La Fundación de San Bartolomé


Portada de "La Fundación de San Bartolomé", con una máscara de un lobo con dientes afilados y ojos rojos, mascaras de cerdo y zorro con expresiones intimidantes, fondo oscuro con árboles y un cielo en al atardecer.

El olvido fue la primera hambre. Luego vino la carne.

En una cicatriz de piedra, el Batallón de San Bartolomé aguarda una orden que nunca llegará. Olvidado y borrados por la historia, los últimos soldados leales libran una guerra silenciosa contra un enemigo invencible: una hambruna que erosiona la humanidad.

Pero en la oscuridad de las minas agotadas, donde la desesperación se encuentra con lo antiguo, el batallón ha encontrado una respuesta a sus plegarias. No es comida, no es agua. Es un milagro corrupto que palpita en la sombra, esperando ser aceptado.

¿Hasta dónde llegarías para sobrevivir un día más?

"El Mercado Caníbal" de Relaterror es la herida. "La Fundación de San Bartolomé" es el cuchillo.

Índice


I. Memoria del Polvo
II. La Eucaristía de la Grasa y la Corte Marcial del Hambre
III. El Evangelio de las Máscaras
IV. La Sangre Nueva
Omar Escobedo Omar Escobedo

I. Memoria del Polvo

No moríamos; nos calcificábamos. 

Y todo comenzó con una mentira patriótica. El olvido fue la primera hambre. No ese vacío vulgar que te gruñe en el estómago, sino una aridez existencial que te lija la lengua y te llena la boca con el sabor de la ceniza de tus propios muertos. Esa hambre nació el día que el General se marchó con los últimos caballos, prometiendo que la División volvería con provisiones antes de las lluvias. —Guarden la plaza —dijo—. San Bartolomé es la llave de la Sierra. Nosotros, en nuestra inmensa y estúpida lealtad de campesinos armados, le creímos. Guardamos la plaza. Guardamos el silencio. Pero las lluvias no llegaron, y el General tampoco. El país allá abajo, en el valle, firmó tratados y olvidó sus guerras, pero a nosotros nos borraron del mapa.

Nuestro pecado fue la obediencia. El castigo no fue la muerte; fue la anulación. Nos dejaron aquí, colgados como una costra en la pared de un cañón olvidado de la Sierra Madre, y la tierra, como una madre violada y rencorosa, se volvió nuestra enemiga jurada. Recuerdo el sol de la sierra. No era un astro amigo. Era un ojo de catarata blanca, febril y ciego, clavado en el cenit sobre los desfiladeros. No calentaba; cocía. Sentíamos nuestra propia dermis crujir y agrietarse, imitando con precisión forense la sequedad del suelo de adobe bajo nuestros pies descalzos, convirtiéndonos en mapas vivientes de la agonía.

El aire que respirábamos no era aire. Era polvo de minas agotadas y tierra roja. Se nos metía bajo los párpados—un grito microscópico y arenoso—haciéndonos llorar lágrimas de lodo sucio. Lo tragábamos. Era una comunión involuntaria con el polvo de nuestros ancestros revolucionarios y la profecía de nuestros futuros cadáveres. Sazonaba las raíces amargas, retorcidas como dedos de bruja, que arrancábamos de la tierra muerta. El único sonido era el lamento del viento encajonado en la barranca, un aullido seco, de lija contra hueso, que arrastraba los sollozos de madres acunando bultos que pesaban como ancianos y miraban con ojos de mil años.

Vimos la arquitectura del hambre en el rostro de José, el último sargento. Él era nuestro silencio encarnado. Su espalda, un arco de tensión insoportable, cargaba la gravedad de la traición y de cada uno de nuestros huesos. No hablaba de esperanza; la esperanza era una mentira cruel, una obscenidad política, un lujo que requería una saliva que ya no teníamos.

