4. El Fracaso: El Ensayo Técnico
La caza no comenzó con una decisión; comenzó con una vibración. Mis manos, enguantadas en cabritilla negra, no temblaban por un espasmo de moralidad residual; vibraban por resonancia simpática. Era la frecuencia de una presencia ajena anidada en mi cerebelo, enviando impulsos eléctricos contradictorios a mis nervios motores, convirtiendo mis dedos en diapasones afinados con la frecuencia del asesinato.
Caminé por Whitechapel Road, escaneando la niebla amarilla que convertía a los transeúntes en espectros de hollín. Buscaba debilidad. Buscaba aislamiento.
Entonces la vi. Polly Nichols.
No era una mujer; era un naufragio biológico a la deriva. Caminaba con una ataxia severa, tambaleándose en la oscuridad absoluta de Buck's Row como un barco con la quilla rota y las velas podridas. Su silueta se recortaba contra la pared de ladrillo húmedo, vulnerable, sola.
La seguí. Mis botas golpeaban el empedrado con un ritmo que intenté sincronizar con el suyo para enmascarar mi presencia. Clac-arrastra-clac. El sonido de mi propia respiración me parecía ensordecedor, un fuelle asmático en el silencio de la madrugada.
—Mírala —susurró la Voz en mi oído interno, una presión fría y burlona que comprimía mi glándula pineal—. Es carne estropeada, Víctor. Huele a ginebra barata, a carbón y a fracaso sistémico. Su hígado es una piedra pómez y su sangre es vinagre. Pero servirá para que te manches las manos.
Me detuve un instante, la duda paralizándome bajo una farola parpadeante. ¿Era esto ciencia? ¿Era esto necesario?
—No pienses. Caza. —La orden fue un latigazo en mi voluntad.
Aceleré el paso. La alcancé en la esquina más oscura, donde las sombras de los almacenes se tragaban la poca luz de la luna. Ella se giró al oír mis pasos. No hubo miedo en sus ojos, solo la fatiga infinita de quien ha negociado su supervivencia demasiadas veces. Me miró, evaluando mi levita, mi sombrero, mi limpieza. Confundió mi asepsia con riqueza.
Sonrió, mostrando encías retraídas y dientes negros por la caries. Su aliento me golpeó en la cara: una nube tóxica de etanol fermentado, tabaco rancio y podredumbre dental.
—¿Tienes algo para mí, cariño? —graznó, su voz una lija sobre madera seca—. ¿Un penique para una cama?
Mi mano se cerró sobre el mango del bisturí en mi bolsillo. Estaba sudando frío. Mi corazón galopaba contra mis costillas, una taquicardia vergonzosa.
—Tengo... —mi voz salió estrangulada, demasiado alta, ridícula—. Tengo tu eternidad.
Ella frunció el ceño, confundida por la retórica. Fue mi momento.
Saqué el bisturí de disección número 10. Una hoja curva, pequeña, ridícula. Diseñada para separar tejidos finos en un laboratorio estéril bajo luz eléctrica, no para abrir gargantas en un callejón sucio. Brilló un instante, un destello de plata inútil en la oscuridad.
Ataqué.
Fue un desastre balístico inmediato. No hubo elegancia. No hubo precisión.
Me abalancé sobre ella con la torpeza de un académico. Mi mano izquierda buscó su boca para acallar el grito, pero resbaló en el sudor graso de su mejilla. Ella se sacudió, sorprendida, no por el dolor, sino por la incompetencia del asalto.
La hoja del bisturí encontró su cuello. Pero la piel humana no es el papel de mis libros de texto. Es cuero vivo, elástico, resistente, curtido por la intemperie y la suciedad incrustada en los poros. El filo resbaló sobre la dermis endurecida, haciendo un corte superficial, una línea roja que apenas sangró.
