5. Éxito Parcial: La Cosecha
Esta vez, no hubo temblor. La lección de la vergüenza había cauterizado mis nervios motores, dejando una calma muerta y funcional. Llevaba un maletín de cuero negro, pesado como un pecado. Dentro, envuelto en terciopelo carmesí para silenciar cualquier tintineo metálico, descansaba mi nueva extensión: un cuchillo de amputación Liston de doce pulgadas. Acero de Sheffield, hoja ancha y pesada, diseñada no para cortar, sino para separar carne y cartílago mediante la pura inercia de su caída.
Eran las 5:00 de la mañana. Spitalfields aún dormía el sueño inquieto de los pobres, pero el Mercado comenzaba a despertar con un rumor de carretas y gritos de mozos de carga. Caminé por Brushfield Street. La niebla no era blanca; era amarilla, teñida por el azufre de las chimeneas industriales y el aliento de mil durmientes hacinados. Olía a repollo podrido, a estiércol de caballo y a esa humedad penetrante del Támesis que se te mete en los huesos como un reumatismo fantasma.
—Huele a ellos,— susurró la Voz en mi mente, aspirando el aire a través de mis fosas nasales. —Huele a la leche agria de la pobreza. A la desesperación sudada.—
A mi alrededor, sombras caminaban. Vi a un grupo de hombres en una esquina, pasándose una botella de ginebra barata. Sus risas eran ladridos roncos. Los evité. La ciencia requiere privacidad, no testigos. Más adelante, en un portal oscuro, vi el movimiento rítmico de dos cuerpos. Una pareja. El sonido húmedo de la fricción y un gemido ahogado. Sentí una punzada de asco. La reproducción vulgar. El instinto ciego de la carne buscando replicarse en la suciedad. —Animales —pensé. —No,— corrigió la criatura. —Donantes.—
Seguí caminando. Mi mirada escaneaba a las mujeres solitarias que empezaban a salir de las casas de hospedaje porque no tenían los peniques para pagar una cama de día. Una chica joven pasó a mi lado, tosiendo. —Demasiado frágil —calculé—. Su pelvis es estrecha. Se rompería. Otra, más robusta, me miró con ojos desafiantes. —Demasiado viva,— advirtió la Voz. —Peleará. La adrenalina arruinará el sabor de la carne. Busca algo... maduro. Algo que ya se haya rendido.—
Y entonces, en Hanbury Street, la vi. Dark Annie. Annie Chapman. Caminaba arrastrando los pies, envuelta en capas de ropa vieja que no lograban ocultar la estructura de un cuerpo que había conocido mejores tiempos. Se detuvo para toser, una tos profunda, tuberculosa, que sonaba como si tuviera guijarros en los pulmones. La criatura se tensó en mi cerebelo como un perro de caza señalando la presa. —Esa,— siseó. —Mírala. Sus órganos están duros, curtidos por el alcohol y la enfermedad. Su útero ya no sangra vida; se ha convertido en cuero. Es perfecta para contener la eternidad.—
Me ajusté el sombrero. Adopté la postura del "gentil venido a menos", una máscara social que sabía que generaría confianza en una mujer desesperada por unas monedas. Me acerqué. Ella me vio. Sus ojos no mostraron miedo, solo un cálculo cansado. —¿Tienes tabaco, cariño? —preguntó. Su voz era una lija. —Tengo algo mejor —dije, tocando el borde de mi maletín—. Tengo una salida.
La llevé al patio trasero del número 29. La empalizada de madera podrida nos ocultaba del mundo, creando un confesionario al aire libre. El suelo era tierra batida, negra y sedienta, ávida de fluidos. —Rápido, cariño, que hace frío —dijo ella, levantándose las faldas y apoyándose contra la valla húmeda. Su aliento olía a ginebra y desesperanza. —Será rápido —prometí. Y fue una verdad científica.