Nunca supimos de dónde vino el Padre Elías. Quizás fue un cristero huyendo del gobierno, o un misionero loco perdido en la geografía del diablo. Fue un tumor en el paisaje, un susurro maligno en el viento que bajaba del norte. Lo que encontró en la cueva, esa cicatriz purulenta en la montaña donde los antiguos escondían su plata, es una historia que tejimos después para no volvernos locos. Un cuento febril para vestir al horror de mito. Decíamos que las paredes de esa cueva sudaban un frío que no era agua, sino un relente biológico que se te pegaba a la piel como aceite. Que el aire olía a poder rancio y a la carne de un matadero olvidado hace siglos. Y que en su corazón, sobre un altar de piedra negra y grasienta, yacía algo. Un cuerpo. Emitiendo una luz pálida, de luna ahogada en formol. Incorrupto. Un milagro o una blasfemia. La línea divisoria había desaparecido en estas montañas.

Nosotros solo lo vimos a él, al Padre, cuando ya era demasiado tarde para salvar nuestras almas. Lo encontramos bajo un mezquite seco, cuya sombra era una burla en el pedregal. Su sotana estaba hecha jirones, una bandera negra de rendición. Pero su cuerpo... Dios mío... su cuerpo estaba lleno. En medio de la hambruna de la sierra, donde hasta los coyotes morían de sed, él era una obscenidad de carne sana, túrgida. Una afrenta violenta a nuestra miseria. La piel, de una palidez cerosa, casi de látex húmedo al tacto, se estiraba sobre sus miembros con una tensión insoportable, brillante, casi translúcida. Podías ver, bajo esa membrana de reptil, una luz fría, azulada, que pulsaba débilmente, un ritmo cardíaco que no era sangre, sino... otra cosa. Una serenidad terrible, inhumana, le había vaciado las cuencas de los ojos. Eran dos pozos de una calma abisal, pozos ciegos de algo que ya no recordaba qué era el hambre. De su boca entreabierta, donde sus labios parecían hinchados como sanguijuelas saciadas, goteaba una saliva espesa, oleosa, un néctar corrupto. Y de esa garganta brotaba un murmullo constante, un clic-clic húmedo. Un rosario de sílabas rotas donde el latín de una misa sagrada se pudría y se convertía en el siseo de una serpiente tejiendo un hechizo antiguo, anterior a la Cruz.

Y la esencia que desprendía... Nos golpeó como un muro físico. No, nos invadió. Violó nuestras fosas nasales y nos llenó la boca con un sabor a piedra mojada, a cobre de mina y a carne cruda guardada en oscuridad por eones. Un poder rancio, y un dulzor enfermizo... como flores de velorio pudriéndose en tu propia garganta bajo el calor de agosto. Nos quedamos paralizados. El hambre en nuestras tripas aullaba. Era un ácido corrosivo, un calambre que nos doblaba, una bestia rabiosa arañando el interior de nuestros estómagos para salir y devorar. Pero un miedo más antiguo, un instinto reptiliano que nos advertía de la presa envenenada, nos clavaba al suelo. El aire se quedó quieto, asfixiado. El único sonido era el de nuestra propia respiración—un jadeo seco, colectivo, de animales acorralados—y el murmullo blasfemo que goteaba de los labios del Padre. El hambre era la bestia. El miedo era la cadena. Pero la cadena estaba hecha de polvo y lealtades muertas. Se oxidaba. Se rompía.

Fue José, el sargento leal, quien la rompió. No caminó. Se arrastró esos últimos pasos, la dignidad militar abandonada, moviéndose como un insecto hacia una luz letal. Lo vimos extender una mano temblorosa, esquelética. No para atacar. Para tocar. Para verificar la realidad de la carne. Recuerdo el instante exacto, el microsegundo en que sus dedos sucios de tierra y pólvora vieja rozaron la piel inmaculada del Padre. Era fría. No era el frío pasivo de la muerte; era el frío activo de la piedra de un pozo profundo, una termodinámica inversa que chupaba el calor de lo vivo. Y estaba... tensa. Vibrante. Como la piel de un tambor lleno de líquido a presión. Vimos un espasmo eléctrico recorrer el brazo de José, como si una corriente helada lo hubiera mordido hasta el hueso. El Padre no se movió. Sus ojos vacíos siguieron fijos en un cielo azul impasible que nos había ignorado por años. Era una ofrenda. Un sacrificio inverso. José se giró y nos miró. No tuvo que dar la orden. Su mirada, vacía de humanidad y llena de necesidad, encontró la nuestra. Y en el pozo negro de nuestra hambre compartida, encontró su permiso. Encontró la complicidad de los traicionados.

