La Ciudad Desollada
El Distrito Federal no es un lugar; es un organismo enfermo que exige ser curado a tajos.
En las vísperas del año 2000, un asesino meticuloso ha decidido que la piel es una mentira que debe ser retirada. Con la precisión de un cirujano y la fe de un sacerdote azteca, "El Sastre" está convirtiendo a los habitantes del DF en glifos sangrantes.
Un policía con el alma fracturada, se ve arrastrado a una liturgia de pesadilla donde la corrupción política se mezcla con la brujería antigua. Descubrirá que el dolor es una forma de arquitectura.
Guiado por una museógrafa que ve la belleza en la mutilación, cruzará la línea entre la ley y la locura, transformándose lentamente en el instrumento necesario para abrir la puerta al Quinto Sol.
Esta no es una historia de justicia. Es una autopsia en vivo del fin del siglo.
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I. El Pasillo 8
Septiembre del ‘99. México, D.F.
El Distrito Federal no sudaba agua, eso hubiera sido demasiado limpio; la ciudad sudaba un vapor ácido, una exhalación industrial que se pegaba a la garganta y sabía a centavos viejos —cobre lamido por mil bocas— y a miedo estancado en las coladeras. La lluvia no caía, agredía; era una lija líquida y grisácea, desgastando la cara de una ciudad que llevaba muerta cien años, aunque sus habitantes —hormigas ciegas y obstinadas infestando un cadáver gigante de concreto— insistieran en seguir pagando la renta y respirando el aire quemado.
Faltaban tres meses para que el mundo prometiera apagarse en un parpadeo digital, el famoso Y2K —el fin de los tiempos programado en binario—, pero aquí, en el ombligo de la luna, el apocalipsis no necesitaba computadoras. Solo necesitaba lluvia, silencio y la indiferencia geológica del asfalto.
En la radio de la patrulla, entre la estática y el crujido de las bocinas rotas, la voz del Subprocurador era un zumbido de mosca atrapada en un frasco. Hablaba de la transición, de la salida del Ingeniero Cárdenas, de la llegada de Rosario Robles. Ruido blanco. Basura política. Palabras huecas flotando sobre el drenaje profundo donde la verdadera ciudad operaba. La misma porquería que se vislumbraba en el horizonte —esa inestabilidad tectónica que hacía temblar los esfínteres de los mandos medios— era la misma sustancia gris y purulenta que ahora empañaba el parabrisas.
El Tsuru sin placas —nuestro ataúd de lámina abollada con ruedas— apestaba a la trinidad de la judicial: tabaco Delicados rancio impregnado en el techo, vinilo tostado por el sol y al sudor agrio, casi feromonal, de Varela. Conducíamos por el Centro Histórico, esquivando baches que no eran simples agujeros, sino bocas de alcantarilla hambrientas, gargantas de concreto dispuestas a tragarse la suspensión y el chasis de mi destartalada unidad.
Pasamos junto a puestos ambulantes cubiertos con plásticos azules que se agitaban como banderas de rendición bajo la tormenta, vendiendo enseñas tricolores de tela sintética que ya nacían sucias, manchadas por el smog antes de ser vendidas. Se acercaba la Independencia. La ciudad se maquillaba con sus colores patrios —un cadáver poniéndose rubor— mientras sus órganos internos se licuaban en secreto.
—Puta ciudad —masculló Varela, bajando el vidrio con un rechinido doloroso para escupir una flema espesa que se perdió instantáneamente en el agua negra y aceitosa del asfalto.
Entonces sonó. El timbre agudo del beeper Motorola en su cintura, rasgando el aire cargado como un bisturí rompiendo un absceso. Varela lo miró, gruñó —un sonido gutural, animal— y buscó un teléfono público con la mirada, sus ojos barriendo la calle como un depredador cansado. Cuando regresó al auto, azotando la puerta, su rostro, habitualmente una máscara de aburrimiento porcino, tenía una grieta de tensión real.
—Ni un puto mes tranquilo —dijo, golpeando el volante con la palma abierta. Sus ojos, inyectados en esa sangre perpetua y capilar de los que duermen poco, beben mucho y han visto demasiado, me buscaron en el retrovisor—. Tenemos que asistir a una fiesta. Alguien se estuvo divirtiendo con el kit de costura. Da la vuelta, licenciado. Enciende la sirena, aunque nadie se quite. Vamos al Sonora. Al maldito mercado.
Llegamos a Fray Servando. El Mercado de Sonora se alzaba como un tumor urbano. El asfalto de la Merced Balbuena no estaba firme; se sentía blando, esponjoso, como si la tierra debajo estuviera magullada, saturada de fluidos. Comenzó a masticar mis zapatos a cada paso, un barro vivo que succionaba la suela. Eran nuevos, negros, ridículamente limpios. Piel de becerro que no sabía dónde se había metido. Un chiste de mal gusto en este altar de la miseria.
La fachada del mercado, de un amarillo enfermo, ictericia arquitectónica descascarada, sudaba humedad como una fiebre tifoidea. Era una herida supurante en el costado de la ciudad, un tajo abierto que vendía esperanza embotellada, pociones de amor y rituales de descuento para almas en bancarrota.