Nichols intentó gritar. El sonido se ahogó en un gorgoteo húmedo cuando mi mano, impulsada por el pánico ciego, aplastó su laringe en lugar de cortarla. Sentí el cartílago cricoides crujir bajo mis dedos, pero no romperse. Ella luchaba, sus uñas arañando mis muñecas, su cuerpo debatiéndose con una fuerza animal que no esperaba.
—¡Torpe! —siseó la voz, inyectando cortisol directamente en mi flujo sanguíneo, inundando mi cerebro con la química de la vergüenza—. Corta profundo, imbécil. Deja de dibujar y empieza a matar.
Tuve que abandonar la técnica. Tuve que usar las dos manos. Tuve que aserrar.
No fue una cirugía; fue una fricción violenta, desesperada, contra la resistencia del músculo esternocleidomastoideo. Empujé con todo mi peso. La hoja mordió finalmente. La carótida estalló.
No goteó; proyectó.
La sangre salió a presión arterial completa a 120 mmHg, un spray caliente, ciego y ferruginoso que me bañó la cara y entró en mi boca abierta por el esfuerzo. El sabor fue un shock eléctrico: cobre, sal y el dulzor rancio de la digestión alcohólica. Tuve arcadas, escupiendo la vida de Polly Nichols sobre mi propia pechera.
—¡Bebe! —ordenó la presencia, excitada por el olor del cruor fresco, haciendo que mis propias pupilas se dilataran en la oscuridad hasta doler—. Siente el calor. Eso es vida, pequeño alquimista. No la desperdicies.
El cuerpo cayó pesadamente, un saco de huesos que golpeó los adoquines con un ruido sordo. Me arrodillé sobre ella, limpiándome los ojos con la manga empapada en sangre, luchando contra la náusea y contra el intruso que reía en mi mente. —Concéntrate —me ordené, hiperventilando—. El útero. Verifica la viabilidad.
Intenté realizar la laparotomía. Fue imposible. La ropa de lana barata y los corsés sucios formaban una armadura de tela. Cuando logré llegar a la piel del abdomen, el bisturí #10 ya había perdido el filo contra el cartílago de la garganta. Era un trozo de metal romo. Hice cortes en zigzag, rasgando el panículo adiposo amarillo en lugar de separarlo limpiamente. Era una carnicería sin ciencia. No podía ver nada. La sangre negra llenaba la cavidad abdominal antes de que pudiera abrirla. Mis manos resbalaban sobre la grasa y las vísceras calientes que se negaban a salir.
—Mírate —la risa de la criatura resonó dentro de mis oídos, un acúfeno doloroso que tapaba el ruido del viento—. Eres un niño jugando con la comida. Buscas órganos con un palillo de dientes. Rómpela. Ábrela con las manos.
Entonces escuché pasos. Botas pesadas sobre grava. El ritmo inconfundible de un policía. El miedo a la horca superó a la ambición científica. Me levanté, jadeando, cubierto de fluidos ajenos que ya empezaban a enfriarse y volverse pegajosos. Miré mi obra: un destrozo. Un insulto a la anatomía. Había matado, pero no había cosechado nada.
Hui hacia las sombras de Brady Street, corriendo como una rata de alcantarilla. Pero no podía dejarlo atrás. Él corría conmigo, dentro de mí, compartiendo mi ritmo cardíaco. Mientras me refugiaba en un portal oscuro para recuperar el aliento, sentí su desprecio goteando como ácido clorhídrico sobre mis circunvoluciones cerebrales.
—Patético —sentenció la voz, desvaneciéndose lentamente hacia el fondo de mi subconsciente como una marea negra—. Querías ser Dios, Víctor, y ni siquiera sirves para carnicero. La próxima vez, trae herramientas de hombre. O déjame salir a mí.
Me refugié en un callejón transversal, limpiando mis dedos con un pañuelo que ya estaba saturado. Pero la ciudad no me dio tregua. Londres no dormía; estaba teniendo una pesadilla con los ojos abiertos. A pocas calles de distancia, el silencio se rompió. No fue un grito, fue una detonación social. El silbato del policía que había descubierto mi obra rasgó el aire húmedo, agudo, histérico, repetitivo. Piiii-piiii-piiii. En segundos, otros silbatos respondieron desde la oscuridad, una red de señales que se cerraba.