Llevarlo de vuelta al pueblo fue una procesión fúnebre al revés. No llevábamos un cuerpo a su tumba para que descansara; llevábamos una tumba a nuestras casas para abrirla. Pesaba más que un hombre. Pesaba como si estuviera lleno no de órganos y sangre, sino de tierra húmeda, mercurio y secretos antiguos de la sierra. Nuestras manos—las manos de todos, manchadas y temblorosas—lo tocaron para cargarlo, como hormigas transportando una presa gigante. Sentimos esa frialdad antinatural filtrarse en nuestras palmas, esa carne densa que no cedía, que repelía nuestro calor. En ese contacto, el pecado dejó de ser solo de José. Se volvió nuestro. Una comunión táctil y viral. Ya no había inocentes ni soldados. El pacto estaba sellado en la piel. Mientras caminábamos bajo el sol verdugo, arrastrando nuestra presa sagrada por las calles de adobe desmoronado, vimos a las mujeres y a los niños asomarse a las puertas oscuras de las chozas. Vimos en sus ojos la misma guerra civil que acabábamos de librar: el asco visceral luchando contra una esperanza terrible y caníbal. La humanidad retrocediendo ante la bestia que pedía, a gritos silenciosos, ser alimentada. Nadie gritó. Nadie lloró. Solo nos vieron llegar, cargando nuestro milagro monstruoso. No llevábamos un cadáver. Llevábamos la respuesta a nuestras plegarias torcidas. Llevábamos el sacramento que nos daría un día más de vida en este infierno de piedra, y una eternidad de condena.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

II. La Eucaristía de la Grasa y la Corte Marcial del Hambre

La primera vez que el olor a carne humana cocinándose saturó el aire estancado de la Sierra, no trajo alivio. Trajo una náusea marcial. No era el aroma de un asado cualquiera. Era un perfume denso, dulzón y grasiento, una neblina de lípidos quemados y almizcle rancio que se adhería a la mucosa de la garganta, que violaba los poros de la piel y hacía que la saliva brotara ácida, química, amarga de pura y bestial necesidad. Nos reunimos alrededor del fuego no como una simple manada, sino como un pelotón que ha roto filas. Éramos soldados olvidados con las pupilas dilatadas brillando en la oscuridad, reflejando la grasa que goteaba sobre las brasas con un siseo obsceno. En el silencio sepulcral, solo se escuchaba el crip-crap de la piel del misionero rompiéndose por el calor y el rugido de nuestros propios estómagos—un coro de barracas vacías exigiendo ser llenadas.

María, con manos de intendente manchadas de hollín, repartió los primeros trozos. Recuerdo el mío: una porción de muslo, caliente hasta la quemadura, la dermis cerosa y chamuscada crujiendo bajo la presión ansiosa de mis dedos. El primer bocado fue el descenso al infierno. Mi mente, todavía anclada en la vieja moral castrense y católica, gritaba traición. Mi garganta se cerró en un espasmo, el reflejo del vómito luchando por rechazar el milagro blasfemo. Pero el cuerpo... ese glorioso y traidor mecanismo biológico, ya se había rendido. Metí la carne en mi boca. La textura era una confusión atroz. Firme y fibrosa en la superficie, pero deshaciéndose por dentro en una pasta suave, casi gelatinosa. Un jugo espeso, salobre y perturbadoramente dulce—como si la carne hubiera sido marinada en miel negra—me inundó la cavidad bucal. Comimos con los ojos cerrados, masticando despacio, en posición de firmes espirituales, como si la oscuridad de los párpados pudiera ocultar nuestra vergüenza ante el Dios de los ejércitos.

