7. Maestría: La Gran Obra

Noviembre había traído el frío, pero la temperatura social de Londres ardía. La ciudad ya no era un lugar; era una herida abierta que se negaba a cicatrizar. Desde el "Doble Evento", la paranoia se había convertido en la religión oficial del East End. Los periódicos ya no informaban; predicaban el apocalipsis. “¡EL DESTRIPADOR SIGUE SUELTO!” gritaban los titulares del Police News, acompañados de grabados grotescos que mostraban a un demonio con maletín médico.

Caminé por Commercial Street bajo la mirada acusadora de mil ojos. Ya no había sombras seguras. Cada esquina estaba iluminada por la linterna de un policía o por las antorchas de los Comités de Vigilancia Ciudadana —turbas de carniceros y estibadores armados con garrotes que paraban a cualquiera que no tuviera cara de hambre.

Vi a un hombre ser arrastrado a un callejón por tres "vigilantes" solo porque llevaba un delantal de cuero manchado de pintura. Sus gritos de “¡Soy zapatero!” se ahogaron bajo el sonido de botas rompiendo costillas. La policía miraba hacia otro lado. Necesitaban un culpable, cualquiera, para calmar a la bestia.

—Caminan sobre huevos —susurró la criatura en mi mente, deleitándose con el olor a miedo colectivo—. Buscan un monstruo con garras, Víctor. No buscan a un caballero con guantes de cabritilla. Tu disfraz es su prejuicio.

Necesitaba un lugar cerrado. La calle se había vuelto imposible. Necesitaba tiempo. Necesitaba calor. Y necesitaba a Mary Jane Kelly. La había estado observando. No era como las otras. Era joven, unos 25 años, robusta, con una vitalidad que la ginebra aún no había logrado ahogar del todo. Vivía en una habitación propia, no en una pensión común. Miller's Court. Un callejón sin salida con una sola puerta. Una trampa arquitectónica perfecta.

La encontré en la esquina de Dorset Street, temblando bajo un chal raído. Estaba cantando “A Violet from Mother’s Grave” para espantar el frío. Me acerqué. Mi corazón no se aceleró; se ralentizó, entrando en modo quirúrgico. Tenía que ser encantador. Tenía que ser inofensivo.

—Buenas noches —dije, intentando modular mi voz para que sonara cálida, no metálica.

Ella me miró. Sus ojos azules estaban vidriosos, pero alertas.

—No tengo dinero, señor —dijo, defensiva—. Debo renta. Si busca caridad, siga caminando.

—Sonríe, idiota —siseó la Voz, impaciente—. Pareces un enterrador midiendo su ataúd. Ofrécele seguridad, no sexo. Tiene miedo, no lujuria.

Forcé una sonrisa. Me sentí como un titiritero moviendo los hilos de mi propia cara.

—No busco caridad, Mary. Busco refugio del frío. Y tengo... —saqué una botella de vino tinto francés de mi abrigo, una mancha de color rubí en la noche gris— ...medicina para el alma.

Sus ojos se suavizaron al ver la etiqueta.

—Parece usted un caballero —dijo, bajando la guardia—. No como esos brutos que andan con palos.

La ironía casi me hizo reír. Se sentía segura conmigo porque yo era limpio, porque hablaba con dicción de universidad.

—Venga a mi cuarto —susurró—. Allí estaremos a salvo del Destripador.

Caminamos juntos hacia Miller's Court. La criatura aullaba de risa en el fondo de mi cráneo.

—La oveja invita al lobo a la cueva porque el lobo lleva corbata. La humanidad es un chiste evolutivo, Víctor.

Entramos. La habitación 13 era pequeña, húmeda, con olor a ropa vieja y pescado. Eché el cerrojo. El sonido del metal deslizándose en la cerradura oxidada no fue un clic de seguridad; fue el cierre de una esclusa estanca. Afuera quedaba Londres, con su niebla, su moral y sus silbatos lejanos. Adentro comenzaba la Soberanía de la Ciencia.

—Siéntese, señor —dijo ella, sirviendo el vino en tazas rotas.

Bebimos. Ella bebió con sed; yo bebí con paciencia. Le había añadido láudano puro al vino. No para matarla, sino para apagarla. Diez minutos después, sus párpados pesaban toneladas.

—Tengo... tanto sueño... —balbuceó, dejándose caer en la cama.

—Duerme, Mary —le dije, acariciando su cabello con la mano enguantada—. El dolor es para los que están despiertos.

La observé. Era magnífica. Su abdomen tenía la curva suave, casi imperceptible, de la fertilidad temprana. Su piel, bajo la capa de hollín graso de la ciudad, era blanca, elástica, rica en colágeno joven. Una biomasa de primera calidad.

—El envase está listo —susurró mi voz.

