El Reloj
En las entrañas de una catedral industrial subterránea, una élite de inmortales hastiados se reúne para presenciar lo imposible. Buscan una emoción nueva en un mundo que ya han devorado por completo.
Lo que les ofrecen es "El Reloj": una abominación biológica diseñada no para marcar el tiempo, sino para romperlo. Pero cuando el experimento cruza el umbral de la realidad, los amos de la noche descubrirán con horror que hay cosas en la oscuridad que tienen más hambre que ellos
Índice
I. El Descenso al Nártex
El carruaje no se detuvo frente a un palacio, sino ante la boca de un Leviatán de Piedra. La fachada del edificio no era estática; sufría. Enormes Arbotantes Hidráulicos de hierro negro, oxidados por siglos de lluvia ácida y negligencia divina, se contraían y expandían contra los muros de la nave principal. No sostenían el techo; lo aplastaban. Gemían con el sonido de metal fatigado bajo una presión inmensa, un rechinar de dientes tectónico. No había gárgolas de piedra; había Gárgolas de Escape, tuberías con forma de fauces demoníacas que vomitaban columnas rítmicas de vapor sucio, impregnando la niebla con el hedor dulce y pesado del carbón de hueso quemado.
Descendimos. No por una escalera de mármol, sino a través de un elevador de carga, una jaula de rejilla dorada que colgaba sobre el abismo. En el momento en que la jaula comenzó a bajar, sentí el cambio en la densidad del aire. Mis oídos se taponaron con un chasquido doloroso, un barotrauma leve causado por el descenso rápido hacia la Cripta de Engranajes. El aire se volvió sólido, caliente, con la textura de una toalla húmeda sobre la cara. No estábamos bajando a un sótano; estábamos siendo tragados por el esófago de hormigón del edificio. Las paredes del pozo del ascensor sudaban un aceite negro que reflejaba nuestras caras distorsionadas, y la estructura entera vibraba con un gemido de baja frecuencia, un movimiento peristáltico que sugería que los cimientos del edificio no descansaban sobre tierra, sino sobre dolor comprimido.
El aire abajo era una atmósfera tropical y asfixiante, saturada de Hollín Sagrado, ese polvo graso que flotaba como polen industrial buscando un pulmón donde anidar. Tanya se cubrió la nariz con un pañuelo de seda bordado, mirando con asco una mota negra que había aterrizado en su hombro desnudo como un parásito. —Es vulgar —sentenció, sacudiendo la ceniza con un golpe seco de su abanico de hueso—. Memnon insiste en esta estética de "fábrica maldita", pero olvida que la grasa de máquina es imposible de sacar del brocado. —Es parte de la liturgia, querida —respondí, sintiendo el thrum del suelo subir por mis suelas, haciéndome vibrar los dientes—. El edificio necesita sudar. —El edificio necesita ventilación —replicó ella, ajustándose el guante—. O un exorcismo. Huele a grasa de litio rancia y a pretensión. Si voy a aburrirme, prefiero hacerlo en un lugar que no me ensucie los alveolos.
—Bienvenidos al Nártex —susurró mi acompañante, ajustándose los guantes de piel humana curada con un chasquido húmedo.
El vestíbulo se abrió ante nosotros como una catedral del vapor. El techo se perdía en una oscuridad llena de bioluminiscencia industrial: vejigas de vidrio colgadas de cadenas, llenas de bacterias luminosas y refrigerante verde neón que goteaba ocasionalmente sobre los hombros desnudos de las damas, quemando la seda con siseos químicos.
La recepción no la atendían criados, sino Autómatas Votivos de carne. Eran humanos, o lo que quedaba de su biología tras el proceso. Habían sido sometidos a una lobotomía transorbital para borrar la voluntad —dejando solo la obediencia motora—, y sus extremidades habían sido anquilosadas quirúrgicamente en posturas de servidumbre eterna. Uno de ellos, un joven de belleza vacía, actuaba como mesa de recepción; su espalda había sido aplanada y reforzada con una placa de latón atornillada directamente a sus vértebras lumbares para sostener el libro de visitas. No se movía, salvo por el temblor rítmico de sus músculos agotados y el movimiento espasmódico de sus ojos, que seguían a los invitados con una midriasis de terror perpetuo, atrapado en su propio cráneo.
Caminamos entre la multitud. La Sociología del Abismo estaba desplegada en todo su esplendor cruel. Los Antiguos, seres de piel translúcida y venas negras como raíces podridas, se movían con la lentitud de los glaciares, ignorando el espectáculo. Vestían sedas pesadas que olían a naftalina y sándalo podrido, sus rostros máscaras de un ennui tan profundo que parecía una enfermedad degenerativa. Para ellos, la maravilla técnica del lugar era vulgaridad moderna.
Pero lo que dominaba el centro de la sala no era la maquinaria, sino el Banquete de la Atrofia. Una serie de mesas largas, dispuestas con una precisión de mise en place quirúrgica, exhibían la oferta "gastronómica" de la noche. Los vampiros, seres que hacía siglos habían olvidado la necesidad de masticar, se congregaban alrededor con la curiosidad de críticos de arte frente a una escultura polémica.