—Hazlo,— susurró la Voz. No era una orden burlona esta vez; era un murmullo de anticipación, la vibración de un perro de presa que ve caer la carne de la mesa. —Corta la cuerda.—
El corte en el cuello fue decisivo. Una ejecución balística. No hubo aserrado. Usé la técnica del degollamiento quirúrgico: de izquierda a derecha, profundo, aplicando la fuerza necesaria para rasgar el músculo esternocleidomastoideo y llegar hasta el hueso de las vértebras cervicales. La hoja seccionó la tráquea y las arterias carótidas en un solo movimiento de arco fluido. La presión sanguínea cayó a cero en segundos «shock hipovolémico instantáneo». Chapman se desplomó sin un grito, solo con un gorgoteo húmedo de aire escapando por la nueva boca roja que le había abierto en la garganta.
—Silencio —susurré, viendo cómo la luz se apagaba en sus ojos vidriosos.
Me arrodillé en la tierra. La luz del alba era gris y sucia, suficiente para la anatomía macroscópica. Era el momento de la verdad. Rajé el abdomen desde el apéndice xifoides hasta la sínfisis del pubis. La piel se abrió bajo el Liston como seda podrida, pero esta vez el cuchillo no se detuvo en la grasa; atravesó el peritoneo con un sonido de tela mojada rasgándose.
El problema fue inmediato: la presión intraabdominal. Al romper el sello de vacío, los intestinos se derramaron hacia afuera, impulsados por la gravedad y los gases de la digestión. Eran calientes, resbaladizos, una maraña de asas delgadas y colon grueso que humeaban en el aire gélido de la mañana. El olor me golpeó: una mezcla densa de sangre metálica y heces, el perfume de la perforación intestinal.
Me obstruían la visión. Cubrían el objetivo. Sentí una punzada de irritación fría. No asco, irritación. Eran escombros biológicos, basura orgánica en mi zona de trabajo. Con una frialdad pragmática que sorprendió incluso al parásito en mi mente, metí las manos desnudas en la cavidad hirviente. Tomé los intestinos a puñados —se sentían como anguilas vivas y calientes, pulsando con una peristalsis residual— y los arranqué de la cavidad, lanzándolos con fuerza por encima de su hombro derecho. Aterrizaron en la tierra con un sonido obsceno y húmedo Splat, quedando allí como una estola grotesca de carne grisácea.
El campo visual quedó despejado. La arquitectura pélvica estaba expuesta. —Eficiente,— ronroneó la criatura, su voz goteando placer vicario. —Has limpiado la mesa. Ve al fondo. Busca el nido.—
Allí estaba. En la profundidad de la fosa pélvica. El Útero. Lo palpé. Era pequeño, duro, retraído. —Atrófico —diagnostiqué con decepción clínica—. Menopausia establecida. El tejido es fibroso, pálido, carente de la vascularización rica y turgente de la juventud. Es un órgano jubilado. Dudé un segundo. ¿Serviría una máquina apagada?
—Es un molde, Víctor,— siseó la voz, impaciente. —No necesitas que funcione ahora; necesitas la estructura. Tómalo. La química lo recordará.—
Tenía razón. Necesitaba el chasis. La alquimia del Azoth se encargaría de reactivar la función celular. Realicé cuatro cortes precisos, seccionando los ligamentos anchos y la vagina superior con la punta del Liston. Extraje el órgano. Lo sostuve en mi mano enguantada en sangre ajena. Era denso, del tamaño de una pera, manchado de cruor oscuro. Lo envolví rápidamente en mi pañuelo de seda y lo metí en el bolsillo profundo de mi levita, donde el calor de mi propio cuerpo lo mantendría en un estado de viabilidad térmica.
Me levanté. Mis botas estaban pesadas por el barro y la sangre coagulada. Miré el cadáver vaciado, abierto como una res en el matadero, con las entrañas decorando su hombro y la cabeza casi separada del tronco. No sentí culpa. La culpa es para los que destruyen. Yo sentí la satisfacción del minero que ha encontrado la primera veta de oro entre toneladas de roca inútil.
Huí antes de que el sol tocara los adoquines, sintiendo el peso húmedo del órgano golpear rítmicamente contra mi cadera con cada paso. Era mi primer trofeo. El nido donde incubaría la semilla verdadera. Londres despertaba a los gritos lejanos de "¡Asesinato!", pero yo no escuchaba gritos humanos. Escuchaba el zumbido eléctrico del futuro construyéndose en mi bolsillo.