3. El Deseo: The Ten Bells

El aire dentro de The Ten Bells no era una atmósfera respirable; era un caldo de cultivo anaeróbico, una suspensión coloidal de fracaso humano mantenida a temperatura corporal por el hacinamiento febril. Una niebla densa, casi táctil, compuesta por el humo graso del tabaco negro, el vapor amoniacal que subía desde el serrín del suelo —una pasta húmeda de escupitajos, cerveza derramada y orina de rata que fermentaba bajo las suelas— y el hedor químico, punzante como una aguja hipodérmica, de la ginebra adulterada con trementina y ácido sulfúrico. Al inhalar, sentía cómo las partículas de esa mugre se depositaban en mis propios alvéolos, una comunión involuntaria y sucia con la plebe, cubriendo mi epitelio respiratorio con una película de hollín y desesperanza.

Yo estaba de pie junto a la columna de hierro fundido, lejos de la barra pegajosa, protegiendo mi levita de cachemira de las salpicaduras de ese ecosistema infecto. No estaba allí para beber. Estaba allí realizando un inventario de biomasa.

A mi derecha, la tensión social vibraba en baja frecuencia, un zumbido de infrasonido generado por el miedo colectivo. En una mesa cercana, bajo una nube de humo que parecía ectoplasma enfermo, un grupo de estibadores discutía en voz baja. —Fue en George Yard —susurró uno, con los nudillos blancos sobre su pinta—. A la pobre Martha. —Treinta y nueve veces —interrumpió otro, escupiendo al suelo con una mezcla de asco y terror—. La apuñalaron treinta y nueve veces. Eso no fue un hombre, fue una jauría de perros. O un soldado borracho que perdió la cabeza. —No hay seguridad, les digo. Las calles están malditas.

Sentí una punzada de desprecio intelectual en mi diafragma. Hablaban de Martha Tabram. Una carnicería vulgar. Un acto de frenesí sin propósito, un desperdicio de energía cinética y fluidos preciosos. Quienquiera que lo hubiera hecho era un bruto, un animal que golpeaba la carne hasta destruirla, ignorando la simetría sagrada de la anatomía. Yo no era como ellos. Yo no destruiría; yo recolectaría. Sonreí interiormente. El pánico por ese asesino tosco era mi mejor aliado. La policía buscaba a un maníaco que apuñalaba a ciegas; jamás sospecharían de un caballero que disecciona con la frialdad de un relojero. El caos de ellos sería mi camuflaje.

A mi alrededor, la "humanidad" se dedicaba a su lenta destrucción con una eficiencia industrial. No veía personas divirtiéndose; veía máquinas biológicas vertiendo disolvente corrosivo en sus propios depósitos de combustible, acelerando su propia entropía. Mis ojos, entrenados en la disección y la patología forense, escaneaban la sala no como un observador social, sino como un calibrador frío buscando una pieza de repuesto en un desguace de chatarra orgánica.

A mi izquierda, una mujer de unos cuarenta años reía con la boca abierta, la cabeza echada hacia atrás, exponiendo una garganta flácida. —Inviable —diagnostiqué al instante, sintiendo una náusea intelectual. Su piel tenía el tinte amarillento, casi verdoso bajo la luz de gas, de la ictericia obstructiva avanzada. No era un color; era un síntoma gritando fallo hepático. Su hígado ya no era un filtro; era una piedra de tejido cicatricial, un nódulo duro y fibroso nadando inútilmente en un abdomen distendido por la ascitis. Si la abriera en este momento, no encontraría órganos viables, sino litros de líquido seroso, purulento y fétido. Basura metabólica envuelta en harapos.