La sección asiática era un estudio en minimalismo cruel. Sobre bloques de hielo tallado que no se derretían, descansaba un Sashimi de Psoas. El corte era tan fino que era translúcido, revelando la trama muscular del "filete del alma". No había carne cocida; era un Trompe-l'œil biológico. Lo que parecía una flor de loto era en realidad un corazón humano despiezado y reensamblado, cuyos pétalos ventriculares aún tremolaban levemente gracias a una corriente galvánica oculta en el plato. Los asistentes no comían la carne. Tomaban pinceles de caligrafía hechos de cabello humano, los mojaban en pequeños cuencos de porcelana llenos de bilis negra reducida o linfa endulzada, y pintaban la carne antes de lamer el pincel, saboreando la esencia del miedo atrapada en el tejido a nivel molecular.
Más allá, la mesa europea ofrecía una decadencia más barroca. Una fuente de plata sostenía una Galantina de Nervios. El sistema nervioso completo de un hombre había sido extraído intacto —una disección imposible— y sumergido en un Aspic (gelatina) transparente hecho de líquido cefalorraquídeo clarificado. Brillaba bajo la luz de gas como una joya de ámbar y dolor.
—Exquisito Glaçage —comentó un Dandy a mi lado, admirando cómo la luz se refractaba a través de la médula espinal suspendida—. Dicen que el sujeto estuvo consciente durante la extracción. Se puede saborear la adrenalina en la gelatina. Tiene un retrogusto... metálico.
Sirviéndoles, moviéndose como insectos nerviosos entre las sombras, estaban las Castas Impuras. Vampiros famélicos, privados de la primera sangre durante décadas, reducidos a una delgadez esquelética. Sus ojos ardían con una sed demencial, pero sus bocas estaban cerradas con mordazas de hierro forjado, castigos estéticos que les impedían beber a menos que se les permitiera. Llevaban bandejas de plata con las bebidas de la noche. No era vino. Eran copas de cristal tallado llenas de Icor y licores destilados de glándulas pineales maceradas en absenta, líquidos espesos y fluorescentes que prometían visiones de otros mundos.
Tanya tomó una copa de la bandeja de uno de estos sirvientes temblorosos. —Decorativo —admitió, mirando el líquido fluorescente en su copa—. Pero al final, es solo carne jugando a ser arte. Me pregunto si Memnon sabe que la verdadera transgresión no es desmembrar un cuerpo, sino hacerlo interesante.
Un campanazo sordo, similar al golpe de un martillo sobre carne muerta, resonó desde el fondo de la sala. Las puertas dobles del anfiteatro principal se estremecieron.
—Mira eso —señaló alguien con un abanico de hueso, desviando la atención del buffet hacia una alcoba lateral.
Allí, iluminado por la luz sucia de un Incensario de Combustión que oscilaba hipnóticamente, estaba la atracción principal del vestíbulo. No era una escultura. Era un experimento de orfebrería biológica. Un licántropo. Una bestia enorme, capturada en mitad de su transformación ósea.
No estaba en una jaula; estaba integrado a la maquinaria. Sus extremidades, cubiertas de pelaje grueso y sebo, estaban atrapadas en un marco de tracción mecánica. Pistones de vapor tiraban de sus brazos y piernas, manteniéndolo en una crucifixión tensa. Su pecho había sido abierto mediante un separador Finochietto permanente de bronce, exponiendo su corazón hipertrófico y peludo al aire viciado. El órgano no solo latía; estaba conectado mediante tubos de vidrio a una serie de alambiques y retortas que burbujeaban.
—Alquimia de la Bestia —leyó mi acompañante en la placa de cobre—. Están destilando su rabia.
El hombre lobo no podía aullar; su laringe había sido sustituida por un silbato de vapor. Cada vez que su dolor alcanzaba un pico, el vapor escapaba por su garganta con un chirrido musical, afinado para sonar como una nota perfecta de violín. Los invitados se detenían, admiraban el Mecanismo de Relojería incrustado en su cráneo abierto para estimular su cerebro y mantener la furia constante, tomaban un sorbo de sus copas de adrenocromo tibio, y seguían su camino hacia las puertas que ahora se abrían con el sonido de válvulas de alivio liberando presión.
El olor a ozono, cobre y miedo fermentado se hizo más intenso. La función estaba por comenzar.
II. El Circo de la Atrofia
La antesala del evento principal no estaba diseñada para la comodidad, sino para la exhibición de la vanidad bajo condiciones de privación sensorial leve. El aire en el anfiteatro menor era una sopa química: humo de tabaco negro luchando contra la dulzura enfermiza del formol evaporándose y el trasfondo metálico de tuberías que sudaban aceite quemado. Nos habíamos reunido allí, la Sociología del Abismo, no con la expectativa de la maravilla, sino con la paciencia resignada de quien asiste a una autopsia pública que se retrasa por burocracia.
Tanya exhaló un suspiro cargado de Ennui a mi lado, un gesto que en sus labios pintados de rojo oscuro parecía una sentencia de muerte para el anfitrión. —Espero que haya cruor —murmuró, ajustándose el guante de piel humana curada hasta que los nudillos crujieron—. O al menos, algo que sufra una lisis del colágeno con elegancia. El programa promete "Milagros de la Nueva Ciencia". Yo huelo a óxido y a la tara genética de la desesperación.
Las luces de gas bajaron hasta convertirse en brasas moribundas, teñidas de un violeta funerario. De las sombras del proscenio emergió una figura. No caminaba; se deslizaba con la fluidez hidráulica de un depredador ápice. Era un Antiguo, un vampiro cuya piel tenía la textura del mármol pulido por siglos de caricias no deseadas.
