VII. El Ombligo de la Luna

Arranqué el coche. El motor tosió humo negro y enfiló hacia el Bosque de Chapultepec, buscando la única voz capaz de traducir el idioma de la sangre.

El Museo Nacional de Antropología es el único lugar de esta ciudad maldita donde el silencio no es ausencia de ruido, sino una orden marcial. Llegué a la explanada. El edificio se alzaba frente a mí como una fortaleza de piedra volcánica y cristal, un búnker brutalista diseñado por Pedro Ramírez Vázquez no para invitar al público, sino para proteger el pasado de la podredumbre del presente. La arquitectura era aplastante; bloques rectangulares que pesaban toneladas, suspendidos en el aire con una arrogancia gravitatoria, recordándote tu insignificancia biológica frente a la eternidad geológica de la piedra.

Entré mostrando la placa, sintiéndome sucio, contaminado. Mi traje barato de poliéster brillaba con la grasa del uso, mi olor a tabaco rancio y sudor ácido de tres días me envolvía como un aura tóxica. El peso vulgar de mi pistola sobaquera calibre .38 desentonaba violentamente con la pulcritud clínica del mármol. Yo era una bacteria entrando en un quirófano estéril. Un error de higiene en el templo.

Pregunté por ella en la administración. —La Dra. Aris está en la Sala Mexica. Restauración de la Piedra del Sol —dijo la secretaria, sin mirarme, tecleando con la cadencia de un metrónomo—. No le gustan las interrupciones. —Es un asunto oficial —dije, usando mi "voz de policía", esa que funcionaba con los carteristas de la Merced. Aquí, bajo estos techos de cinco metros de altura, mi autoridad sonaba pequeña, ridícula, un ladrido de perro chihuahua en una catedral.

Caminé hacia el patio central. Y allí estaba. El Paraguas. Esa columna de concreto imposible, grabada con águilas y jaguares, sosteniendo una losa del tamaño de una ciudad. La cortina de agua caía en un círculo perfecto, un sonido constante, atronador e hipnótico —SHHHHHHHHH—, que lavaba el ruido del tráfico de Reforma y creaba una frontera acústica impenetrable. No era agua decorativa; era un muro líquido. Caminar cerca era sentir la presión de la ingeniería moderna domesticando a los dioses antiguos.

Crucé el umbral de la Sala Mexica. El aire cambió de golpe. La temperatura bajó diez grados artificialmente. No era fresco; era frío de conservación, aire filtrado para detener la entropía. La penumbra era reverencial, diseñada para que las sombras jugaran trucos en la visión periférica. No era un museo. Era una cripta climatizada. Olía a cera para pisos, a piedra fría y a tiempo detenido.

A mi izquierda, el Tzompantli: cientos de cráneos de piedra alineados geométricamente, sonriendo la sonrisa eterna y burlona del sacrificio aceptado. A mi derecha, vitrinas blindadas exhibían el arsenal de la conquista espiritual: cuchillos de pedernal con rostros demoníacos y recipientes de obsidiana —Cuauhxicalli— diseñados anatómicamente para contener corazones que ya no latían.

Los ídolos no eran estatuas; eran presencias radiactivas. La Coatlicue se alzaba al fondo, monstruosa y madre, con su falda de serpientes entrelazadas, dominando el espacio como una deidad nuclear. Las dos cabezas de serpiente que formaban su rostro parecían listas para morder, inyectando veneno de basalto en el aire.

Y allí, a los pies de la Piedra del Sol, empequeñecida por el calendario de 24 toneladas pero dueña absoluta del silencio, estaba ella. La Dra. Leonora Aris.

Llevaba una bata blanca, inmaculada, sobre ropa negra de cuello alto. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño severo, perfecto, tensado con fuerza, que dejaba ver un cuello largo y elegante. No se giró cuando mis zapatos de suela de goma chirriaron —skreee— en el piso pulido. Estaba examinando una grieta en la piedra con una lupa de joyero.

—Si viene a preguntar por el presupuesto del trimestre, dígale al director que no hay dinero para la nueva iluminación —dijo. Su voz era clara, cultivada, con una dicción precisa que cortaba el aire frío como un bisturí. —No soy del presupuesto —dije, mi voz ronca, lijada por el tabaco—. Soy de Homicidios.