Y con cada deglución, sentimos un fuego líquido, una radiación biológica, recorrer nuestras venas colapsadas. No era calor térmico. Era una invasión. Era la energía de una entidad superior reescribiendo nuestro código genético, empujando el frío de la muerte hacia atrás con violencia. Era el parásito encontrando, por fin, un cuartel dispuesto. Esa noche, por primera vez en meses, dormimos sin soñar con la orden de retirada que nunca llegó. Dormimos el sueño pesado de la tropa saciada.

La salvación duró lo que dura una fase lunar. Luego, no regresó el hambre. Regresó la abstinencia. No era la carencia que habíamos conocido, esa que roe el estómago vacío en las largas marchas. Esto era patología. Era una voz en el plasma, un coro viral cantando en nuestras arterias una canción de un solo verso. Era una comezón subcutánea. Sentíamos como si insectos de vidrio intentaran salir desde la médula de los huesos hacia la piel. Una necesidad eléctrica que se retorcía detrás del nervio óptico y convertía el mundo entero en un menú estratégico. El hambre ya no suplicaba; daba órdenes. Y no pedía maíz ni raíces. Susurraba, con la voz del Padre Elías, el recuerdo de la textura prohibida.

Nuestra anatomía comenzó a rebelarse. Las encías nos dolían con un dolor punzante y arquitectónico, como si esquirlas de pedernal estuvieran empujando desde la raíz, como si la mandíbula estuviera intentando ensancharse para acomodar una mordida más letal. Un regusto metálico—el sabor constante a casquillos de bala oxidados y sangre vieja—llenaba nuestra saliva, ahora espesa como el aceite de motor. Empezamos a mirarnos de verdad. Sin el velo del compañerismo. Nuestros ojos, reconfigurados por la necesidad, ya no veían camaradas, ni sargentos, ni hermanos de armas. Veían mapas de calorías. Veían la densidad muscular bajo la guerrera raída. Seguían el trayecto azulado de la yugular latiendo en el cuello de un teniente. Se detenían, con una precisión forense, en la curva suave y comestible de la mejilla de una soldadera. El pelotón se fracturó en una nueva dicotomía: Nosotros y el Suministro.

Cuando los viajeros llegaron—dos sombras exhaustas recortadas contra el crepúsculo violeta de la sierra—no vimos hombres. Vimos la respuesta biológica a una plegaria química. Venían del valle. Del lugar donde se firmaron los tratados. Del lugar que nos borró. Vimos costillas. Vimos muslos. Vimos un milagro de carne tibia y sangre oxigenada por la paz que nosotros no teníamos. No hubo plan de ataque. No hubo orden de fuego. Fue un movimiento de colmena. Un mecanismo de relojería táctico hecho de cien cuerpos sincronizados por el mismo parásito, deslizándose desde las sombras de las casas de adobe como una marea de aceite negro. Los rodeamos. Rompimos el cerco. El olor de su sudor limpio, el olor a vida no corrompida y a jabón de ciudad... era un perfume que nos intoxicó, nos volvió locos de rabia y deseo. Y bajo ese olor... el aroma más dulce, la feromona suprema: su miedo confuso y civil.

Recuerdo el sonido de su sorpresa ahogada. El primer grito, cortado en seco cuando las manos de José, el Sargento—nuestras manos, todas las manos, unidas en una sola garra disciplinada—los arrastraron hacia la oscuridad de la bodega de granos. Hacia el altar de piedra grasa.

Pero Samuel... Samuel vio hombres. Samuel fue el error en el sistema. Se quedó paralizado, aislado de la colmena. Su rostro, una máscara de incredulidad pálida que se quebró en horror absoluto. Se dobló y vomitó. Un espasmo violento de bilis amarilla y comida de gente libre que salpicó el polvo sagrado. El olor agrio de su humanidad, de su moral intacta, luchando contra la verdad biológica de la sierra. Y entonces se plantó frente a nosotros, su cuerpo delgado temblando como una hoja en el huracán, sus ojos llenos de lágrimas de una rabia inútil. —¡NO! —gritó—. ¡Son soldados, por Dios! ¡Son hombres! Su grito no fue de un hombre. Fue el aullido final de nuestra propia conciencia moribunda. Fue una acusación de deserción moral, una blasfemia estridente contra nuestra nueva fe. Samuel era un espía de la normalidad, un cáncer benigno que debía ser extirpado por el bien de la unidad.