Más allá, un estibador tosía violentamente sobre su pinta de cerveza negra. El sonido no era una tos; era una crepitación profunda, cavernosa, el ruido húmedo de papel de lija frotado contra hueso mojado. Antracosis. Sus pulmones ya no eran sacos de aire elásticos; eran bolsas rígidas de polvo de carbón y tejido fibroso calcificado. Si intentaba usar ese tórax para mi Eva, colapsaría al primer intento de respiración galvánica. El tejido estaba esclerosado, carente de la elasticidad alveolar necesaria para sostener la chispa vital. Carne muerta que aún caminaba por inercia química.

Y luego... la vi a ella. La chica en la esquina, negociando el precio de su anatomía con un marinero. Desde lejos, parecía una promesa. Su estructura ósea era delicada, la curva de su cadera sugería una pelvis funcional, ancha, diseñada para la vida. Me acerqué un paso, agudizando la vista bajo la luz sibilante y enfermiza del gas, sintiendo un leve aleteo de esperanza en mi pecho. Entonces giró el rostro.

Vi su perfil. El puente de su nariz no existía; estaba hundido, colapsado hacia adentro en una concavidad obscena. —Nariz en silla de montar —murmuré, con una mueca de asco físico que me tensó los músculos de la mandíbula. Sífilis terciaria. La Treponema pallidum no estaba dormida; estaba banqueteándose. La espiroqueta ya había devorado el cartílago nasal y, con toda probabilidad, estaba perforando la lámina cribosa del hueso etmoides, avanzando hacia el lóbulo frontal. Su sangre era veneno. Su cerebro, una esponja ablandada por la paresia general, llena de agujeros microscópicos. No era una mujer; era una placa de Petri caminando, cultivando la locura en su propio cráneo.

Un borracho tropezó conmigo, derramando su bebida sobre mi bota. El contacto fue eléctrico, repulsivo. Lo empujé con una fuerza calculada, sintiendo bajo la tela barata y grasienta de su abrigo la falta absoluta de tono muscular, la flacidez gelatinosa de la desnutrición alcohólica. —¡Cuidado, guapo! —balbuceó, sonriendo. Sus encías sangraban, moradas, hinchadas y retraídas. Piorrea y escorbuto urbano. Su aliento me golpeó en la cara: una ráfaga caliente de acetona, dientes podridos y fermentación butírica.

Me limpié la manga con furia contenida, deseando poder amputarme el brazo para evitar el contagio. Me sentía estafado. Londres era un matadero, sí, el más grande del mundo, pero uno de pésima calidad. La pobreza y el vicio eran escultores mediocres; arruinaban el material antes de que estuviera listo para la cosecha. Necesitaba un hígado que no fuera piedra. Necesitaba sangre que no fuera un caldo de cultivo bacteriano. Necesitaba una dermis que no tuviera las marcas de la viruela o los chancros del pecado esculpidos en la carne.

Miré a la multitud. Cientos de cuerpos, toneladas de carne caliente, sistemas circulatorios bombeando, corazones latiendo... y ni una sola onza de Materia Prima digna de mi bisturí. Eran chatarra biológica. Desechos. La frustración me subió por la garganta como bilis negra.

—Basura —siseó la voz de la criatura en mi base craneal, un pensamiento intrusivo que olía a tierra antigua—. Si usas esto, construirás un monstruo que se pudrirá antes de despertar. Necesitas pureza, Víctor. Y la pureza aquí no se encuentra; se caza.

Salí a la calle, al frío húmedo de Commercial Street. La niebla se cerró a mi alrededor como una venda sucia y gris, pegándose a mi piel. La conclusión llegó a mi mente con la claridad de un cristal rompiéndose: La "muerte natural" en este barrio no era un final limpio; era un proceso de putrefacción en vida. Si quería pureza, si quería un cuerpo en la plenitud de su anabolismo, con el colágeno tenso y los órganos limpios... tendría que interceptarlo antes de que la ciudad lo tocara. Antes de que la enfermedad lo marcara.

No podía ser un recolector. Tenía que ser un cazador. Y para eso, tendría que aprender a matar sin dañar el envase. Tendría que aprender la evisceración culinaria.

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