VI. La Diva de los Clavos
Mañana del 18 de septiembre.
El Cine Ópera no estaba muerto; estaba velándose a sí mismo bajo una mortaja de lluvia ácida y mugre acumulada. No llegué ahí por suerte. La suerte es para los inocentes y los estúpidos. Llegué ahí porque la frecuencia de radio de la patrulla, esa estática constante y rasposa que servía de banda sonora a mi insomnio crónico, escupió una frase que me heló la sangre más que el aire acondicionado averiado.
Eran las 5:30 AM. Yo estaba estacionado en la Ribera de San Cosme, comiendo tacos de canasta fríos y grasosos que me sabían a plástico, tratando de no pensar en el nudo de tendones. Entonces, la voz de un patrullero del Sector Buenavista rompió el ruido blanco. Sonaba aterrorizado, agudo, al borde del vómito. —Central... 10-54 en el Cine Ópera. Intrusión. Tenemos... tenemos una femenina en el escenario. Sin signos vitales. Repito, femenina sentada. —Hubo una pausa llena de estática eléctrica—. Central... no hay sangre. Está... parece una muñeca de aparador. Está posada. Solicito MP y... carajo, solicito apoyo espiritual o algo.
"No hay sangre". "Posada". Las palabras resonaron en mi cráneo. Solté el taco. La grasa manchó mi pantalón, pero no me importó. El perro rabioso en mi cabeza, que había estado dormitando, dejó de ladrar y empezó a gruñir. Era él. El Sastre. No había dejado un cadáver; había dejado otra escultura.
Llegué a la colonia San Rafael en cinco minutos, quemando semáforos en rojo y llantas en el asfalto mojado. La calle Serapio Rendón olía a pan dulce viejo, a basura fermentada y a escape de camión diésel. Me estacioné lejos, en la oscuridad, para no alertar a los uniformados. Vi a la patrulla 1024 estacionada frente a la fachada monumental. Las torretas azules y rojas giraban en silencio, pintando la ruina de colores de feria barata. Los dos oficiales estaban afuera, bajo la lluvia, fumando compulsivamente. Uno de ellos estaba pálido, verdoso, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Habían visto algo que su entrenamiento básico no cubría.
Aproveché su distracción, su miedo. Me deslicé hacia el callejón lateral, pisando charcos de agua negra. Forcé la entrada de servicio con mi navaja, la misma puerta que ellos habían dejado mal cerrada en su prisa por salir a respirar aire que no oliera a tiempo muerto.
Entré. El haz de mi linterna Maglite cortó la oscuridad densa como un sable de luz, iluminando partículas de polvo que bailaban como espíritus microscópicos perturbados por mi intrusión. El silencio del auditorio era pesado, teatral. Olía a humedad estancada, a orina de rata cristalizada y a la nostalgia rancia de mil perfumes baratos absorbidos por el terciopelo de las butacas durante décadas. El hedor de la grandiosidad fallida. No era el silencio vacío de un edificio abandonado; era el silencio expectante de un público conteniendo la respiración antes del clímax. El edificio me observaba.
Caminé hacia el escenario, mis pasos amortiguados por la alfombra podrida, sacando mi cámara Polaroid personal del bolsillo de la gabardina. Martínez me mataría si supiera que la traía, me suspendería o algo peor, pero necesitaba capturar la pesadilla antes de que los peritos la convirtieran en evidencia estéril, en números de expediente.
Y allí estaba ella. No era un cadáver tirado como basura. Era una instalación artística macabra. La mujer —una prostituta, a juzgar por los restos de ropa barata de leopardo amontonados a un lado y la dureza callosa de sus manos— estaba sentada en un trono de terciopelo rojo carcomido, clavada a los reposabrazos con clavos de vía de tren oxidados y brutales. Estaba desnuda, pálida como el mármol de Carrara bajo el foco de una lámpara de trabajo que zumbaba como una mosca eléctrica atrapada en una botella.
Me acerqué. La náusea me golpeó en el estómago, un puñetazo de realidad, pero la reprimí tragando bilis. Ahora era un forense ilegal. Levanté la cámara.
Clic-Zzzzt.
El sonido del mecanismo fue obscenamente ruidoso, un disparo de juguete en una catedral, rasgando el silencio sagrado del teatro. El flash estalló, iluminando la escena por una fracción de segundo con una luz blanca y clínica, revelando detalles que la linterna escondía en las sombras.
Foto 1: El Rostro. Lo que me detuvo el corazón no fue la desnudez ni los clavos. Fueron los ojos. No parpadeaban. No podían. Alguien le había cosido los párpados a la piel de las cejas con hilo de sutura negro. Puntadas pequeñas, precisas, de colchonero. La habían obligado a mirar su propia muerte hasta el final. Sus ojos, secos y vidriosos, me devolvieron el reflejo del flash. Clic-Zzzzt.