Lo primero fue la termodinámica. La habitación estaba helada. El frío causa vasoconstricción, rigidez y cristalización de los fluidos; yo necesitaba fluidez absoluta. Alimenté la chimenea hasta que el hierro de la rejilla brilló al rojo vivo, rugiendo como una bestia enjaulada. Sacrifiqué mi propia ropa, quemé la silla de madera, eché carbón hasta que el aire en la pequeña estancia se volvió tropical, pesado, sofocante. El sudor comenzó a correr por mi espalda. Necesitaba mantener la temperatura corporal central en los 37°C el mayor tiempo posible tras el exitus para evitar la coagulación prematura y el Rigor Mortis. Quería operar sobre carne que creyera que aún estaba viva.

Saqué el estuche de terciopelo negro. Al abrirlo, la luz de la chimenea arrancó destellos rojos al metal frío. No había cuchillos de carnicero, toscos y mellados. Había bisturíes de acero de Damasco con filo de diamante, separadores de tejidos de plata alemana y una sierra de Gigli enrollada como una serpiente plateada, esperando morder hueso.

—No temas —le dije a su respiración, que ya entraba en la fase agónica de Cheyne-Stokes—. No voy a hacerte daño. El daño es destructivo, caótico. Yo voy a hacerte eterna.

—Ah, la mentira del amante... —susurró la criatura, su voz vibrando en mi oído medio como un insecto atrapado—. No la vas a hacer eterna, Víctor. La vas a hacer útil. Procede.

Tomé el bisturí #22. Busqué el triángulo carotídeo. Mis dedos palparon el pulso, débil y rítmico, un tamborileo de vida ignorante. No la corté de un tajo salvaje; eso es para los aficionados de la calle. Hice una incisión vertical, controlada, de cinco centímetros, exponiendo la arteria carótida común derecha. Latía contra mi dedo, desnuda, un gusano rosado y turgente lleno de presión hidráulica.

Inserté una cánula de vidrio soplado directamente en el lumen arterial. La sangre fluyó hacia el cubo de zinc, un torrente oscuro, espeso y constante, liberando un vapor ferroso que llenó la habitación pequeña.

—Huélela... —gimió la Bestia en mi mente, inhalando a través de mis fosas nasales dilatadas—. Cobre caliente. Ginebra barata. Miedo destilado. Es un vintage excelente, Víctor. Lástima que lo desperdicies en un cubo.

No podía permitir que la sangre manchara los órganos; la sangre oculta la anatomía, ensucia el campo visual. Necesitaba un campo exangüe. Ella suspiró. Un reflejo del tallo cerebral ante la anoxia progresiva, el último disparo neuronal de una vida que se apagaba. Luego, el silencio. La línea plana. El envase estaba vacío, pálido, listo para el desmontaje.

Tracé una línea desde el manubrio del esternón hasta la sínfisis del pubis. La piel, desprovista de presión sanguínea, se separó con la obediencia de la seda mojada bajo la hoja afilada. Reveló el panículo adiposo, una capa de grasa subcutánea amarilla y brillante que relucía bajo la luz del fuego como mantequilla derretida a punto de hervir.

—Excelente cobertura lipídica —anoté mentalmente, ignorando el sudor que me corría por la frente—. Energía potencial almacenada. Aislamiento térmico para la nueva Eva.

—Es grasa de pobreza, densa y rancia —corrigió la criatura con desdén—. Pero arderá bien en el metabolismo de la resurrección.

Abrí la caja torácica. No usé fuerza bruta; usé cizallas costales. El sonido fue seco, rítmico: crac-crac-crac. Como pisar ramas secas en un bosque muerto en invierno. El plastrón esternal se levantó como la tapa de una caja fuerte biológica, exponiendo el santuario del mediastino.

El Corazón.

Aún tremolaba. Una fibrilación residual de las fibras musculares cargadas de electricidad iónica, negándose a aceptar el final del contrato. Era un animal independiente, luchando en su jaula de costillas rotas.

Lo extraje con cuidado infinito, cortando la aorta y la vena cava superior con tijeras de disección curvas. Era denso, pesado en mi mano, una bomba hidráulica perfecta y resbaladiza. Lo deposité inmediatamente en el frasco de cristal con solución salina. Dio un último latido contra el vidrio, un thud sordo.

—El motor —susurré, fascinado por la geometría de las válvulas.

—Está asustado —observó el monstruo, saboreando la emoción residual—. Ese músculo conoce el pánico. Bombeará adrenalina incluso cuando duerma. Bien. Necesitamos agresión.

