6. Crisis / Intervención: El Doble Evento

Los días previos al 30 de septiembre no fueron días; fueron una larga vigilia colectiva, una sepsis de ansiedad que infectó el sistema nervioso de la ciudad. Londres contenía la respiración, con los pulmones llenos de niebla y sospecha. Tras la disección de Chapman, el anonimato se había roto. La prensa ya no hablaba de accidentes; hablaba de un depredador ápice suelto en el ecosistema urbano.

Caminaba por Fleet Street y escuchaba los susurros de los editores, vibrando como moscas sobre carne podrida. Había llegado una carta. Una burla escrita en tinta roja, o quizás en hemoderivados oxidados. —Se llama a sí mismo "El Destripador" —decía un voceador, probando el nombre en su lengua como si fuera un caramelo de ácido sulfúrico—.

El nombre aún no se había impreso en masa, pero corría por el alcantarillado de los rumores como una carga viral. Era un nombre vulgar, cortante, perfecto para el monstruo que yo estaba construyendo sin saberlo. La policía había inundado Whitechapel. Agentes de paisano con botas de goma para amortiguar el impacto sónico de sus pasos. Comités de vigilancia ciudadana armados con garrotes y silbatos, buscando purgar el cuerpo extraño de sus calles.

La caza se había vuelto difícil. El ganado estaba nervioso; sus niveles de cortisol arruinaban el sabor de la carne. Pero mi necesidad no entendía de toques de queda. Mi Eva estaba incompleta, un rompecabezas de carne con piezas faltantes, y la criatura en mi mente rascaba las paredes de mi cráneo, exigiendo progreso con la insistencia de un parásito en fase terminal.

Dutfield's Yard

La noche del 30 sudaba una humedad grasa; el aire apestaba a lluvia inminente, hollín de carbón barato y la electricidad estática de la tormenta que no acababa de romper. Sentía los iones positivos erizando el vello de mis brazos. Mi lista de la compra era específica, dictada por la necesidad estética de mi Eva: necesitaba piel. Dermis pálida, elástica, sin efélides, melanomas ni manchas solares, para cubrir el torso. La mujer que elegí —Long Liz— tenía la tez de una nórdica que había evitado el sol, un lienzo de colágeno blanco preservado paradójicamente por la pobreza y la falta de exposición ultravioleta.

La llevé a la oscuridad absoluta de Dutfield's Yard, un pozo negro detrás de un club de trabajadores donde se escuchaban cánticos borrachos y discursos socialistas que actuaban como aislante acústico para mi respiración.

—No grites —le ordené, sujetándola contra la pared de ladrillo húmedo que rezumaba salitre.

Su pulso carotídeo golpeaba contra mi pulgar, un ritmo de 110 latidos por minuto. Miedo puro. El corte fue limpio, casi académico. Mi cuchillo Liston se había convertido en una extensión biomecánica de mi radio y cúbito. La hoja separó la dermis, la grasa subcutánea y la pared arterial en un solo movimiento de arco. La presión sanguínea cayó en picado, causando una hipoxia cerebral isquémica instantánea. La mujer no murió de inmediato; simplemente se desconectó. Se deslizó hacia el suelo, una marioneta con los hilos hidráulicos cortados, colapsando sobre su propia gravedad.

Me agaché, mis rodillas chapoteando en el charco caliente que se expandía. Estaba listo para realizar la incisión circular en el torso. Mi mente ya estaba calculando los vectores de tensión para el desollamiento rápido, visualizando la separación de la fascia superficial.

Entonces, la Voz estalló en mi cabeza, no como un pensamiento, sino como un pico de voltaje en mi lóbulo temporal, un chirrido de estática dolorosa que me hizo apretar los dientes hasta casi astillarlos:

—¡INTRUSO! ¡ARRIBA! EL CICLO SE ROMPE.

No escuché nada con mis oídos, pero mi cuerpo reaccionó a la orden del parásito con una catatonia defensiva. Me congelé. Segundos después, la realidad física alcanzó a la advertencia sensorial. El repiqueteo arrítmico de cascos sobre adoquines. El chirrido agudo de un eje mal engrasado, metal contra metal sin lubricación. Una luz de linterna girando la esquina del patio, barriendo la oscuridad con un cono de lúmenes amarillos, buscando la anomalía.