—Bienvenidos, peregrinos del abismo —su voz no se proyectó; resonó directamente en la base de nuestros cráneos con una vibración elegante—. Hemos visto civilizaciones arder y estrellas enfriarse. ¿Qué nos ofrece esta noche la efímera raza humana?
Hizo una pausa teatral, bebiendo un sorbo lento de su copa llena de icor fluorescente. Sus ojos, pozos negros de midriasis eterna, brillaron con una burla cruel.
—Nos ofrecen su hibris. Nos ofrecen el espectáculo de la carne intentando ser Dios mediante engranajes y galvanismo. No esperen milagros, mis queridos inmortales. Esperen la vivisección de la esperanza. Que comience la patología.
Hizo un gesto lánguido y se retiró, dejando tras de sí un aroma a mirra y sangre coagulada.
El primer "Virtuoso" subió al estrado. Era un inglés con la complexión del Artífice Pálido, portando lentes de aumento quirúrgico y un delantal de cuero rígido por manchas antiguas de grasa de litio. Arrastraba un carro de disección, acompañado por el zumbido eléctrico de una Pila de Volta industrial, mal aislada, que tosía chispas azules con una cadencia arrítmica.
—¡Damas y Caballeros de la Noche! —gritó, su voz temblando por la soberbia—. Olviden la mordida. ¡Yo les traigo la Chispa Vital generada por el ingenio! ¡La resurrección vía galvanismo!
Tiró de la lona. Debajo había un Corpus Delicti. Un hombre corpulento, en avanzado estado de rigor mortis, atado a una silla de cobre con correas de caucho vulcanizado. Tenía electrodos —agujas de tejer gruesas— clavados profundamente a través de la dura madre en las sienes. El inglés accionó una palanca. El aire se llenó del hedor acre a ozono y queratina quemada.
El cadáver no despertó. Simplemente, comenzó a convulsionar en una corea obscena. Los músculos pectorales se contrajeron violentamente bajo la descarga, la mandíbula, luxada por la tensión, castañeaba (clac-clac-clac) mordiéndose la lengua negra. —¡Miren! ¡El espasmo de la vida! —chillaba el inglés.
Pero de las cuencas de los ojos del muerto salía humo graso. La piel se ennegreció, sufriendo una necrosis térmica instantánea. No era vida; era carne cocinándose en su propia grasa subcutánea. —Es una marioneta rota —sentenció Tanya, observando la facies hippocratica del sujeto—. Está preparando la cena y espera que aplaudamos.
Cuando el cuello del cadáver se partió por la fuerza de su propio espasmo —una fractura por avulsión interna—, el público estalló en una risa seca y cruel. El espectáculo terminó cuando el olor a carne cauterizada superó a la promesa de la magia.
El siguiente acto no mejoró la atmósfera; simplemente cambió la textura del asco. Un místico francés presentó su "Máquina de Extracción Ectoplásmica". Una médium tuberculosa, pálida hasta la clorosis, estaba conectada a bombas de vacío que recordaban a un Confesionario Neumático. —El alma es un gas —anunció, ajustando una válvula—. Y puede ser comprimido.
El ruido fue un chirrido de pistones sin lubricar. La chica se arqueó en la camilla por hipoxia mecánica. Las máscaras de succión tiraban de ella buscando vaciar sus pulmones. Lo que reptó por los tubos de vidrio no fueron rostros en la niebla, sino una sustancia grisácea, viscosa como moco. No era ectoplasma puro; era condensación pulmonar y saliva espumosa.
Desde las gradas altas, las Castas Impuras arrojaron monedas de cobre con desprecio. —Eso no es un espíritu —comentó un Lord detrás de nosotros—. Eso es una bronquitis extraída a presión.
La máquina tosió y un tubo estalló, rociando la primera fila con un líquido tibio que olía a fermentación butírica. El "alma" embotellada no era más que el aliento fétido de una moribunda.
Para cuando llegó el tercer "Virtuoso", el aburrimiento se había solidificado como una costra sobre la audiencia. Un alquimista de la vieja escuela trajo un Atanor portátil y un matraz cubierto. —La Materia Prima —susurró—. He incubado al Homúnculo perfecto.
Retiró la tela. Dentro del líquido amarillento flotaba un teratoma. Una masa de carne amorfa, cubierta de pelos dispersos y dientes en lugares equivocados. Tenía un ojo ciclópeo que miraba con estupidez lechosa. —¡Saluda a tus padres! —ordenó el alquimista.
La cosa abrió una herida vertical que hacía las veces de boca y vomitó una nube de bilis negra. Ante nuestros ojos, su cohesión falló. Entró en Nigredo instantánea, deshaciéndose como papel mojado en ácido. En segundos, el "hombre perfecto" era una sopa de necrosis flotante.
El público estalló en abucheos crueles. —Patético —Tanya se puso de pie con un crujido de seda—. Vámonos. Si el plato fuerte es "El Reloj" de Memnon, prefiero ver secarse la pintura de mi ataúd. —Espera —la detuve, sintiendo una vibración en el suelo, una vibración geológica que no provenía de las máquinas de feria—. Mira quién sale ahora.
Las luces de gas no bajaron; parecieron ser absorbidas por el aire. Los criados limpiaron el vómito y los restos alquímicos con una eficiencia aterradora. El escenario quedó vacío, clínico, preparado. Y entonces, con el rechinar de ruedas oxidadas que sonaba como huesos rompiéndose, el ujier empujó la jaula de Memnon hacia el centro de la pista.