Ella se detuvo. Su mano se congeló. Bajó el instrumento lentamente. Se giró. Sus ojos eran oscuros, obsidiana líquida, inteligentes, con una profundidad que me hizo sentir transparente. Me escaneó en un segundo: vio mis zapatos gastados, mi nudo de corbata mal hecho, las ojeras moradas, la mancha de grasa de taco. No vio a un hombre. Vio un espécimen. —Homicidios —repitió, saboreando la palabra como si fuera un vino exótico—. Qué concepto tan moderno y vulgar para algo tan antiguo.

Me acerqué, invadiendo su círculo de asepsia. Saqué las fotos. No las del cadáver de La Magda; esas eran demasiado pornográficas para este templo. Saqué la foto del nudo de tendones del santero. —Usted escribió una tesis. "La Geometría del Dolor". Encontré este... patrón... en una escena del crimen.

Ella tomó la foto con una pinza de sus dedos. Apenas tocó el papel, como si temiera infectarse de mi mediocridad. Por un momento, una sombra cruzó su rostro pálido. ¿Sorpresa? ¿Reconocimiento? Sus pupilas se dilataron, tragando la luz. —Fascinante —susurró, y el tono no era de horror, sino de hambre intelectual—. Un nudo de ixtle ceremonial. Usado para atar los años en la ceremonia del Fuego Nuevo, para asegurar que el sol vuelva a salir y no nos devore la oscuridad. —Me miró a los ojos, perforándome—. Pero el material... esto no es cuerda vegetal, ¿verdad, Detective?

—Son tendones humanos —dije, esperando el asco civilizado. No hubo asco. Hubo validación. —Tlalpilli de tejido conectivo —murmuró—. Una literalidad exquisita.

Ella dejó la foto sobre la vitrina y caminó hacia una estatua cercana, sus tacones resonando con autoridad marcial. —Xipe Tótec —dijo, señalando una figura de arcilla que vestía una piel humana tallada—. Nuestro Señor el Desollado. —Me miró con una intensidad magnética—. La gente moderna cree que los aztecas estaban obsesionados con la muerte. Se equivocan. Estaban obsesionados con la vida, con la continuidad. La piel es una cáscara, Detective. Una semilla que debe romperse, rasgarse, para que lo nuevo nazca. El desollamiento no era tortura; era agricultura. Era renovación.

Se acercó a mí. Olía a nardos, a solventes químicos de restauración y a ozono; un perfume frío, eléctrico y preservativo. Era una luz negra en medio de toda la podredumbre. —¿Por qué viene a mí? —preguntó—. La policía usualmente busca huellas dactilares y confesiones baratas, no teología aplicada.

—Porque mi comandante dice que es un ajuste de cuentas de narcos —solté. La verdad salió sola, vomitada—. Pero los narcos quieren dinero, territorio o poder. El hombre que hizo esto... —...quiere orden —completó ella.

La palabra flotó entre nosotros, pesada como una losa. Orden. Sí. Eso era. La antítesis del caos del DF.

Saqué mi Guía Roji del bolsillo trasero, doblada, caliente y maltratada. La abrí sobre la vitrina de cristal inmaculado. El papel barato y sucio del mapa profanó la pulcritud del museo. Grasa contra cristal. —Estoy perdido, Dra. Aris —confesé, bajando la guardia, sintiéndome un niño perdido en un supermercado—. He trazado las coordenadas. Tengo un punto en el Mercado de Sonora, al Este. Tengo otro en el Cine Ópera, al Oeste. Y los números del muslo apuntan aquí, al Templo Mayor. —Señalé el triángulo incompleto con mi pluma Bic—. Pero no es una línea recta. Es un ángulo obtuso. Es una mesa de dos patas. Siento que el mapa se me cae. No se sostiene.

Leonora se inclinó sobre la Guía Roji. Su cercanía era embriagadora; su intelecto se sentía como una fuerza física, una gravedad propia. —Usted piensa en líneas, Detective. Piensa en geometría euclidiana, en planos cartesianos. Pero esto... —Su dedo índice, de uña perfecta, trazó una cruz invisible sobre el mapa grasiento—. ... esto es Cosmogonía.