Lo que le hicimos a Samuel no fue un asesinato. Fue una ejecución sumaria. Fue apagar una luz que lastimaba nuestros ojos adaptados a la oscuridad de la trinchera. Lo rodeamos en silencio. No con ira, sino con la pesada certidumbre de la cirugía de campo. Sentí el peso de su cuerpo luchando en mis brazos, el calor frenético de su miedo desesperado vibrando contra mi piel, que ya estaba fría por la hipotermia de la infección. Recuerdo el momento exacto en que sus últimos hilos de cordura se rompieron. Fue cuando miró al Sargento José a los ojos. Cuando vio en nuestras pupilas dilatadas no a los héroes de la revolución, no a su gente, sino el reflejo vacío, paciente e infinito del hambre. Vio el matadero reflejado en nosotros. Dejó de luchar entonces. Su alma se rindió antes que su cuerpo. Se quedó flácido, un muñeco de trapo roto. Recuerdo sus ojos, inmensamente abiertos, escaneando nuestros rostros mientras lo arrastrábamos al centro, buscando un rastro de honor militar que ya había sido digerido semanas atrás. No suplicó. Quizás entendió, con una clarividencia final, que ya no éramos los soldados que él buscaba. Éramos la Especie Nueva.

El primer corte lo hizo José, con su cuchillo de monte, pero la voluntad de todos guió el filo. Sentí la resistencia elástica de la piel de su garganta—una piel que olía a libertad—y luego el sonido. Un zzzzzip húmedo y suave que silenció al viento de la barranca. Un géiser de sangre arterial, caliente y pegajosa, nos roció. No nos manchó. Nos condecoró. No fue una salpicadura; fue una unción. Sentí el calor en mi mejilla, el sabor ferroso en mis labios secos. Y en ese acto compartido, en esa profanación comunal, la última barrera cayó. La lealtad al General murió; la lealtad a la Carne nació. Desmembrarlo fue nuestra primera maniobra de anatomía aplicada. Aprendimos el peso resbaladizo y denso de un corazón humano, la textura esponjosa de un hígado, el crujido húmedo y satisfactorio de una costilla al ser arrancada de la columna vertebral.

Esa noche, mientras la carne de Samuel siseaba y goteaba grasa sobre las llamas, nadie cerró los ojos. Lo miramos arder con adoración marcial. Y cuando comimos, lo hicimos mirándonos fijamente los unos a los otros, con las bocas brillantes de aceite y sangre. Su carne nos hizo más que hermanos de armas; nos hizo cómplices celulares. Y su sangre escribió, en el suelo sucio de la bodega, la primera y única ley de nuestro nuevo código: O eres camarada, o eres suministro.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

III. El Evangelio de las Máscaras

La ejecución de Samuel fue nuestra acta de independencia; lo que vino después fue la reorganización del regimiento. El horror, para no devorar nuestra disciplina, exigía un reglamento. Necesitaba una logística para disfrazar la matanza de operación táctica. Fue María—quien alguna vez remendó uniformes y cargó carrilleras—quien decodificó el nuevo evangelio. La observé una noche, con las pupilas dilatadas y fijas en la danza hipnótica de las brasas del cuartel, y supe que su tímpano vibraba con una frecuencia que nosotros no captábamos. No escuchaba a Dios ni al General. Estaba sintonizando la estática de la Sierra, la voz ronca y exigente de la necesidad biológica.

Fueron sus manos—manos endurecidas por la pólvora y la aguja—las que cosieron la nueva piel del batallón. Recuerdo el olor del taller improvisado: cuero viejo de monturas abandonadas, curado en una mezcla de salmuera, orina y miedo destilado. La forma en que sus dedos, firmes y sin temblor, perforaban la piel muerta para tejer una nueva cara para nosotros. Una prótesis de identidad diseñada para ocultar al soldado traicionado y dar permiso a la bestia. Una jerarquía de talabartería: La máscara de Lobo para los Carniceros, la fuerza de choque, los sumos sacerdotes de nuestro templo de vísceras. La máscara de Marrano para los clientes, un recordatorio perpetuo de su naturaleza: gorda, pasiva, civil. Ganado que come ganado.