La atmósfera cambió al instante. El aire dentro del anfiteatro dejó de respirarse; se comulgaba con él. Se volvió denso, casi gelatinoso, cargado con un miasma litúrgico. No estábamos allí como espectadores de un circo fallido; sin saberlo, nos habíamos congregado como suplicantes en una basílica subterránea, una Catedral de la Carne erigida en honor a las verdades que solo el bisturí puede revelar.
El silencio se volvió absoluto, una presión física sobre los tímpanos, roto únicamente por el siseo distante de los quemadores y, más inquietante aún, por un sonido rítmico y húmedo que emanaba del centro de la pista: el goteo de una expectativa a punto de ser rajada.
Cuando el ujier, vestido con una túnica de cuero que recordaba tanto al delantal de un carnicero como a la sotana de un monje, se acercó a la estructura central, el murmullo de la congregación cesó por completo. No era una simple jaula lo que descansaba allí; era un tabernáculo de hierro forjado y cristal sucio, montado sobre ruedas que chirriaron con la protesta de huesos viejos al ser movidos. Cubriendo el contenido, un paño de terciopelo pesado, del color de la sangre arterial coagulada, absorbía la poca luz disponible.
Sin teatralidad, con la eficiencia fría de quien retira una sábana en la morgue, el ujier desveló la reliquia.
Un suspiro colectivo, una mezcla de repulsión y reverencia, recorrió las gradas. Lo que se reveló ante nuestros ojos, acostumbrados a siglos de hastío y excesos, no era una simple deformidad. Era una blasfemia arquitectónica, una configuración de carne que desafiaba la simetría sagrada de la creación divina para proponer una nueva y terrible geometría.
A primera vista, la mente, desesperada por encontrar patrones familiares, intentaba discernir a dos individuos sentados espalda con espalda, un hombre y un vampiro, desnudos en una intimidad forzada. Pero la biología es implacable y no perdona la ilusión. Al agudizar la vista, la atroz verdad se manifestaba: no había espaldas. Sus columnas vertebrales, esas escaleras de hueso hacia la conciencia, se habían fusionado en una sola cresta ósea, una anquilosis monstruosa que actuaba como el pilar central de su existencia compartida. No eran dos seres; eran una continuidad aberrante, un tejido quimérico donde la piel pálida, marmórea y translúcida del depredador se fundía con la dermis sonrosada, sudorosa y turgente de la presa en una soldadura de cicatrices queloides que parecían mapas de dolor.
Eran Toracópagos de una especie que ningún dios benévolo se atrevería a soñar. La carne de uno no terminaba donde empezaba la del otro; fluía, se bifurcaba y se coalescía en una danza estática de tejidos.
El componente humano de este teratoma viviente era un estudio en la agonía exquisita. Su cuerpo estaba tenso, cada músculo vibrando con la frecuencia del pánico reptiliano. Su piel brillaba con un sudor aceitoso, exudando el aroma agrio de la adrenalina fermentada. Sus ojos, desorbitados en una midriasis de terror absoluto, no parpadeaban, fijos en un punto invisible del vacío, como si estuviera contemplando su propia condenación. De su garganta escapaba un aullido continuo, no un grito, sino una vibración, un infrasonido de sufrimiento que resonaba en nuestros propios huesos.
A su espalda —o más bien, emergiendo de su propia dorsal como un parásito majestuoso—, la parte vampírica yacía en un estado de torpor sublime. Su piel tenía la textura del pergamino antiguo, blanca como la leche cortada, y sus facciones poseían la serenidad inmutable de una estatua funeraria. Sus ojos estaban cerrados, pero bajo los párpados translúcidos se podía ver el movimiento rápido del sueño REM, soñando quizás con océanos de sangre negra. Sus colmillos, limpios y secos, descansaban sobre el labio inferior como agujas de marfil, prometiendo una penetración que aún no había sido consumada.
Entonces, Memnon apareció.
III. La Liturgia del Colapso
No emergió como un presentador de circo, sino que se materializó desde las sombras como un Sumo Pontífice del Dolor. Vestía un traje de corte quirúrgico, inmaculado, pero con la textura de la seda pesada, y sus manos estaban enguantadas en una piel tan fina que parecía humana. Su rostro, una máscara de belleza gélida, irradiaba una autoridad que no admitía réplica. Caminó hacia la jaula con la reverencia de quien se aproxima al altar mayor para la consagración.
—Hermanos en la noche, suplicantes de la verdad —su voz resonó, clara y cortante como un bisturí, llenando el anfiteatro sin necesidad de elevar el tono—, les pido que abandonen su incredulidad. Lo que tienen ante ustedes no es una curiosidad; es una revelación.
Acarició los barrotes de la jaula, y el metal pareció gemir bajo su tacto.
—He aquí mi evangelio, escrito no en tinta, sino en materia blanca y materia gris. Lo llamo "El Reloj", pero es un nombre vulgar para una función sagrada. Contemplen la simetría negativa de su unión.
Señaló la fusión de las carnes con un gesto elegante.
—Lo que ven es un par de gemelos monocigóticos, imperfectamente separados tras la concepción, una displasia que la naturaleza desechó y que yo he rescatado y perfeccionado. Noten la fusión visceral: comparten hígado, comparten riñones, y lo más crucial, comparten un sistema circulatorio anastomosado. Cuatro brazos para suplicar, cuatro piernas para no huir, dos cabezas para gritar... pero un solo río de sangre, un solo Corpus Delicti.
Memnon hizo una pausa, dejando que la implicación de sus palabras se asentara como el polvo de hueso después de una trepanación.