Un carro entró. El pony, un animal nervioso, se encabritó violentamente. Sus fosas nasales se dilataron. No vio el cuerpo; olió la firma química de la muerte fresca: hierro, heces liberadas por el esfínter relajado y las feromonas de alarma que yo exudaba. Detectó al superdepredador.

—¿Quién anda ahí? —gritó una voz de hombre, vibrando con el miedo agresivo de quien sabe que ha entrado en la guarida de algo que no comprende.

—¡Corre, estúpido! ¡Te ven! ¡La retina del caballo ha captado tu sombra! —siseó la criatura en mi corteza cerebral, inyectando un torrente de adrenalina y norepinefrina en mi sistema para preparar la huida.

Maldije entre dientes. La adrenalina se agrió en mi sangre, convirtiéndose en toxina por falta de uso. Tuve que fundirme con las sombras más profundas, pegándome al muro como una mancha de humedad, dejando el cuerpo intacto, caliente... inútil. Había matado, pero no había cosechado. El Intercambio Equivalente estaba roto. La ecuación termodinámica estaba incompleta: energía gastada sin materia obtenida.

Escapé por la calle lateral mientras el conductor saltaba del carro y daba la alarma. Mis manos vacías temblaban de rabia metabólica. Mi química interna exigía compensación. No podía regresar al laboratorio con las manos vacías; la homeostasis de mi obsesión requería una pieza. Necesitaba equilibrar la balanza de fluidos.

Mitre Square

Caminé hacia la City, cruzando la frontera invisible de jurisdicciones. La frustración me hacía caminar rápido, mis pasos resonando sobre los adoquines húmedos como un metrónomo acelerado por la fiebre. Necesitaba otra oportunidad. Necesitaba validar la termodinámica de la noche.

Llegué a Mitre Square, una trampa arquitectónica de ladrillo negro rodeada de almacenes de té que bloqueaban la luz de la luna. Y allí, en el rincón suroeste, la atmósfera cambió. La presión barométrica cayó en picado, creando un vacío sónico. El silencio se hizo sólido, denso como el mercurio, amortiguando el ruido lejano de la ciudad.

Él estaba allí. Físicamente. Se había adelantado a mi necesidad, o quizás mi fracaso lo había convocado como una señal de socorro psíquica a través del vínculo neural. Lo encontré agachado sobre una figura en la oscuridad. Otra mujer. Catherine Eddowes.

Al verme, se irguió. No fue un movimiento humano; fue un despliegue hidráulico. Sus articulaciones rotaron con una fluidez que desafiaba la biología, irguiéndose como una araña industrial.

Fallaste —dijo, su voz sonando como piedras triturándose en una cantera subterránea—. Te interrumpieron. Tu pulso es errático, Víctor. Hueles a ácido láctico y a sudor frío.

Miré al suelo. La nueva víctima estaba abierta.

Está vacía —dijo Él, limpiándose una garra manchada de cruor en su abrigo raído—. Lista para el llenado.

Me acerqué, sacando mi pañuelo empapado en alcanfor para filtrar el olor a hierro y heces que ya empezaba a subir. La rabia técnica desplazó al miedo.

—Veamos tu trabajo —escupí con desprecio profesional.

Encendí mi linterna sorda. El haz amarillo reveló la carnicería. La garganta de la mujer no había sido cortada; había sido avulsionada. Arrancada a mordiscos o garras. Los bordes de la piel eran irregulares, festoneados, como papel mojado rasgado.

—Bruto —sentencié, tocando el desastre con la punta de mi bota—. Has desgarrado el músculo esternocleidomastoideo. Has triturado el cartílago tiroides y el hueso hioides. ¿Cómo esperas que reutilice una laringe que has convertido en pulpa fibrosa?

Él inclinó la cabeza, observándome con curiosidad entomológica, sus ojos brillando con una bioluminiscencia tenue, un tapetum lucidum amarillo que reflejaba mi propia luz.