La noticia había corrido más rápido que la lluvia. Una multitud de curiosos se agolpaba contra la cinta amarilla, una masa de impermeables baratos y paraguas rotos, sus rostros pálidos bajo la llovizna, ojos hambrientos —ojos de buitre— buscando una visión gratuita del horror para tener algo que contar en la cena mientras se les enfriaba el café. Nos abrimos paso usando los codos y la prepotencia blindada de la placa, empujando cuerpos que olían a humedad y transporte público.
—Abran paso, chingada madre —ladraba Varela, empujando a un vendedor de discos piratas que tenía cumbias a todo volumen.
Entramos. La transición fue física. El ruido de la avenida se ahogó, reemplazado por un zumbido constante, humano y eléctrico.
Los primeros pasillos eran un laberinto asfixiante de la falsa modernidad: juguetes chinos de plástico tóxico que despedían un olor químico y cerámicas de Mickey Mouse mal pintado, con ojos desviados y sonrisas deformes. Pero al profundizar, al cruzar el umbral invisible hacia el corazón del mercado, el aire cambió. Se volvió denso, una gelatina invisible y pesada que costaba empujar. El olor a plástico barato desapareció, devorado por aromas más antiguos y peligrosos: azufre, canela rancia, loción de Siete Machos y el almizcle inconfundible de animales enjaulados.
Estábamos entrando al intestino del mercado.
Aquí, las paredes de los locales se cerraban sobre nosotros. Estanterías infinitas repletas de fetiches: frascos con líquidos de colores dudosos etiquetados con promesas de dominio —"Amansa Guapos", "Ven a Mí", "Destrancadera"— y otros más oscuros, llenos de envidia cristalizada —"Tapa Bocas", "Polvo de Odio", "Sal Negra"—.
El neón de un letrero que prometía «Amarres y Trabajos 100% Garantizados» parpadeaba con un zumbido eléctrico agónico, arrojando una luz violeta y enferma sobre los charcos de lodo mezclado con aserrín.
Los curanderos y mercaderes nos miraban desde la penumbra de sus locales, ojos brillantes entre jaulas de gallinas apiladas y costales de hierba seca que olían a monte muerto. Miraban nuestras placas de la Judicial colgadas al cuello —las famosas "charolas" de latón— con el mismo recelo atávico que le guardaban a un perro con rabia o a un espíritu chocarrero. Para ellos, un Judas con placa era peor que un demonio; al demonio lo puedes exorcizar con humo y ruda, al Judas tienes que pagarle con la sangre de tu bolsillo.
Caminamos sintiendo el peso de mil supersticiones sobre los hombros. Sentí que el tiempo retrocedía. Ya no era 1999. Era un tiempo sin reloj, donde la envidia del vecino se curaba con un muñeco de cera y el amor se compraba por gramo.
Llegué al Pasillo 8. El aire se detuvo.
Aquí, la mercancía no era la fe; era el pánico espiritual. Las repisas eran un hacinamiento de teologías bastardas que se devoraban unas a otras: una Santa Muerte de tamaño natural, vestida de novia ramera, con el velo amarillento por el humo de puro y dientes que parecían demasiado reales para ser de yeso. A su lado, un San Judas Tadeo tapizado de monedas pegadas con cera negra y sangre seca, como si la santidad tuviera un precio de lista. Cristos de caña de maíz sangrando pintura fresca compartían espacio con cabezas de Eleguá hechas de cemento y fetiches de Palo Mayombe envueltos en trapos rojos, todos mirándome con ojos de vidrio inyectado. Me abrí paso a empujones entre los uniformados, cuya presencia profanaba el silencio del rito, mientras la luz de tungsteno hacía que las sombras de los ídolos se estiraran sobre el piso como garras intentando alcanzar el cadáver.
Me abrí paso entre los uniformados azules y los peritos que trabajaban bajo una luz de tungsteno portátil, un sol artificial y amarillento que hacía que las sombras bailaran y se estiraran como manchas de aceite en las paredes.
Fue entonces que lo sentí. No lo vi. Lo inhalé. En la academia nos hablaron de indicios, de balística, de la preservación estéril de la escena. Pura teoría aséptica. Nadie te prepara para el olor. Nadie te dice que el olor tiene peso, que tiene masa, que ocupa espacio en tus pulmones desplazando al oxígeno. Me golpeó como un mazo físico en el centro del pecho. Me dobló en dos, quebrando mi postura.
Era una pared sólida de aromas que blasfemaban al mezclarse: cempasúchil podrido fermentándose en agua sucia, mierda seca de guajolote pulverizada, el amoníaco penetrante y lagrimoso de mil animales hacinados orinando de miedo, el hedor metálico —cobre y óxido— de la sangre de cabra usada en algún ritual matutino, y sobre todo eso, dominando la mezcla, el perfume dulce, empalagoso y nauseabundo del copal quemándose en exceso. Todo revuelto con el aroma de garnacha frita en aceite quemado y drenaje tapado que es el perfume natural, la marca registrada del DF.