—He tomado a estos siameses y he inducido la transfiguración solo en uno de ellos. He inyectado el patógeno de nuestra estirpe en una mitad, manteniéndolo en el estadio más bajo, una larva de inmortalidad, para asegurar la docilidad del instinto. Pero he aquí el sacramento: después del primer sorbo iniciático, esa comunión de icor y saliva, le he privado deliberadamente de sustento externo.
Un murmullo recorrió las gradas superiores, donde los Turistas del Abismo se inclinaban hacia adelante, sus ojos brillando con una curiosidad mórbida.
—¿Por qué no se seca? ¿Por qué no entra en la desecación y se desmorona en polvo? —preguntó Memnon, alzando las manos como si sostuviera un corazón invisible—. Porque he creado un circuito cerrado de agonía. El vampiro no necesita cazar. Se nutre de su hermano. Absorbe la vis vitalis directamente a través de la aorta compartida, succionando la vida desde el interior, bebiendo de la fuente misma antes de que la sangre llegue a oxigenar el cerebro humano.
Memnon se acercó al rostro del gemelo humano, quien gimió ante la proximidad del Artífice.
—Es un parasitismo perfecto, una endosimbiosis forzada. Pero no es solo biología, mis queridos amigos. Es metafísica aplicada. El dolor del humano no se pierde en el vacío; es consumido, metabolizado por la mitad vampírica, transmutado en una energía que mantiene esta homeostasis blasfema. El sufrimiento de uno es el combustible del otro.
Miró hacia arriba, hacia la oscuridad de la cúpula, como si esperara ver algo descendiendo.
—Pero todo sistema cerrado tiende a la entropía. Y es en ese colapso, en esa singularidad biológica, donde reside mi verdadera obra. No he creado esto para que viva eternamente. Lo he creado para que muera con una precisión matemática.
—¿Y qué esperamos ver, Memnon? —la voz de Tanya cortó el aire a mi lado, cargada de ese ennui aristocrático que solo los inmortales poseen—. ¿Otra muerte? ¿Otro espasmo? Hemos visto imperios caer y hecatombes. Tu juguete de carne es... pintoresco, pero ¿dónde está lo sagrado?
Memnon sonrió, y en esa sonrisa vi la promesa de un abismo que ni siquiera Tanya había contemplado.
—No esperen una muerte, querida Tanya. Esperen una apertura. El sufrimiento simultáneo, la sincronización de la agonía de dos almas unidas por la misma sangre y el mismo terror, genera una frecuencia. Un tono de Shepard biológico que desciende infinitamente. Cuando el humano agonice por exanguinación interna, y el vampiro entre en la necrosis por la súbita privación... en ese instante de falla sistémica doble, la realidad se rasgará.
Susurró la última frase, pero resonó como un trueno.
—No estamos aquí para ver morir a un monstruo. Estamos aquí para ver qué entra por la herida que su muerte abrirá en el tejido del mundo.
Memnon extrajo de su chaleco un objeto que solo nominalmente podía llamarse reloj. Era una esfera de oro opaco, pesada, que colgaba de una cadena hecha no de metal, sino de vértebras de serpiente enlazadas con hilo de plata. Al abrir la tapa, el sonido no fue un tic-tac mecánico, sino el latido húmedo y sincopado de un corazón diminuto atrapado en ámbar.
—El tiempo es un tejido que se puede rasgar —dijo Memnon, su voz resonando con una calma aterradora en el silencio del anfiteatro—. Mediante complejos cálculos sobre la resistencia del tejido conectivo y la velocidad de la sepsis, he determinado el momento exacto de la ruptura.
Levantó el reloj, mostrándolo a la audiencia como si fuera una hostia consagrada.
—He preparado a "El Reloj" para que su función sistémica colapse en... —miró las agujas de hueso— cuarenta y siete segundos a partir de ahora. No me concedo otro margen de error que el último suspiro.
Una risa nerviosa, cargada de incredulidad y morbo, recorrió las gradas superiores.
—¿Treinta y nueve...? —comenzó a contar Memnon, sus ojos fijos en la jaula—. Treinta y ocho...
El cambio en la criatura fue inmediato y atroz. El gemelo humano, sintiendo quizás la vibración de su propia sentencia en la médula, se arqueó violentamente hacia atrás. Fue un opistótonos perfecto, la columna vertebral crujiendo bajo la tensión extrema de los músculos dorsales. Su boca se abrió en un grito mudo, la lengua hinchada y negra protruyendo como un teratoma entre los dientes.
—Treinta y dos... treinta y uno... —La voz de la multitud se unió a la de Memnon, un coro de buitres esperando la carroña.
Pero algo estaba mal. El aire en el anfiteatro comenzó a enfriarse drásticamente, un algor mortis ambiental que nada tenía que ver con la temperatura exterior. Las llamas de gas parpadearon y se tornaron de un azul lívido. Un zumbido bajo, un infrasonido que hacía vibrar el diafragma y provocaba náuseas, comenzó a emanar del centro de la pista.
—Veintiuno...
La parte vampírica del ser, hasta ahora sumida en su torpor, abrió los ojos de golpe. No había iris, ni pupila; solo una negrura lechosa, un glaucoma espiritual que parecía ver más allá de las paredes de piedra. Su piel, antes marmórea, comenzó a ondularse, recorrida por espasmos subcutáneos, como si miles de gusanos de filaria danzaran bajo la dermis buscando una salida.