Me pegué a la pared de ladrillo, observando desde las sombras. Las ventanas de los edificios de vecindad se iluminaron una a una, ojos amarillos abriéndose en la fachada negra. —¡Es en Buck's Row! —gritó una mujer desde un segundo piso, con una mezcla de terror y excitación lasciva—. ¡Han degollado a otra!
Lo que siguió no fue la huida de la gente, sino la atracción gravitatoria del desastre. Vi a hombres salir de las tabernas, todavía con las jarras en la mano. Vi a mujeres en camisón asomarse a los portales. No corrían lejos del peligro; corrían hacia él. El cadáver de Polly Nichols no era una tragedia; era una atracción de feria gratuita. Una turba se formó en la entrada de la calle, empujando contra el cordón policial improvisado. Querían ver. Querían oler. —¡Déjanos pasar! —bramaba un estibador—. ¡Tenemos derecho a ver al diablo!
A la mañana siguiente, la infección se había extendido al papel. Caminé hacia mi refugio intentando parecer invisible, pero las calles estaban empapeladas de pánico. Los voceadores de periódicos no vendían noticias; vendían histeria al por mayor. —¡Edición especial del Star! ¡Horror en Whitechapel! ¡Maníaco suelto! Compré un ejemplar con manos que aún olían fantasmagóricamente a hierro. Leí los titulares bajo la luz gris de la mañana. La tinta estaba corrida, sucia, como si las palabras mismas estuvieran infectadas.
"UN ASESINATO DE CARÁCTER INHUMANO". "EL ASESINO DE WHITECHAPEL GOLPEA DE NUEVO".
Me detuve en una esquina. La gente leía en grupos, apiñada. El miedo los hacía buscar calor corporal, pero sus ojos estaban llenos de sospecha. —Dicen que es "Delantal de Cuero" —susurró una lavandera a otra, señalando con la barbilla a un zapatero judío que pasaba apresurado—. Ese que cobra protección a las chicas. —No —respondió la otra, persignándose—. Esto no es de un matón. El periódico dice que la abrieron. Que intentaron... buscar algo.
Sentí una mezcla de náusea y validación. Mi fracaso técnico, mi carnicería chapucera, estaba siendo interpretada por la masa ignorante como la obra de un demonio o de un genio maligno. Nadie hablaba de un estudiante de medicina que olvidó el cuchillo adecuado; hablaban de un "Monstruo". La ciudad me estaba construyendo una leyenda antes de que yo hubiera terminado mi primera lección.
Un grupo de policías pasó marchando, golpeando sus porras contra las piernas con frustración impotente. Detenían a cualquiera que pareciera "extranjero" o "extraño". Vi cómo arrastraban a un pobre diablo solo porque su abrigo tenía manchas de grasa. —¡Soy carnicero! ¡Es sangre de cerdo! —gritaba el hombre. —Eso lo dirá el juez —respondió el sargento, empujándolo.
Me ajusté el cuello de la levita. Mi maletín, ahora vacío de órganos pero lleno de instrumental sucio, pesaba como un ancla. La incompetencia de mi acto había desatado una sepsis social. La desconfianza era el nuevo clima de Londres. Pero había una ventaja en este caos: mientras buscaran a un "Delantal de Cuero", a un bruto, a un judío pobre o a una banda callejera... nadie buscaría a un caballero pálido con ojos de científico que caminaba tranquilamente hacia la ferretería para comprar una hoja de acero Sheffield de doce pulgadas.
Esa noche aprendí dos lecciones fundamentales: Primero, que la ciencia de campo requiere fuerza bruta y un cuchillo de amputación Liston. Y segundo, que el miedo es la mejor niebla para desaparecer.