Ponerse la máscara por primera vez... no fue un disfraz. Fue un ascenso de rango. Fue sentir la rigidez del cuero frío contra mi rostro, una segunda dermis que apretaba y moldeaba. El olor de mi propio aliento, caliente, húmedo y rancio, reciclado dentro de ese pequeño infierno privado. El mundo se redujo a un túnel de visión táctica. La vista, borrosa a través de agujeros mal cortados; el sonido, amortiguado por el latido de mi propia sangre en los oídos. El hombre que cruzaba el umbral de la bodega moría en la entrada. Dentro, éramos solo dientes, tendones y función. El rostro del suministro dejaba de tener historia. La carne se despojaba de su nombre y rango. Era solo proteína esperando liberación.

María nos dio el uniforme; el Sargento José nos construyó la Catedral. La vieja bodega de granos se transfiguró en nuestro Cuartel General. El aire allí dentro era siempre un grado más frío que la muerte, inmune al sol verdugo del exterior. Olía a piedra mojada, a hierro oxidado de armas viejas y al perfume perpetuo y cobrizo de la hemoglobina. Un olor a sangre vieja que saturaba el mortero de las paredes, imposible de lavar. José no nos enseñó el oficio de carnicero; nos enseñó estrategia anatómica. Lo veíamos, con la máscara de Lobo proyectando una sombra dentada bajo la luz de un solo farol de aceite. Con la punta de su cuchillo de monte, trazaba los mapas secretos que Dios dibujó bajo la piel, como si explicara un plan de ataque sobre un mapa topográfico. La espiral áurea de un músculo en el muslo. Los ángulos defensivos de la caja torácica. La simetría húmeda y obscena de los órganos brillando en su nido visceral. —Nada de esto es azar, reclutas —nos susurraba, su voz distorsionada por el cuero, sus ojos brillando con una lucidez terrible—. Es el terreno que debemos conquistar.

El acto de desmembrar ascendió a maniobra militar. Cada corte, una ejecución sumaria. Aprendimos la Ley del Desperdicio Cero, propia de un ejército sitiado. Los huesos se apilaban, lisos, pesados y amarillentos, esperando el torno para convertirse en herramientas. La piel humana, curtida y estirada, se usaba para remendar las propias máscaras que nos definían o para forrar las bitácoras del infierno. Los órganos se conservaban en salmuera dentro de tinajas de barro: munición biológica flotando en un líquido amniótico turbio. Muchachos con cubetas de agua se movían en una danza perpetua, sus pies descalzos chapoteando en el piso pegajoso, empujando la marea roja hacia un canal improvisado que alimentaba la tierra negra del exterior. Pero el olor metálico ya no era externo; estaba en nuestros uniformes, en nuestros poros.

Al principio, la distribución fue comunal, como el rancho de la tropa. Pero el hambre, como el poder, detesta el vacío y adora la jerarquía. La naturaleza humana, incluso infectada, es un nido de rencores. Vimos la envidia tóxica en la mirada de quien recibía un trozo con más cartílago que carne. Para mantener la disciplina en las filas, inventamos la Economía de Trinchera. Creamos la divisa. Recuerdo el tacto de los Pesos de Hueso. Pequeños discos pulidos por el roce constante de dedos ansiosos, lisos, fríos y con el peso específico de la muerte. Tallados con un sol negro en el centro. Extraídos de las falanges de los enemigos caídos. Cada peso era un eco táctil. Un dedo. La paga que el Gobierno nunca nos mandó. Un peso por un kilo de corte primario. Un juego de pesos por un hígado sano. Nuestra economía nació de los muertos, una contabilidad escrita en calcio para alimentar a los que morían lentamente esperando una revolución que ya no existía.