—Se está alimentando demasiado rápido —susurró Tanya a mi lado, su hastío reemplazado por una tensión depredadora—. El parásito ha entrado en pánico. Está intentando drenar la reserva antes de que el envase se rompa.
—Doce...
El aullido del humano se convirtió en un gorgoteo húmedo. De su boca brotó un torrente de bilis negra, espesa y corrosiva, mezclada con sangre espumosa. El olor a ácido gástrico y cobre llenó el recinto, un miasma penetrante que nos hizo arrugar la nariz.
—Nueve... —La multitud gritaba ahora, una masa unificada por la sed de final.
—¡Miren! —señaló alguien.
Alrededor de la jaula, el espacio mismo parecía distorsionarse. Las sombras se alargaban hacia la criatura, desafiando a la fuente de luz. Había una fricción en el aire, una estática visual que hacía que el contorno de los gemelos se viera borroso, como una cinta de video degradada, una generación perdida de la realidad.
—Ocho...
Un espasmo brutal sacudió el conjunto. El cuerpo humano dio un bote contra los barrotes, el sonido de costillas fracturándose resonó seco y claro, como ramas muertas pisadas en invierno. La piel de su tórax se volvió translúcida, cianótica, revelando el colapso de los órganos internos que se atrofiaban en tiempo real, consumidos por la voracidad de su mitad inmortal.
—Cinco...
—¡Ya viene! —gritó Memnon, su rostro transfigurado por un éxtasis religioso—. ¡La puerta se abre!
—Cuatro... —dijo Tanya, pero su voz temblaba.
El gemelo humano cayó. No se desmayó; su estructura simplemente cesó. Era un saco de piel flácida, exanguinado hasta la última gota, vaciado de toda vis vitalis. La gravedad reclamó lo que quedaba de su biología con un golpe seco y blando contra el suelo de la jaula.
—Tres...
El vampiro, aún unido a la carcasa de su hermano, soltó un chillido que nos reventó los tímpanos. No era dolor; era la comprensión absoluta de la soledad. Su fuente se había secado. Su conexión con la vida se había roto.
—Dos...
La audiencia se inclinó hacia adelante, conteniendo el aliento, esperando la implosión prometida. Los Antiguos ajustaron sus monóculos; las Castas Impuras dejaron de temblar. El aire estaba cargado de estática.
—¡Uno!
Memnon cerró la tapa de su reloj con un chasquido teatral que resonó como un disparo. Extendió los brazos, esperando el trueno, la oscuridad, el Cisma.
Pero el vampiro siguió allí.
Temblaba, sí. Su piel estaba grisácea, cianótica, y sus venas se marcaban como mapas de ríos secos bajo la dermis. Pero no se licuaba. No había delicuescencia. La criatura miraba a su alrededor con una lucidez aterrorizada, respirando en jadeos cortos y secos, aferrándose a una existencia que las matemáticas decían que ya no debía tener. La cohesión celular, obstinada y estúpida, se negaba a romperse.
El silencio que siguió no fue religioso; fue incómodo. Fue el silencio de un petardo que no estalla.
—Cero —susurró alguien en la primera fila.
Un carraspeo. Luego, el sonido inconfundible de una risa sofocada detrás de un abanico de seda. Memnon se quedó congelado, con los brazos aún extendidos, mirando a su creación con la incredulidad de un ingeniero viendo caer un puente. Su rostro, antes una máscara de autoridad gélida, se perla ahora de un sudor aceitoso. La hibris se le estaba escurriendo por la frente.
—Parece que tu reloj atrasa, querido —la voz de Tanya cortó el aire, afilada y venenosa como un estilete—. O quizás la entropía se ha aburrido de tus cálculos.
Una carcajada abierta estalló en las gradas superiores. —¡Fraude! —gritó un Dandy, arrojando su copa de icor a la pista—. ¡Es carne de goma! ¡Ni siquiera sabe morirse a tiempo!
El murmullo de burla creció, una marea de desprecio aristocrático. Los vampiros se levantaban, ajustándose las capas, listos para abandonar el teatro. La magia se estaba disolviendo en farsa.
IV. La Eucaristía del Vacío
Memnon bajó los brazos. Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de una furia termosistémica. Se giró hacia la jaula, sus ojos inyectados en sangre negra, ignorando a la multitud. Caminó hasta los barrotes y los agarró con tal fuerza que el hierro se dobló bajo sus dedos enguantados.
—¡El tiempo es elástico! —rugió, su voz distorsionada, perdiendo la elegancia humana para revelar un gruñido feral—. ¡La carne tiene latencia! ¡Nadie se mueve!
La violencia de su grito acalló las risas momentáneamente. Memnon no miró a la audiencia; miró fijamente a la criatura, imponiendo su voluntad sobre la biología fallida. Sacó de nuevo el reloj, pero esta vez no miró la esfera; la aplastó en su puño, rompiendo los engranajes de hueso.
—¡Me concedo el margen de error del Dios que duda! —gritó, comenzando un nuevo conteo, no hacia atrás, sino hacia el abismo—. ¡Uno!
En la jaula, el vampiro se arqueó. La piel de su espalda se rasgó con el sonido de tela vieja.
—¡Dos! —bramó Memnon.
La necrosis golpeó con retraso, acumulada y furiosa. El brazo izquierdo del vampiro se desprendió del hombro, cayendo al suelo no con un golpe sólido, sino con un sonido de succión obscena, un slosh pesado y húmedo que resonó en el silencio atónito, como un saco de vísceras arrojado contra el lodo. Se disolvió instantáneamente en un charco de lodo negro hirviente que siseaba como grasa en una plancha caliente.
