propia en la penumbra. No la desolló. El Este (el Santero) había sido Amanecer y Revelación, por eso requirió abrir el pecho. El Oeste es diferente. El Oeste es Cihuatlampa. Es el lugar donde el sol cae, envejece y muere. Es Decadencia. La piel no debía quitarse; debía ser marcada, tatuada con dolor.

El Sastre aplicó alcohol puro sobre el muslo derecho de La Magda. El líquido frío golpeó la piel caliente. Ella se estremeció, un espasmo involuntario, eléctrico, que luchó inútilmente contra la parálisis química. La piel se erizó, la "piel de gallina" levantando el vello microscópico. Con movimientos largos y musicales, el Sastre rasuró el muslo. La navaja cantaba contra la piel, shhhk, shhhk, retirando vello, mugre y células muertas, dejando un rectángulo de carne pálida, suave y vulnerable, enmarcada por la crudeza del resto de su cuerpo.

Sus ojos estaban abiertos, vidriosos, fijos en la tramoya oscura donde los telones podridos colgaban como ahorcados, testigos mudos de la operación. Ella estaba gritando por dentro, golpeando las paredes de su propio cráneo.

El lienzo estaba listo. El Sastre tomó el bisturí número 11. No era la hoja curva para cortar tejido; era la hoja triangular, de punta agudísima. La hoja del punzonista. Comenzó a escribir. No usó tinta. Usó la dermis. Apoyó la punta del acero sobre la grasa blanca del muslo. Presionó. La piel cedió con un suspiro húmedo, un beso metálico. La sangre no brotó de inmediato; primero apareció una línea blanca, la dermis separándose, luego el amarillo del tejido adiposo, y finalmente el rojo oscuro. El Sastre trabajaba con una obsesión tipográfica. Limpiaba la herida cada tres segundos con una gasa estéril, impidiendo que el flujo oscureciera el trazo. No estaba haciendo cortes simples. Estaba esculpiendo Serifas.

Hundía la hoja, giraba la muñeca con elegancia y cortaba en ángulo para darle a los números el estilo gótico, Fraktur, que el Códice mostraba. El 1 no era un palo; era una columna con base y capitel sangriento. El 9 era una espiral perfecta que se curvaba hacia el hueso fémur.

La Magda lloraba en silencio, las lágrimas rodando hacia sus orejas, acumulándose en su cabello sucio, pero el Sastre no se detuvo. Su pulso era firme, febril. Estaba convirtiendo una pierna humana en una página de la Biblia de Gutenberg. Cada número era una trinchera en miniatura, un valle de dolor donde la sangre se estancaba, negra y brillante, volviéndose la tinta indeleble de la coordenada fatal.

19° (El dolor es información) 26' (La latitud es destino) 04" N (El Norte nos observa)

Debajo, la longitud. 99° 07' 55" O

Cada número era una herida profunda, tallada hasta la fascia perlada. Un grabado en bajorrelieve sobre la carne viva. El Sastre recogió una de las lágrimas de La Magda con el dedo enguantado y la mezcló con la sangre de la herida del número 4. —Consagración —murmuró—. Agua y vino.

Cuando terminó la escritura, el muslo era un documento sangriento, un pergamino de grasa y músculo que gritaba coordenadas al silencio. Pero faltaba el Toque Final. La puesta en escena.

El Sastre sacó de su estuche una aguja curva de tapicero y un carrete de hilo de sutura negro, grueso, del que se usa para cerrar autopsias torpes. Se inclinó sobre el rostro de La Magda. Ella, paralizada por la química pero despierta en el infierno, lo vio acercarse. Vio el brillo de la aguja bajo la luz cenital reflejado en su propia pupila dilatada. —El público no debe parpadear —susurró él con una suavidad paternal, acariciando su frente sudorosa—. La verdad es luz, Magdalena. Y tú eres el público cautivo de tu propia muerte.

