10. El Santuario Del Artífice

Ingolstadt, Baviera

El viaje en tren fue una fuga entre la vigilia y la pesadilla, una descompresión gradual. A medida que el ferrocarril devoraba kilómetros hacia el norte, sentí cómo la densidad de Londres se quedaba atrás. El aire, antes saturado de carbón graso y sudor humano, se volvió delgado, cortante, limpio. Al llegar a la costa, la sal del Mar del Norte actuó como un antiséptico en mis pulmones. Crucé hacia la isla en el último transbordador, invisible entre la carga y el ganado. La soledad del lugar me recibió no con silencio, sino con la ausencia de ruido humano. Aquí no había silbatos de policía ni gritos de rameras; solo el viento aullando contra el basalto y la promesa de la tormenta.

Llegué a la cabaña. Cerré la puerta y eché el cerrojo. Era el momento de la Transmutación. Dejé el maletín de cuero manchado sobre la mesa de trabajo. Me quité la levita, pesada por la humedad y la culpa de Whitechapel, y la arrojé al rincón. Fui al lavabo de porcelana. Me froté las manos con jabón de sosa cáustica y un cepillo de cerdas duras hasta que la piel enrojeció. Necesitaba quitarme la grasa de la ciudad. Necesitaba esterilizar al operador.

Abrí el maletín. Saqué el cuchillo Liston. La hoja de acero de Sheffield estaba opaca, manchada de oxidación reciente. Había cumplido su función. Era la herramienta del carnicero, del desollador, del bruto. Lo limpié con un trapo empapado en aceite y lo guardé en el fondo del cajón, bajo llave. El tiempo del Acero había terminado. —Tu trabajo está hecho —le dije al metal—. Ahora empieza la Era del Vidrio.

Me giré hacia mis alambiques. La luz de gas se reflejaba en las curvas perfectas de las retortas, los condensadores de espiral y las pipetas graduadas. Aquí no había fuerza bruta; había precisión molecular. Londres había sido el matadero; esto era la Catedral. Tomé una probeta de cristal de Bohemia, ligera como una pluma en comparación con el cuchillo. Verifiqué la destilación del Azoth. El líquido era transparente, pero viscoso, refractando la luz con un índice que no pertenecía al agua. Preparé la solución de preservación: formaldehído, sales de arsénico y una tintura de mercurio para mantener la conductividad eléctrica de los tejidos.

Con la delicadeza de un relojero, transferí mis tesoros. El corazón denso de Kelly, el riñón filtrante de Eddowes y el útero de Chapman pasaron de la oscuridad del cuero a la suspensión cristalina de los frascos de especímenes. Flotaban en el líquido ámbar, liberados de la gravedad, purificados de su origen sucio. Ya no eran carne de prostitutas; eran componentes biológicos de alto rendimiento. —Descansa —les susurré, ajustando las tapas de vidrio esmerilado—. La casa está casi lista.

Solo entonces me permití mirar por la ventana hacia el pueblo lejano. La noticia estaba en el aire. El ambiente era de luto pesado. Las campanas habían doblado esa mañana. La gravedad había cumplido su promesa. La chica había caído. El pozo la había reclamado, y la tierra acababa de cubrirla. La criatura tenía razón. El universo conspira para proveer al Artífice.

​Me cambié la levita de ciudad por ropa de trabajo, ruda y resistente, impregnada del olor a aceite de máquina y sudor antiguo. Tomé el pico y la pala del cobertizo. Mis manos, que horas antes habían manejado el bisturí con la delicadeza de un joyero engastando diamantes en la carne de Whitechapel, ahora se cerraban sobre la madera astillada con la fuerza bruta y temblorosa del profanador. Salí a la noche. El ciclo estaba a punto de cerrarse. Ya tenía el software (los órganos); ahora iba a desenterrar el hardware.

​La luna no emergió; fue vomitada con dificultad por la garganta séptica del mar, una pústula de luz enferma y lívida que apenas tenía fuerza para iluminar mi delito. El cementerio no estaba en silencio; vibraba. Los insectos y las ranas ejecutaban una cacofonía de estridulación frenética, un ruido blanco biológico que enmascaraba mis propios jadeos, como si la naturaleza misma intentara gritar para advertir a los muertos de la intrusión de lo antinatural.

​El sol había muerto hacía horas, dejando jirones de luz violácea aferrados a la atmósfera como hematomas en la piel del cielo, prometiendo una tormenta eléctrica inminente. No podía esperar más. El claroscuro tendría que bastar para ocultar la hibris de mis propósitos. A lo lejos, las luces del caserío parpadeaban como velas a punto de ahogarse en su propia cera; ni un alma caminaba por los senderos de los vivos. Sin embargo, mi sistema nervioso simpático estaba disparado; la adrenalina inundaba mi torrente sanguíneo con un sabor metálico y salado, haciendo que mis propios pasos sobre la hierba escarchada resonaran en mi oído interno con la fuerza de martillazos sobre un yunque.

​Había un veneno pertinaz en mis venas, una mezcla de terror sagrado y ambición científica que obligaba a mis músculos a contraerse involuntariamente. Llegué a la tumba fresca. La tierra aún estaba suelta, una herida en el suelo que no había cicatrizado.

​Descargué el pico. El sonido del metal rompiendo la tierra consagrada fue obsceno, un crujido húmedo de raíces cortadas y arcilla compacta. No era tierra; era carne geológica. El olor a humus, a gusanos triturados y a humedad atrapada subió por mis fosas nasales, un incienso de podredumbre vegetal. Agradecí la blandura del suelo recién removido, pero aun así, pesaba. Paleaba con la furia de un poseso, arrojando lodo pesado y piedras sobre mi hombro, buscando la madera como un náufrago busca la orilla.