—¡Tres!
La multitud dejó de reír. El olor a amoníaco y ozono se disparó, quemando las fosas nasales. La realidad alrededor de la jaula comenzó a vibrar, visualmente distorsionada por ondas de calor que no deberían estar ahí.
—¡Cuatro! —Memnon gritaba cada número como si fuera un martillazo sobre un clavo—. ¡Cinco!
La criatura abrió la boca para gritar, pero su mandíbula se desencajó, cayendo sobre el pecho, colgando solo de tendones que se derretían como cera al fuego. La licuefacción aceleró. La carne se deslizaba de los huesos en capas geológicas de podredumbre acelerada.
—¡Seis! —El aire se volvió eléctrico. Los cabellos de los espectadores se erizaron por la piloerección estática.
—¡Siete!
Ya no había vampiro. Había un remolino de biomasa girando en el centro de la jaula, un vórtice de sangre negra y hueso pulverizado que desafiaba la gravedad, comenzando a levitar.
—¡Ocho! —Memnon estaba bañado en el vapor sucio que emanaba de la jaula, riendo ahora, una risa maníaca y rota que competía con el burbujeo de la biomasa en el suelo.
La materia en la jaula colapsó hacia adentro. El sonido del mundo se invirtió, un silbido de succión cósmica que nos dejó momentáneamente sordos por la presión negativa. En el centro de la negrura líquida, un punto blanco, infinitamente denso y doloroso de mirar, se encendió como una estrella enferma.
—¡Nueve!
La realidad no se rompió; sufrió una evisceración. Donde debería haber restos, el espacio se abrió con el sonido de una tela mojada rasgándose amplificado mil veces. Una solutio continuitatis en el tejido del universo. Una mancha de oscuridad absoluta, una singularidad que flotaba sobre el metal retorcido de la jaula, bebiéndose la luz de las lámparas de gas con una sed gravitacional.
Memnon se giró hacia nosotros, jadeante, con su traje de seda manchado por las salpicaduras de la transfiguración. Su arrogancia había vuelto, pero ahora estaba templada por el terror sagrado de quien ha logrado abrir la caja fuerte de Dios y ha encontrado que dentro solo hay dientes.
—La entropía ha cobrado sus intereses por la demora —anunció, su voz ronca vibrando con la estática del ambiente—. Prepárense. La liturgia ha terminado. La invasión comienza.
Y desde esa negrura, algo empujó.
No tenía rostro, ni garras, ni colmillos convencionales. Era una geometría de dolor puro. Primero salieron unos ganchos, no de metal, sino de hueso pulido y marfil, unidos a cadenas de nervio óptico grueso que brillaban húmedas y pulsantes bajo la luz moribunda. Las cadenas se clavaron en el aire mismo, tensándose, abriendo la herida más y más, tirando de los bordes de nuestra dimensión como si fueran piel de un abdomen abierto.
Luego, la Entidad cruzó el umbral.
Era una torre de carne desollada y reconfigurada, una arquitectura imposible de músculo rojo brillante y tendones de plata tensados como cuerdas de violín. No caminaba; flotaba sobre el suelo, suspendida por su propia gravitación de sufrimiento. No tenía ojos, pero su superficie entera estaba cubierta de bocas diminutas, cientos de esfínteres húmedos y rosados que susurraban en lenguas muertas, creando una cacofonía de ruido blanco y rezos invertidos que hacía sangrar la nariz de los espectadores más cercanos.
El olor nos golpeó como una onda expansiva: ozono, formol hirviendo y el aroma inconfundible de la electricidad estática mezclada con sangre vieja y cobre.
En las gradas, el silencio burlón se había roto para siempre. Los vampiros, esos aristócratas del aburrimiento, retrocedían presas de un pánico atávico. Vi a uno, un Dandy que minutos antes se reía, arañarse la propia cara en un ataque de formicación histérica, arrancándose tiras de piel pálida como si sintiera insectos caminando bajo su dermis muerta. Otro vomitaba un líquido negro sobre el terciopelo de su asiento, su cuerpo convulsionando en rechazo a la frecuencia infrasónica que la Entidad emitía. Un Antiguo, cuya piel había resistido el acero y el tiempo, intentó usar su velocidad preternatural para huir hacia las puertas. Fue inútil. La Entidad había alterado la física local. Vimos al vampiro moverse en cámara lenta, atrapado en un ámbar temporal, mientras su propia inercia lo desgarra, separando la piel del músculo como si fuera un traje mal ajustado. La inmortalidad no sirve cuando el tiempo mismo te tiene hambre.
Los Antiguos, estatuas de mármol milenario, mostraban grietas de terror en sus máscaras de indiferencia; sus ojos buscaban salidas que ya no existían.
Tanya me agarró el brazo. Sus uñas, duras como diamantes, atravesaron la tela de mi chaqueta y se clavaron en mi carne fría. No miraba con asco; miraba con una midriasis total, una fascinación que bordeaba la catatonia mística.
—Es... puro —murmuró, su voz temblando—. No es un truco, Caleb. Es una Verdad.