La primera puntada fue un acto de violencia microscópica. La aguja perforó la piel de la ceja izquierda con un pop audible, bajó, atravesó el borde del párpado superior y tiró hacia arriba. El hilo negro se tensó. El párpado se levantó, forzado, revelando el globo ocular que, expuesto al aire seco y polvoriento del teatro, comenzó a secarse y a brillar como una canica de vidrio. Repitió el proceso en el ojo derecho. Ahora ella era una cámara que no podía dejar de grabar. Una testigo eterna condenada a ver.

Luego, procedió a la escultura final. El Sastre manipuló el cuerpo inerte. El "rigor químico" de la parálisis hacía que sus miembros pesaran como plomo muerto, pero él tenía la fuerza del fanático. Forzó las articulaciones. Se escuchó un clac seco, hueso contra hueso, cuando rotó su hombro fuera del ángulo natural para acomodarlo.

Arrastró desde la oscuridad de un palco lateral una silla de estilo Luis XV, con el terciopelo rojo carcomido por las polillas y la madera dorada despintada. El Trono de la Miseria. La sentó. Con la autoridad de un titiritero macabro, le cruzó las piernas. Una postura de cruce elegante, de revista de modas, pero grotesca en su desnudez y en las heridas sangrantes. La Magda parecía una reina de la alta sociedad que había sido despojada de todo menos de su altivez.

Tomó las manos de ella, frías y laxas, y las colocó sobre los reposabrazos de madera podrida. Para asegurar la pose, para que la muerte y la relajación muscular no la desmoronaran, sacó dos clavos. No eran clavos quirúrgicos. Eran clavos de vía de tren, viejos, cuadrados, infectados de óxido, tétanos y tiempo. Colocó la punta roma sobre la palma de la mano derecha de ella. Alzó un martillo de bola pesado.

¡CLANG!

El sonido resonó en la acústica perfecta del teatro como un disparo de cañón, despertando a los murciélagos en la cúpula. El clavo atravesó carne, rompió los metacarpianos con un crujido húmedo y se hundió en la madera, anclando a la actriz a su escenario. La Magda intentó gritar, pero solo salió una burbuja de saliva rosada de sus labios.

¡CLANG!

La segunda mano quedó fijada. Crucifixión sentada.

El Sastre se limpió una gota de sudor de la frente con el antebrazo. Jadeaba ligeramente. Dio dos pasos atrás. Guardó sus herramientas con la calma metódica de quien ha terminado una jornada laboral honesta. Bajó del escenario, sus pasos resonando en la madera hueca, y caminó por el pasillo central hacia la platea vacía. Se sentó en la butaca A-1, justo en el centro de la primera fila. Cruzó las piernas. Se acomodó en el terciopelo raído. Miró su obra.

El cuadro era una blasfemia perfecta. En el escenario inmenso, negro y cavernoso del Cine Ópera, bajo el único haz de luz blanca que caía como un juicio divino, estaba La Magda. Desnuda, excepto por los tacones rojos que brillaban. Sentada como una emperatriz en su trono de podredumbre. Con los ojos abiertos a la fuerza, cosidos al asombro, dos pozos de pánico mirando la nada infinita. Y en su muslo, sangrando negro sobre blanco, la ubicación exacta del Infierno.

Era la Venus de la Basura. Un retablo barroco hecho de carne desechable y arquitectura muerta.

El Sastre, satisfecho, conmovido por la belleza de la tragedia, levantó sus manos enguantadas y aplaudió. Una sola vez. ¡PLA!

El sonido seco, solitario, viajó por el aire viciado, rebotó en el fresco de los ángeles tumorales, recorrió las tres mil butacas vacías y regresó al escenario, una ovación fantasma para una función de uno.

Sacó su radio de onda corta. —El Oeste ha caído —dijo a la estática blanca. Se levantó y salió por la puerta lateral, dejando a la actriz principal interpretar su monólogo eterno de agonía ante un auditorio lleno de polvo, sombras y silencio.


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