Bajé al abdomen. El olor cambió. Dejó de ser hierro limpio y se convirtió en algo más orgánico, más profundo. Aparté los intestinos, vaciándolos sobre la mesa de noche para despejar el área de trabajo. Se deslizaron entre mis dedos, calientes y serpenteantes, pesados por la digestión interrumpida. Para un ojo inexperto, parecería un acto de locura frenética, una profanación; para mí, era simplemente apartar el material de embalaje, la escoria biológica, para llegar al regalo oculto.

El Útero estaba allí. En la profundidad de la pelvis. Húmedo, vascularizado, perfecto. El nido de la especie. Lo corté y lo guardé junto al corazón.

—El caldero —bautizó la voz—. Ahí cocinaremos a los reyes del mañana. Córtalo con respeto, cirujano. Ese tejido es más sagrado que cualquier altar.

Esta era la parte más delicada. La estética. Necesitaba injertos grandes. Los muslos eran fuertes, cubiertos de piel suave. Hice incisiones circulares en las ingles y las rodillas. Con el mango del bisturí, separé la dermis de la fascia muscular subyacente. La piel salió en pliegos limpios, sábanas pálidas de tejido humano que enrollé como pergaminos antiguos. Al quitar la piel, los músculos quedaron expuestos, rojos y crudos, brillando como un diagrama anatómico en una carnicería de lujo.

La duda me asaltó un segundo. Mi mano tembló sobre el rostro de Kelly. ¿Era esto ciencia o era carnicería? Estaba desmantelando a un ser humano como si fuera un reloj robado.

—No te detengas ahora —gruñó la criatura, empujando mi voluntad—. La belleza es una máscara. Quítasela. Necesitamos el cartílago.

Decidí llevarme también el músculo pectoral mayor y parte del tejido facial para reconstruir las expresiones. Corté las orejas y la nariz; no por sadismo, sino porque el cartílago elástico es difícil de sintetizar en el laboratorio. El sonido del cartílago nasal cediendo fue un crujido húmedo que me revolvió el estómago, pero la criatura en mi mente suspiró de placer.

Dos horas después, el sol comenzaba a teñir de gris sucio la ventana cubierta con una cortina de muselina y abrigo viejo. Me detuve, empapado en una mezcla de mi propio sudor, fluidos serosos y vapor de sangre. Miré mi obra.

Sobre la cama, lo que quedaba ya no era una mujer. Era un esqueleto rojo, parcialmente descarnado, una estructura vaciada y expuesta, un maniquí de carne cruda. Las vísceras que no necesitaba (intestinos, bazo, pulmones dañados por el humo de Londres) estaban esparcidas alrededor del cuerpo, colgadas de los marcos de los cuadros o apiladas sobre la mesa, creando un retablo de gore absoluto. La habitación parecía el escenario de una explosión biológica contenida. Sangre en las paredes, trozos de carne pegados al papel pintado como estuco mórbido.

Sonreí. Fue una sonrisa dolorosa, de labios agrietados por el calor del infierno que había creado.

—Brillante... —susurró la criatura en mi cabeza, y por primera vez, no hubo burla. Hubo un tono de respeto genuino, casi reverencial, ante la magnitud de la atrocidad—. Has superado la brutalidad animal, Víctor. Esto es... arte teológico. Has creado un monstruo para ocultar a un dios.

Era perfecto. Cualquiera que entrara aquí —la policía, la prensa, el mundo— vería a un maníaco sexual, a una bestia sin mente. Nadie miraría ese caos y pensaría: "Falta el corazón. Falta el útero. Faltan los fémures". El exceso de violencia era mi camuflaje. La brutalidad ocultaba la sustracción meticulosa. Habían encontrado un cadáver mutilado; no se darían cuenta de que, en realidad, solo habían encontrado las sobras. La basura. El envoltorio.

El verdadero cuerpo, las partes que importaban, estaba ahora seguro en mi maletín, enfriándose en hielo, pulsando con una promesa de vida futura.

Me limpié las manos y la cara en un trozo de sábana empapada en sangre diluida. Me puse la levita, sintiendo el peso de la tela sobre mis hombros cansados. Ajusté mi sombrero de copa. Miré por última vez a la calavera expuesta sobre la almohada, que parecía sonreírle al techo manchado de hollín con una mueca de complicidad eterna.

—Gracias —dije, mi voz resonando en la habitación caliente y metálica, oliendo a cobre, a ozono y a carne asada—. Tu sacrificio ha comprado el futuro. No has muerto en vano; has sido re-asignada.

Salí a Miller's Court. La niebla de la mañana me abrazó, cómplice y fría, lavando el calor del matadero de mi piel. En la esquina, la sombra de la criatura asintió y desapareció, su trabajo terminado. Caminé despacio hacia la estación, llevando bajo el brazo el germen de una nueva especie, mientras a mi espalda dejaba el rompecabezas irresoluble, la Obra al Rojo, que atormentaría al siglo por venir.

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