La Entidad giró sobre su eje, si es que tenía uno. Las bocas en su carne se sincronizaron, los esfínteres se dilataron al unísono y hablaron con una sola voz. No fue un sonido que viajara por el aire; fue una transmisión directa al tallo cerebral reptiliano. Un pitido agudo, un tinnitus violento similar al chirrido de una turbina, me taladró los oídos, y sentí la humedad tibia de una hemorragia nasal bajando repentinamente por mi labio superior. A mi alrededor, vi a los Antiguos llevarse las manos a los oídos, manchando sus guantes de seda con sangre fresca que brotaba por la presión intracraneal. Sentí un sabor a cobre y electricidad en la parte posterior de la garganta. Mis sinapsis chisporrotearon, reescribiendo mis recuerdos a la fuerza para acomodar el idioma de algo que no tenía cuerdas vocales.
—LA CARNE ES UNA TRAMPA. EL DOLOR ES LA LLAVE. HEMOS ESCUCHADO VUESTRA LLAMADA.
Memnon, extasiado, con los ojos llenos de lágrimas de aceite negro, se arrastró hacia la jaula abierta, ignorando el calor radiactivo que emanaba de la brecha.
—¡Soy yo! —gritó, abriendo los brazos en cruz—. ¡Yo soy el arquitecto! ¡Yo preparé el sacramento!
Un látigo de carne y hueso salió disparado desde la Entidad. Fue tan rápido que el ojo apenas registró el movimiento, solo el desenfoque del aire desplazado. Se enrolló alrededor del cuello de Memnon con un chasquido húmedo y definitivo. No lo estranguló; se fusionó con él. Vimos, con una claridad de alta definición, cómo la piel del cuello de Memnon burbujeaba y se unía al tentáculo, un injerto simpático instantáneo y violento. Sus venas se conectaron a las de la criatura; su sangre se convirtió en la sangre de la cosa.
Memnon no gritó. Su rostro se relajó en una expresión de agonía exquisita, sus ojos se pusieron en blanco mientras era alzado en el aire, sus pies pataleando inútilmente, convirtiéndose en una marioneta de su propio dios.
—ACEPTAMOS LA OFRENDA —tronó la Entidad, y su voz hizo estallar los cristales de las lámparas de gas—. PERO EL HAMBRE NO SE SACIA CON UN SOLO BOCADO. LA PUERTA ESTÁ ABIERTA. Y AHORA, NOSOTROS TAMBIÉN TENEMOS SED.
Las cadenas de nervio se dispararon hacia las gradas, buscando nuevos anclajes. El pánico estalló. No era el miedo a la muerte; era el terror a la transformación. Los inmortales, que creían haber escapado del ciclo de la vida y la decadencia, descubrían ahora que había destinos peores que la tumba. Había dimensiones donde la eternidad se medía en unidades de dolor.
—¡Vámonos! —chilló Tanya.
No tiraba de mí; se aferraba a mi brazo como si fuera la única estaca sólida en un mundo que se licuaba. Sus uñas de diamante no solo rasgaron la tela; perforaron mi piel muerta, buscando hueso, buscando dolor para confirmar su propia existencia. Miré su rostro. La máscara de ennui milenario se había roto. Sus ojos estaban desorbitados, las pupilas dilatadas hasta devorar el iris, reflejando no la sala, sino el abismo que se abría en el centro de la pista. Su piel perfecta, esa porcelana de cantera fría, estaba gris, sudando un aceite rancio. No era miedo a morir; era el terror absoluto a la obsolescencia. Tanya acababa de comprender que en la nueva cadena alimenticia, nosotros éramos el aperitivo.
Yo no podía moverme. Estaba paralizado por la belleza atroz de la escena. La geometría del sufrimiento se desplegaba ante mí, perfecta, matemática, inevitable.
Memnon ya no era un individuo; era un componente estructural. Fusionado con la Entidad, nos miraba desde arriba, su cuerpo abierto y extendido como las alas de una mariposa disecada en un alfiler de disección cósmico. Sonreía con una boca que ya no le pertenecía, una herida vertical que goteaba icor negro sobre el escenario que él mismo había construido, bautizando a su congregación con la verdad de su propia carne.
—¿Crees que esto es sano? —la pregunta de Tanya, formulada siglos atrás —o quizás hace diez minutos—, resonó en mi memoria, ahora cargada de una ironía venenosa.
Miré el caos. La sangre que no era sangre, sino combustible. La transfiguración de la materia en espíritu a través de la trituradora. Sentí, por primera vez en eones, que mi corazón muerto daba un vuelco. No fue un latido; fue un espasmo de terror genuino. Una descarga eléctrica en un músculo atrofiado que me hizo sentir más vivo, más biológico y más vulnerable que en cualquier caza nocturna de los últimos trescientos años.
—No, Tanya —respondí, mi voz serena, perdida en los alaridos de la congregación que comenzaba a ser cosechada por los ganchos de la Entidad—. No es sano. Es necesario.
Las luces de gas estallaron una a una, incapaces de competir con la oscuridad radiante de la brecha. El zumbido de la Entidad subió de volumen, pasando del umbral auditivo a una presión física que hacía vibrar el líquido dentro de nuestros ojos.
Supe entonces que el verdadero espectáculo acababa de empezar. El "Reloj" no marcaba el tiempo; marcaba el final de nuestra impunidad.
Miré al suelo de la jaula. Entre el lodo negro y los restos de Memnon, el reloj de oro yacía aplastado. Las manecillas se habían detenido, pero no marcaban una hora. Estaban dobladas hacia adentro, señalando el centro del mecanismo, como si quisieran apuñalar el propio tiempo para matarlo antes de que Ellos terminaran de cruzar.