Foto 2: Las Manos. Los clavos atravesaban las palmas, rompiendo huesos y tendones. No había moretones de lucha. La posición de los dedos era... relajada. Curvada. Elegante. Como si estuviera descansando en un palco de ópera. Clic-Zzzzt.
Foto 3: El Escenario. Tomé una foto amplia. La silla roja como una mancha de sangre. La lámpara solitaria. La oscuridad absoluta detrás que parecía devorarla. Parecía una pintura negra de Goya, pero hecha con carne real y madera podrida.
Luego, bajé la vista al muslo derecho. Allí estaba la firma. No eran tendones trenzados esta vez. Eran números. Cortes profundos, limpios, hechos con una caligrafía de bisturí que imitaba una tipografía gótica antigua. La sangre se había secado dentro de los surcos, coagulándose negra, creando un contraste perfecto sobre la piel blanca y fría.
19° 26' 04" N 99° 07' 55" O
Clic-Zzzzt. Clic-Zzzzt. Tomé dos fotos del muslo. Una de lejos, para el contexto. Una macro, para la textura de la herida. Necesitaba esos números. Eran una voz hablándome directamente a través de la piel muerta.
Guardé las fotos en el bolsillo interior, sintiendo cómo el químico del revelado calentaba la tela contra mi pecho, quemándome la piel. Mis manos temblaban, pero no de miedo. De una excitación enferma, dopamina negra. Era el voyeurismo del desastre; estaba profanando un santuario con mi tecnología barata. Era la vibración del cazador que acaba de encontrar una huella fresca en el lodo y se da cuenta, con horror y fascinación, de que la bestia es mucho más grande y antigua de lo que imaginaba.
—Te tengo —susurré, mi voz sonando pequeña en el auditorio vacío, sin saber que le estaba hablando a mi propia sombra proyectada en el telón.
Escuché sirenas a lo lejos. El aullido mecánico de la ley. El Ministerio Público. Martínez. La burocracia venía a barrer el arte con sus botas sucias. Salí por atrás, llevándome la galería de horrores en el bolsillo y la certeza absoluta de que esto no era un crimen pasional. Era el segundo acto de una liturgia.
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Mi Tsuru era un horno bajo el sol de mediodía. El vinil de los asientos quemaba a través de la ropa y el aire dentro de la cabina olía a plástico caliente, sudor viejo y smog estancado. Estaba estacionado en doble fila sobre Reforma, con las intermitentes puestas, ignorando los claxonazos furiosos de los microbuseros que me mentaban la madre al pasar.
Saqué la Guía Roji del 98, esa biblia de mapas cuadriculados y calles imposibles que todo chilango traía en la guantera como única defensa contra el laberinto de concreto. El papel estaba gastado, suave al tacto como piel de anciano, manchado de café y ceniza de años anteriores. Se sentía frágil, como si el mapa fuera un tejido orgánico que apenas sostenía la ciudad.
Desplegué el plano general sobre el volante. Saqué mi bolígrafo Bic y marqué los puntos que tenía: El Mercado de Sonora. El Cine Ópera.
Luego, busqué las coordenadas que había copiado del muslo de la mujer. 19° 26' 04" N, 99° 07' 55" O. Mi dedo trianguló la posición en la retícula roja. La esquina de Seminario y Moneda. El corazón del Centro Histórico. El Templo Mayor.
Coloqué la regla de plástico sobre el mapa. Intenté unir los tres puntos. Esperaba una línea recta. Un eje perfecto que cruzara la ciudad como una cicatriz. Pero no. El Templo Mayor no estaba alineado en el centro. Estaba ligeramente desplazado hacia el Norte.
Miré el dibujo. No era una línea. Era un ángulo obtuso. Una flecha rota. O quizás... la mitad de algo más grande. Si unía Sonora con el Templo y el Templo con el Cine Ópera, tenía un triángulo abierto. Una boca geométrica esperando cerrar. Pero el mapa se sentía desequilibrado. Con esta geometría, le faltaban patas a la mesa. Se caía.
Mi mente de policía, entrenada para buscar patrones lógicos en el caos, sintió el vértigo físico. La retícula roja del mapa parecía moverse, ondular bajo mi vista cansada, como si las calles trataran de reacomodarse para ocultar el secreto. El mundo giró. El asesino no estaba trazando una ruta de escape ni escondiendo cuerpos. Estaba dibujando un símbolo sobre la ciudad, usándonos a nosotros como tinta y al asfalto como papel.
Pero yo era un analfabeto funcional mirando un plano arquitectónico complejo. Veía los muros, pero no entendía el edificio. ¿Qué figura era? ¿Un rombo? ¿Una cruz? ¿O algo más antiguo, algo que requería sangre para mantenerse en pie?
Necesitaba un traductor. Alguien que supiera qué diablos significaba ese ángulo y hacia dónde debía apuntar la siguiente línea de sangre. Y yo tenía un nombre ardiendo en mi bolsillo.