Bajé el haz al abdomen. Estaba abierto desde el apéndice xifoides hasta el pubis, pero la incisión había sido hecha con demasiada fuerza, sin respetar las capas fasciales ni el peritoneo.

—Has perforado el intestino grueso —señalé el líquido marrón, viscoso y pestilente que se mezclaba con la sangre arterial en una sopa inmunda—. Contaminación fecal. Sepsis inmediata. Todo el paquete intestinal es inservible; las bacterias anaeróbicas ya están colonizando el tejido sano.

—La carne es carne —zumbó la voz en mi cabeza—. Tú ves suciedad; yo veo combustible.

Metí la mano en la cavidad caliente, ignorando la textura granulosa de la materia fecal semidigerida. Tenía que salvar algo. Busqué en el espacio retroperitoneal, lejos de la zona de impacto principal.

El riñón izquierdo. Estaba intacto, protegido por su cápsula de grasa perirrenal. Lo extraje con un corte limpio, casi invisible, de mi bisturí, liberando la arteria y la vena renales con la precisión de un relojero desarmando una bomba.

Levanté el órgano rojo oscuro hacia la luz. Brillaba como una joya de carne, un filtro biológico endurecido por la ginebra.

—Esto es cirugía —le dije, mostrándole el trofeo—. Lo que tú haces es alimentación.

La criatura se rió, un sonido bajo de infrasonido que vibró en mis empastes dentales y aflojó mis rodillas.

La pureza es una ilusión, Víctor. Yo solo acelero el trámite termodinámico. Te he dado un lienzo en blanco. Sin sangre. ¿No era eso lo que querías?

Tenía razón. La exanguinación era perfecta. No había livor mortis dorsal; el cuerpo estaba drenado, pálido como la cera. Pero el rostro... Iluminé la cara de la mujer. La criatura la había marcado. Cortes profundos en forma de V invertida bajo los ojos, cortando los párpados. Había borrado la identidad.

—La has destrozado —dije, tocando el tabique nasal roto—. Si uso esta piel, mi Eva parecerá una víctima de pelea callejera.

Guardé el riñón en mi frasco de formol. Era lo único salvable de esa noche maldita. Una victoria pírrica. Pero ahora tenía un problema forense. Mi incisión renal, la extracción de la arteria, era demasiado limpia. Contrastaba obscenamente con la carnicería animal de la criatura. Si la policía veía la precisión de la ligadura, sabrían que había un médico involucrado.

Tenía que ocultar la "lección" de la criatura —y mi propia sustracción quirúrgica—. Tenía que camuflar la ciencia con caos.

Terminé el trabajo. Hice cortes toscos en el rostro, imitando la brutalidad de la bestia, tajos erráticos en las orejas y la nariz. Rajé el lóbulo de la oreja derecha. Dibuje patrones sin sentido en las mejillas. Camuflé la precisión de mi ciencia bajo una capa de locura disociativa aparente. Dejé que la policía viera la obra de un loco frenético, no la disputa de dos anatomistas en la oscuridad.

—Perdona el desorden —murmuré a la desconocida, cuyo rostro ya no era un rostro, sino una máscara roja de pareidolia sangrienta.

La criatura se desvaneció en la niebla, su cuerpo perdiendo cohesión molecular, dejándome con la advertencia flotando en el aire húmedo como un virus:

—La próxima será más difícil. Tendrás que ser rápido. Menos cirujano, más carnicero.

¡Botas! —alertó la voz en mi mente, repentina y aguda, un pico de voltaje en mi cerebro. —¡Policía! ¡Izquierda!

Huí de la plaza con el riñón palpitando fantasmagóricamente en mi bolsillo, segundos antes de que el haz de luz de una linterna policial barriera el rincón donde habíamos estado. Escuché el silbato rasgar el aire a mis espaldas. Esa noche regresé con una pieza menor, pero con una certeza mayor: La criatura no era mi sirviente; era mi competencia. Y si yo no perfeccionaba mi arte, él convertiría todo Londres en un matadero sin propósito.

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