Pero el hambre es un comandante insaciable, y la Sierra, una cosecha incierta. La infección exigía expansión. Nos empujó más allá del último tabú. Dejamos de ser una guerrilla estática. Evolucionamos a una fuerza de ocupación. Vimos el nacimiento de las Divisiones Especiales:

Los Coyotes: Hombres y mujeres que ya no olían a sangre, sino a polvo, distancia y frontera. Se movían en la noche como avanzadas de reconocimiento. No mataban; recolectaban. Conocían los caminos de la sierra mejor que nadie. Usaban el miedo y nuestra creciente leyenda negra como un arma de arreo. Sus máscaras eran de Coyote, el animal que cruza los límites. Sus ojos, fríos y calculadores, evaluaban el peso vivo de la presa a cien metros. Eran nuestros espías en el mundo de los vivos.

Y con ellos, la blasfemia definitiva: los Intendentes. Su deber era la logística de la agonía. El Cuerpo Médico del infierno. Mantener la carne viva, hidratada y en stasis. Alimentaban a los forasteros en corrales ocultos en los pliegues geológicos de la barranca. Les curaban las heridas con manos suaves y mentirosas. —Coman, paisanos —susurraban con ternura falsa—, deben reponer fuerzas para cruzar la sierra. Engordándolos para el matadero. Eran carceleros de una despensa que respiraba, lloraba y suplicaba. Sus máscaras eran de Hormiga. Sin expresión. Pura eficiencia insectoide. El horror de la burocracia desalmada aplicado a la biología.

Y en el Sanctum Sanctorum de nuestro Cuartel, en la sala más fría, silenciosa y secreta, nació nuestro tesoro estratégico. Esa cosecha no era para la tropa rasa. Era la ración de combate reservada para el Estado Mayor: José, María, el Carnicero Mayor y la Anciana Augur. Creíamos—necesitábamos creer con desesperación patriótica—que al consumir la carne más virgen, absorbíamos el futuro que nos habían robado. Allí, en los cuneros improvisados con cajas de munición vacías, arrullados por el eco distante de las sierras cortando fémures, estaban los pequeños. El fruto más exquisito de nuestra industria abominable. Carne blanca, sin memoria de guerra ni pecado, reservada para los caldos de la élite. Nuestra esperanza nutricional. Nuestra más absoluta, pesada y eterna condena marcial.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

IV. La Sangre Nueva

Y vimos nacer a los primeros reclutas de nuestra nueva sangre. Al principio, fue una alegría perversa, un autoengaño de cuartel. El sonido del llanto de un recién nacido rompiendo la estática de la Sierra nos pareció una victoria estratégica. Una prueba biológica de que el regimiento, incluso aislado y profanado, tenía futuro. Estábamos ciegos. No eran como nosotros. Nosotros llevamos el recuerdo del pan de maíz y la culpa católica como una esquirla de metralla en el cerebro. Llevamos la memoria de la traición del General. Nuestra hambre es una cicatriz sobre una herida de vergüenza patriótica. Ellos no. Ellos nacieron del festín, no del sitio. La infección, para nosotros, fue una fiebre adquirida en campaña, un parásito invitado. Para ellos, era su constitución política. Era el aire seco de la barranca que respiraban. Era la leche que mamaban. El hambre en sus ojos no era un eco; era una orden de ataque silenciosa.

Crecían a una velocidad que desafiaba la medicina y abrazaba la monstruosidad táctica. Sus huesos se densificaban bajo la piel pálida con una rapidez alarmante. Había una crueldad tranquila, casi zen, en sus juegos infantiles que nos helaba la sangre. No jugaban a los soldaditos ni a la revolución; jugaban a la interrogación y a la disección. Los veíamos acechar lagartijas y roedores entre los adobes, no con la torpeza motriz de un niño, sino con el sigilo hidráulico de una unidad de élite. No las mataban por juego. Las desarmaban. Un chasquido limpio, seco y estudiado para romper las columnas vertebrales sin dañar los órganos vitales. Querían ver cómo funcionaba la maquinaria de la carne antes de consumirla.

