8. Huida: La Salida De Londres

Salí de Miller's Court. La niebla de la mañana me abrazó, cómplice y fría, borrando mis huellas sobre los adoquines grasientos de Dorset Street. A mi espalda, el cuarto número 13 guardaba silencio, un útero de ladrillo sucio donde acababa de abortar la identidad de El Destripador para dar a luz, mediante cesárea sangrienta, al verdadero Víctor.

Caminé hacia la estación de Bishopsgate. El maletín de cuero pesaba en mi mano, un lastre físico y metafísico. El hielo que había robado de la pescadería crujía suavemente en el interior, manteniendo la temperatura. Dentro, suspendidos en solución salina turbia, viajaban el corazón denso de Kelly, el riñón filtrante de Eddowes y el útero atrófico pero funcional de Chapman. Tenía el motor. Tenía el filtro. Tenía la cuna. Pero me faltaba lo esencial. Me faltaba la arquitectura.

En la esquina, bajo la luz moribunda y sibilante de una farola de gas, una figura se separó de la pared de ladrillo como una mancha de humedad cobrando vida. Era Él. No vestía como un mendigo; su silueta tenía una elegancia anacrónica, una aristocracia depredadora que hacía que las sombras parecieran una capa de terciopelo real. No dijo nada. Solo miró mi maletín. Sus fosas nasales se dilataron, captando el aroma del hierro oxidado y el formol a través del cuero curtido.

—Está hecho —dije, mi voz ronca por el humo del carbón y la tensión muscular—. Londres ya no tiene nada que ofrecerme más que ruido.

La criatura sonrió, mostrando esos dientes que eran demasiado largos, diseñados para la avulsión, no para la masticación. —Tienes las piezas, Víctor —su voz resonó directamente en mi cerebro, un susurro de estática fría que me heló las muelas—. Pero no tienes dónde ponerlas. Tienes un motor sin chasis. Una liturgia sin catedral.

Asentí, sintiendo la frustración del ingeniero incompleto. —Las mujeres de esta ciudad son escoria biológica. Sus huesos son blandos por el raquitismo y la falta de sol; su piel es un mapa geológico de cicatrices, viruela y miseria. No puedo construir una diosa con ladrillos rotos.

Entonces, ¿a dónde vamos? —preguntó la Sombra, aunque ya sabía la respuesta.

Miré hacia el norte, hacia la estación de trenes que nos llevaría a la costa, y de ahí, al aislamiento salino. —A casa —respondí—. A la soledad. A la Isla. Allí la tierra es pura. Allí la gente muere de accidentes limpios, de caídas y ahogamientos, no de la podredumbre urbana que corroe los tejidos antes de la muerte.

Apreté el asa del maletín hasta que mis nudillos se pusieron blancos. —Necesito un molde. Una vasija virgen que no haya sido tocada por la sífilis o el hambre. Un cuerpo íntegro, con la densidad ósea intacta, que pueda soportar la tensión de alto voltaje del galvanismo.

Lo encontrarás —prometió la criatura, con la certeza de un oráculo oscuro—. La gravedad siempre provee. Alguien caerá. Alguien se romperá cerca de tu puerta. Y cuando eso pase, tendrás que estar listo para vaciarla y llenarla con lo que llevas en esa bolsa.

El silbato del tren sonó a lo lejos, un grito de vapor a alta presión que anunciaba la huida. Subí al primer vagón. Londres quedaba atrás, una ciudad confundida que buscaría durante un siglo a un fantasma con un cuchillo, sin saber que el monstruo no era un loco, sino un hombre con un plan de construcción incompleto.

Me senté junto a la ventana, viendo los tejados grises desvanecerse en la niebla contaminada. Cerré los ojos. En mi mente, ya no veía las calles sucias de Whitechapel. Veía un pozo de piedra en una isla desolada. Veía agua oscura y quieta. Y veía, con la claridad de una profecía científica, la silueta de una mujer cayendo hacia mí, perfecta, intacta, esperando ser el estuche de mi eternidad.

La visión se disolvió con un chirrido de frenos que sonó como un hueso rompiéndose. El tren se detuvo. Dover. El final de la tierra firme. Abrí los ojos. El mundo exterior ya no era gris hollín; era negro abismo. Bajé al andén azotado por el viento. El aire aquí era distinto; la sal del Canal actuaba como un astringente en mis pulmones, limpiando el sabor a sangre vieja de mi paladar, pero trayendo consigo una humedad mucho más peligrosa. Aferré el maletín contra mi pecho. No pesaba por el contenido, pesaba por la temperatura. Podía sentir el frío del hielo a través del cuero, un frío que empezaba a perder su batalla contra la noche. Caminé hacia la pasarela del barco, un fantasma entre viajeros que reían y fumaban, ignorantes de que caminaban al lado de una carnicería portátil. La criatura caminaba a mi lado, o tal vez era solo mi sombra proyectada contra el casco de acero remachado del vapor que nos esperaba. —El agua nos aísla, Víctor —susurró el viento, o quizás fue él—. Pero también nos encierra.

El Canal no era agua; era un muro de plomo líquido agitado por la tormenta. El ferry de vapor The Empress cabeceaba violentamente, gimiendo con el sonido de remaches estresados que luchaban por mantener la integridad del casco.

Yo estaba sentado en un rincón del salón de primera clase, lo más lejos posible de la estufa de carbón que calentaba a los demás pasajeros. El calor era mi enemigo. Aferraba el maletín como una madre aferra a un niño enfermo febril. Sentí una gota fría resbalar por la costura del cuero. —Mierda —susurré, limpiándola con la manga antes de que cayera al suelo. El hielo. El hielo sucio de la pescadería de Bishopsgate se estaba rindiendo ante la termodinámica. Se estaba convirtiendo en agua sanguinolenta dentro de la bolsa impermeable.

A mi lado, la criatura parecía dormir. Llevaba el sombrero calado hasta los ojos y el cuello del abrigo levantado, una silueta de oscuridad en un salón de terciopelo rojo y lámparas de aceite. Parecía un cadáver exquisito enviado por correo diplomático. Pero no dormía. —¿Hueles eso, Víctor? — su voz resonó en mi oído interno, clara y cortante sobre el rugido de las turbinas y el murmullo de las conversaciones banales. Miré a mi alrededor con paranoia. Una joven dama, sentada dos mesas más allá, se abanicaba discretamente con un pañuelo perfumado, arrugando la nariz con un gesto de disgusto aristocrático. —Es la fermentación,— se burló el monstruo, disfrutando de mi pánico. —El útero de Chapman se está calentando. Las bacterias anaeróbicas están despertando de su letargo. ¿Crees que el agua de lavanda de esa mujer tapará el hedor de la muerte macerada?

Me levanté bruscamente, ignorando el mareo provocado por el oleaje. Tenía que salir de allí. El calor humano y la calefacción estaban acelerando la autolisis. Salí a la cubierta exterior. El viento helado del canal me golpeó la cara con una mezcla de sal y aguanieve. Perfecto. Me quedé allí, en la barandilla, abrazado al maletín, dejando que el frío del mar preservara mi cosecha, convirtiéndome en una gárgola humana bañada por el rocío del mar, mientras el faro de Calais barría la oscuridad del horizonte como el ojo de un cíclope buscando contrabandistas de carne.

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