Levantó la vista y señaló la Piedra del Sol a nuestras espaldas, ese ojo de piedra que todo lo veía. —El universo azteca no es un plano; es una flor de cuatro pétalos con un centro, el Nahui Ollin. Cuatro rumbos que sostienen el cielo para que no aplaste a la tierra. Cuatro esquinas del cosmos.

Volvió a mirar la foto del nudo. —Este nudo no es solo un amarre. Es un Anclaje Cardinal. —Su voz bajó, volviéndose un susurro cómplice, casi conspiratorio—. El Este es el Tlapallan, el lugar de la luz, el color rojo y el fuego. El Oeste es el Cihuatlampa, el lugar de las mujeres muertas y la tierra blanca. Si su asesino ya ancló esos dos puntos...

Me miró fijamente, y en sus ojos vi el brillo peligroso de una maestra que ve a su alumno entender por primera vez la magnitud del abismo. —...entonces el ritual está a la mitad. El universo necesita equilibrio estático, Santiago. Para sostener el centro, necesita las otras dos esquinas. Necesita el Norte, el Mictlampa, el lugar de la piedra árida y el viento de la muerte. Y necesita el Sur, el Huitztlampa, el lugar de la humedad y el agua azul.

Mi mente hizo clic. Un engranaje oxidado girando por fin. El triángulo roto no era un error. Era una obra en construcción. —Fuego y Tierra ya están —murmuré, con la boca seca—. Faltan Piedra y Agua.

Ella sonrió. Fue una sonrisa pequeña, gélida, casi imperceptible, pero iluminó su rostro severo con una belleza terrible. —El Axis Mundi. El ombligo del mundo solo se abre cuando las cuatro esquinas están clavadas con sangre. Por supuesto. Es una Re-Fundación.

Dio un paso hacia mí. Sentí el calor de su piel a centímetros de distancia, un puente voltaico cruzando el abismo entre mi suciedad y su pureza. —Usted es una anomalía, Detective Ayala. Un hombre que busca significado en una ciudad que solo ofrece ruido y entropía. —¿No anhela usted... claridad, Detective? ¿No anhela entender por qué la sangre debe correr para que el mundo gire un día más?

Tragué saliva. La garganta se me cerró. —Solo quiero atraparlo.

—Entonces necesita aprender a ver —dijo ella, retirando la mano. Tomó una tarjeta de presentación de su bolsillo y me la extendió. Cartulina gruesa, borde negro. —Venga mañana a mi oficina privada. Le enseñaré a leer los glifos. Pero le advierto, Santiago... —Usó mi nombre de pila, y sonó como una posesión, como si acabara de comprar mi alma—. ... una vez que aprenda a leer el Códice, no podrá volver a cerrar los ojos. Verá la sangre en todas partes.

Tomé la tarjeta. Me sentí visto, desnudado. Por primera vez en mi vida, alguien no veía al "Juda" corrupto ni al novato torpe. Veía al hombre que quería entender el mecanismo del horror. —Gracias, Doctora.

Salí del museo sintiendo que flotaba. El aire de Chapultepec parecía más limpio, ajeno al smog que asfixiaba el resto de la ciudad. Guardé su tarjeta en el bolsillo de mi camisa, cerca del corazón, como si fuera un escudo sagrado. Creí que al fin tenía una ventaja. Creí que había encontrado una aliada, una luz intelectual para iluminar el drenaje donde Martínez y los demás se revolcaban como cerdos.

Me subí al Tsuru con la arrogancia del ignorante, convencido de que ahora yo tenía el control del juego. Inocente de mí. Pobre imbécil. No entendí que en el México antiguo, la víctima a veces debe subir los escalones del templo por su propia voluntad, drogada con promesas, creyendo que es un honor ser elegida por los dioses.

No sabía que al cruzar ese umbral de piedra no había reclutado a una experta. Solo me había presentado voluntariamente para la inspección final. Yo no era el detective del caso. Yo era el proyecto.

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