9. El Expreso De La Carroña

La Ruta De La Ansiedad (Calais - Ingolstadt)

El tren a vapor cortó la campiña francesa como un bisturí oxidado rasgando seda verde. El compartimento privado de primera clase, que había pagado con mis últimos soberanos de oro, no era un refugio; era una celda vibratoria. Afuera, el paisaje era un insulto pastoral: viñedos dorados, granjas idílicas y cielos azules que ignoraban la atrocidad que viajaba a ochenta kilómetros por hora. Adentro, la realidad era una cámara de gas en potencia.

El calor de la caldera de la locomotora se filtraba por el suelo del vagón. Aferraba el maletín contra mi pecho, sintiendo cómo el hielo renovado en Calais luchaba una guerra perdida contra la el horno a nuestro alrededor. Cada sacudida del tren sobre los rieles clac-clac, clac-clac repercutía en mis dientes y, peor aún, en la estructura celular de mi carga. Imaginaba el corazón de Kelly golpeando contra el cristal del frasco, sufriendo micro-traumas, rompiendo las fibrinas que yo necesitaría intactas.

El transbordo en París fue un descenso al caos. Humo, gritos de mozos, silbatos. Teníamos una hora antes del enlace hacia Estrasburgo. Me quedé en un rincón oscuro del andén, custodiando el maletín como un perro rabioso, sudando bajo mi abrigo a pesar del frío. La criatura se irguió. Su nariz se movió, captando aromas que mi olfato humano no registraba entre el carbón y la grasa de eje. —La carne en conserva me aburre, Víctor —dijo, su voz plana y carente de empatía. —Necesito algo caliente.

Se disolvió entre la multitud de pasajeros. Lo perdí de vista. El pánico me asaltó. ¿Y si no volvía? ¿Y si me dejaba allí, con la evidencia del crimen y sin la fuerza para completarlo? Pero el miedo real era otro: ¿Qué estaba haciendo?

Regresó diez minutos antes de la partida. No corría; flotaba sobre los adoquines. Su aspecto había cambiado. La piel grisácea de su rostro tenía ahora un leve rubor, una turgencia robada. Sus ojos amarillos brillaban con la satisfacción de una digestión rápida. Se limpió la comisura de los labios con un pañuelo de encaje que no era suyo. —Una doncella que viajaba a Metz —susurró, sentándose frente a mí mientras el tren silbaba. —Su sangre tenía el sabor del miedo y la lavanda. Es increíble lo mucho que dura la vida cuando la bebes directamente de la fuente, Víctor. No necesitas frascos. No necesitas hielo. Solo necesitas... sed.— Tiró el pañuelo manchado al suelo. —Deberías probarlo. Es el único conservante real.

La noche cayó mientras cruzábamos la Alsacia. El tren se convirtió en un tubo de hierro negro atravesando la nada. El olor cambió. A pesar del hielo, a pesar de la cera en las tapas, el aroma escapó. Era dulce, pesado, inconfundible: aldehídos y proteínas rompiéndose. —Se están pudriendo —canturreó la criatura desde la oscuridad. Miré el maletín. El cuero estaba húmedo. No por agua. Por condensación grasa. El corazón de Kelly. Tuve que hacerlo. Allí mismo, con el tren sacudiéndose violentamente. Saqué mi kit de emergencia. No podía abrir los frascos; el aire oxidaría los tejidos al instante. Tomé una jeringa de latón y la cargué con Cloruro de Mercurio (Sublimado Corrosivo) mezclado con una gota de mi propio Elixir de Azoth diluido. Era una medida desesperada. Una quimioterapia para cadáveres.

—¿Qué haces, pequeño alquimista? —se burló él. —¿Vas a envenenar lo que ya está muerto? —Voy a fijarlo —gruñí. Calenté la aguja con un fósforo. Perforé el corcho sellado con cera del frasco del corazón. Inyecté la solución. El líquido en el frasco se enturbió un momento y luego se aclaró. El corazón, que había empezado a hincharse con un edema grisáceo, se contrajo. Las fibras se tensaron. El mercurio detuvo la biología en seco, congelando la putrefacción en una estasis química. Hice lo mismo con el útero y el riñón. Mis manos temblaban tanto que casi me clavo la aguja infectada. —Patético —dictaminó la criatura. —Juegas a ser Dios con veneno de ratas.

Cruzamos a Alemania. Fráncfort, Stuttgart, Núremberg. Nombres que pasaban como lápidas en la niebla. El asiento de madera de tercera clase (habíamos tenido que cambiar de tren, el dinero se agotaba) me destrozaba la columna. Llevaba cuarenta horas sin dormir. La privación del sueño comenzó a fracturar mi realidad.

Miré por la ventana. El reflejo en el cristal no era el mío. Era el de El Destripador. Y el paisaje... los árboles de la Selva Negra no eran pinos; eran vellosidades intestinales gigantes. El tren no viajaba por vías; viajaba por el interior de una arteria calcificada. Entonces, el maletín se movió sobre mis rodillas. Bum-bum. Un latido. Fuerte. Rítmico. Bum-bum. El corazón de Kelly estaba latiendo dentro del frasco, golpeando el vidrio. El útero de Chapman se contraía, expulsando sangre fantasma que manchaba el cuero del maletín. El riñón de Eddowes filtraba el aire del compartimento, convirtiéndolo en orina ácida.

—¡Están vivos! —grité, poniéndome de pie, a punto de lanzar el maletín por la ventana para detener el sonido. Una mano fría, con la fuerza de una prensa hidráulica, me agarró la muñeca. La criatura. —Siéntate —ordenó. Su rostro estaba a centímetros del mío. No había burla ahora, solo una advertencia depredadora. —Es tu mente la que se pudre, Víctor, no ellos. Tu cerebro humano es débil. Alucinas.— Me obligó a sentarme. —Casi la pierdes. Casi tiras nuestra eternidad a las vías por un sueño. Descansa. Yo vigilaré la carne.

El tren silbó, un lamento largo y agudo que resonó en los valles alpinos como el grito de una mujer degollada. Las luces de Ingolstadt aparecieron en el horizonte, manchas amarillas en la oscuridad. Toqué el cuero del maletín. Estaba quieto. Frío. Había llegado. Había cruzado Europa con una carnicería bajo el brazo, alimentando mi cordura al monstruo para mantenerlo tranquilo. Pero mientras el tren frenaba en la estación principal, entre nubes de vapor y hollín, supe que el verdadero Víctor había muerto en algún lugar entre Calais y París. Lo que bajó al andén era solo un instrumento. Un portador. La herramienta que la criatura necesitaba para abrir la puerta final.

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