​El frío no era atmosférico; era una emanación del subsuelo. Se filtraba por mis botas, entumiendo mis dedos de los pies, subiendo por mis tibias como una parálisis ascendente.

​Cuando la pala golpeó la tapa del féretro, el sonido hueco —thud— retumbó en mi pecho, sincronizándose con mi taquicardia. Solté la herramienta. Mis manos, enguantadas en cuero sucio, se volvieron locas, arañando la tierra restante, buscando los bordes, astillando mis uñas contra el roble barato y húmedo.

​Había dudado de mi elección —el otro entierro del día, un marinero ahogado, era inútil; estaba hinchado por la hidropesía y la enfisema putrefacto de los gases marinos—, pero ella... la joven que cayó al pozo.

​Metí la palanca. La madera gimió. Los clavos chirriaron al ceder, un sonido agudo como dientes siendo arrancados. Levanté la tapa. El olor a encierro, a flores marchitas y a ropa almidonada me golpeó.

​Su muerte había sido una hipoxia rápida, fría. El cadáver yacía íntegro, pálido, aún no tocado por la fauna cadavérica. No había manchas verdes en el abdomen. No había hinchazón. Era perfecto. Era la Materia Prima ideal para la Gran Obra. Un lienzo en blanco esperando la pintura.

​La icé por los hombros. Su cuerpo tenía el peso muerto absoluto de la materia inerte, una densidad gravitacional que los vivos no poseen. Estaba flácida, obediente. Al moverla, su garganta liberó un suspiro mecánico de gases atrapados, un gemido sin cuerdas vocales que olió a agua estancada y miedo final. La cargué sobre mi espalda como un costal de pecados. Su cabeza cayó sobre mi hombro, fría como un bloque de hielo envuelto en seda.

​Resbalé tres veces en el foso, mis botas perdiendo tracción en el lodo mezclado con humor de tumba, mientras una llovizna helada comenzaba a lavar mi sudor, mezclándolo con la tierra de los muertos que me cubría el rostro.

​Me alejé a zancadas hacia la costa, mis pulmones ardiendo por el esfuerzo anaeróbico, mi corazón bombeando sangre a una presión peligrosa que amenazaba con reventar mis capilares oculares. Dejé caer el cuerpo en el fondo de la barcaza con menos delicadeza de la planeada; sonó un golpe seco, el sonido de hueso contra madera empapada.

​—Aún es tiempo —jadeé, escupiendo bilis y fango—. El Rigor Mortis aún no ha fraguado. La química es reversible.

​Remé con la desesperación de Caronte huyendo del Hades hacia la luz. Las estrellas se bamboleaban sobre el agua negra, testigos mudos y fríos de mi travesía. Mientras me alejaba de la costa, con el peso muerto de la chica empapando las tablas de la barcaza con agua fétida, mi mente, privada de oxígeno y saturada de terror, comenzó a diseccionar el pasado al ritmo frenético de los remos.

​La duda me asaltó como una fiebre.

​¿Por qué falló el Primero? ¿Por qué la Materia Prima se corrompió en esa abominación que me acechó en Londres?

​Miré mis manos, manchadas de tierra. ¿Fue mi ciencia o fue mi magia? ¿Había fallado el galvanismo o había fallado el conjuro?

​Recordé la fórmula. Había usado sangre. Sangre humana fresca, robada de los hospitales de Ingolstadt, creyendo que la transfusión directa de fluido vital serviría de conductor para la electricidad, un puente salino entre la muerte y la vida.

​—¡Necio! —grité al viento salino.

​La sangre. Ese fue el vector del error. La sangre humana no es un fluido neutro; es un archivo. Carga con la memoria celular de la especie, con el pecado original, con la tara genética de la mortalidad y el hambre. Al inyectarla en un cuerpo muerto, compuesto de partes de criminales y suicidas, no creé vida pura; reactivé sus vicios. Creé una adicción sistémica. Creé un filtro biológico que solo sabía procesar muerte para simular vida. Había construido un motor que funcionaba con combustible sucio.

​¿O fui yo? ¿Acaso mi voluntad flaqueó en el momento del rayo? ¿Acaso pronuncié mal las palabras del Sefer Yetzirah? No... el cálculo era perfecto. La culpa era del material.

​Miré el cuerpo a mis pies, envuelto en arpillera húmeda que se pegaba a sus formas. La piel de la chica era pálida, marmórea, lavada por el agua del pozo y libre de la suciedad de la ciudad. Estaba limpia. Estaba vacía.

​Esta vez sería diferente. Tenía que ser diferente.

​No usaría sangre. Usaría el Azoth. El disolvente universal. La Quintaesencia destilada en mis alambiques, purificada de toda memoria biológica. Usaría el mercurio filosófico para lavar la carne antes de animarla. Borraría la memoria celular de la carne muerta mediante la Nigredo alquímica, reduciendo su biología a un lienzo en blanco absoluto «Tabula Rasa», y luego, solo entonces, induciría la chispa.

​Si eliminaba la sangre, eliminaba el hambre. Si eliminaba la herencia, eliminaba el pecado.

​No crearía otro monstruo. No crearía otro... error. Crearía un Ángel de la Razón. Una Eva de silicio, mercurio y electricidad que no necesitaría beber la vida de otros porque ella sería la vida misma en circuito cerrado. Autosustentable. Perfecta. Estéril.

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