Nos miraban trabajar en la bodega, en el Cuartel General. Miraban a los "Intendentes" y al "Suministro" con la misma mirada gris y calculadora. Sus mentes jóvenes no veían rangos, ni medallas oxidadas, ni lealtades pasadas. Solo veían dos categorías existenciales: Arsenal y Combustible. En ellos, la maldición no era una carga. Era su derecho de nacimiento.

Recuerdo al primero. Benjamín. El hijo del Sargento José y la Intendente María. El Cadete del Infierno. Sus primeros dientes no fueron perlas de leche. La encía se abrió como una trinchera para revelar puntas afiladas, serradas, como astillas de pedernal o dientes de barracuda. Hicieron sangrar el pecho de su madre. Y María... María no lloró de dolor. Lo miró, con la sangre arterial brotando de su pezón y mezclándose con la leche blanca en una espuma rosada, con una extraña mezcla de orgullo marcial y terror religioso. Benjamín no succionaba; drenaba. Bebía el cóctel de vida y dolor con los ojos abiertos, fijos en los de ella, estableciendo la cadena de mando desde la lactancia.

Vimos a ese niño crecer. Silencioso como un francotirador. Observador como un espía. Sus ojos oscuros seguían el trabajo de los Carniceros. No con curiosidad infantil. Con validación técnica. El día que la jerarquía se rompió, uno de los Coyotes trajo un perro cimarrón, una bestia de músculo y rabia que había estado merodeando el perímetro. Antes de que nadie pudiera reaccionar con las cuerdas, el pequeño Benjamín, de no más de siete años, se había movido. Fue un borrón. Una maniobra de combate cuerpo a cuerpo perfecta. Su mano pequeña, con dedos que parecían de acero forrado en seda, se cerró en torno a la garganta del animal. El perro intentó morder, pero Benjamín no se inmutó. Apretó. Escuchamos el crujido de la laringe del animal colapsando, un sonido húmedo de cartílago triturado. El perro dejó de gruñir; solo jadeaba aire que no llegaba. Y entonces, sin soltar a la bestia que colgaba inerte pero viva de su mano, Benjamín miró a su padre, el Sargento José. No buscaba aprobación paterna. No buscaba una medalla. Con la otra mano, trazó una línea invisible sobre el vientre del animal, justo debajo de las costillas flotantes. Buscaba confirmación sobre la incisión reglamentaria.

José, el hombre que había mantenido la disciplina del batallón en el infierno, dio un paso atrás. Por primera vez, vi temblar la máscara de Lobo. Benjamín sonrió. Y en esa sonrisa, llena de dientes demasiado grandes para su boca, vimos la verdad de nuestra situación. Creíamos haber domado a la bestia, dándole un reglamento militar y un rito para controlarla. Solo le habíamos construido una academia. Habíamos criado a los Soldados Superiores que la Revolución nunca tuvo.

Esa noche, Benjamín no esperó el rancho. No comió de la carne de los forasteros cocinada. Comió del perro, crudo, caliente, bajo la mirada atenta de los otros niños que formaban un círculo silencioso, una escolta pretoriana a su alrededor. Nosotros, los Fundadores, la Vieja Guardia, los mirábamos desde las sombras de las arcadas. Sentí la mirada de Benjamín cruzarse con la mía. No vio a un tío. No vio a un veterano. Sus ojos bajaron a mi cuello, donde la arteria carótida latía con el ritmo del miedo. Calculó el peso. Calculó el sabor. Calculó el tiempo que me quedaba antes de ser dado de baja.

Habíamos construido un futuro para San Bartolomé, sí. Pero ya no nos pertenecía. Nosotros éramos la tropa regular, los que esperan órdenes que nunca llegan. Ellos eran la Fuerza Especial. Ellos eran el Apocalipsis que baja de la montaña. Y la despensa... la despensa se estaba quedando pequeña para su hambre. Pronto, muy pronto, mirarían hacia los oficiales. La Revolución no había terminado. Apenas comenzaba, y esta vez, el enemigo éramos nosotros.

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