El aire no era aire. Era una sustancia. Un sacramento espeso, una sopa bacteriológica, que se tenía que masticar para respirar. Y yo, Santiago Ayala, con mis míseros 24 años, el novato que entró por la puerta grande y no por la ventana, me ahogué en él como un niño en el mar.
—Joder, huele a lo que somos —dijo Varela, detrás de mí, su voz rasposa, encendiendo un cigarro para filtrar el aire a través del tabaco barato. Mi desayuno, esos chilaquiles verdes y agrios —masa y salsa barata— de la cafetería de la Doctores, subió por mi esófago como lava ácida. Perdí la batalla antes de pelearla. Me giré, buscando una esquina, y vomité violentamente sobre una pila de cajas de veladoras «Ven a Mí». El ácido de mi estómago salpicó el cartón, mezclándose con el agua de lluvia estancada y negra en el pasillo. Fue un espasmo total, una purga desde las entrañas. Mi cuerpo, más sabio y primitivo que mi mente, necesitaba hacer espacio. El Pasillo 8 me exigió expulsar la carne muerta del desayuno para poder inhalar el evangelio tóxico que estaba colgado frente a mí. Un bautismo de bilis y vergüenza.
—Se le revolvió el atole al licenciado —soltó otro agente, un tipo con cara de roedor y dientes amarillos, sin siquiera mirarme, anotando algo en una libreta sucia. La risa de sus compañeros fue breve, el sonido seco de patas de cucaracha corriendo sobre papel de estraza. No los miré. Me limpié la boca con el dorso de la mano, sintiendo la piel fría y húmeda. El sabor ácido en mi lengua no borraba el olor a copal; se fusionaba con él. No era vergüenza lo que sentía. Era... reconocimiento. Una vibración eléctrica en la base de mi cráneo. La certeza absoluta de que esa... instalación... me estaba esperando.
Detrás de una manta mugrosa que un uniformado descorrió con desgana, colgaba eso.
Suspendido de un gancho de carnicero industrial oxidado, los pies descalzos y morados flotando a treinta centímetros del suelo inundado. Reconocí al santero. Un tipo gordo, sudoroso, al que llamaban "El Padrino". Pero ya no era gordo. Ya no era "El Padrino". La grasa se había ido. No estaba solo muerto. Estaba dispuesto. Sus herramientas —las conchas de mar, los ojos de venado opacos, las hierbas secas para abortos clandestinos— no estaban regadas por la lucha. Estaban colocadas en el suelo formando un patrón geométrico, una constelación terrestre, que no me arañaba los ojos; me estaba reescribiendo el cerebro con su simetría.
La carne... Dios, la carne era un lienzo. Lo vi con la claridad alucinógena del horror absoluto.
—Precisión quirúrgica —escuché murmurar a uno de los peritos, su voz ahogada por el cubrebocas azul, rompiendo su rutina de cinismo burocrático—. Cortes limpios. Sin marcas de vacilación. Ni una sola mella, ni un rasguño errático, en el hueso. La piel había sido retirada del torso con una maestría que no pertenecía a un matadero, sino a un taller de alta costura o a una sala de disección del siglo XIX. Había sido curada, limpiada de grasa subcutánea y estirada hacia los lados como las alas de un murciélago gigante y húmedo, sujeta con alambres de cobre tensados a los estantes de mercancía, convirtiendo al hombre en una cometa macabra.
El torso expuesto era un mapa rojo y brillante de músculos y tendones. El Latissimus Dorsi, el Trapezius... una anatomía perfecta y obscena, brillando húmeda bajo la luz halógena, despojada de secretos y de pudor. Mi cerebro de novato, el que aún buscaba las lecciones del manual y el orden lógico, notó lo imposible: no había sangre en el suelo. ¿Dónde estaban los cinco litros de vida de este hombre? El suelo estaba sucio, sí, pero no rojo. El olor que emanaba del cuerpo no era a putrefacción dulce. Era a sal de grano, a vinagre ácido y a cal viva. Un olor químico, preservativo y antiguo que quemaba los pulmones y secaba las fosas nasales. Olía a cocina, a cecina preparándose al sol, no a muerte.
El Comandante Raúl Martínez se abrió paso entre la gente como un rompehielos de grasa y mala leche. Un Judas de la vieja guardia, sobreviviente de la "hermandad", un hombre de cincuenta años cuya cara era un mapa geológico de venas rotas, alcoholismo funcional y sobornos aceptados. Llevaba su placa colgada al cuello sobre la camisa abierta, brillando dorada entre el pelo canoso del pecho y una cadena de oro grueso. No me miró. Miró el cuerpo con el aburrimiento de un burócrata que ve un formulario mal llenado, un error administrativo que le costará tiempo de su fin de semana.
—Brujería de mierda —masculló, escupiendo al suelo una mezcla de saliva y tabaco. Su bota de piel de avestruz —exótica y ridícula en el lodo del mercado— pateó una estatuilla de la Santa Muerte que estaba en el borde del círculo. El gesto no fue de desprecio. Fue... defensivo. Brusco. Como un hombre que golpea la oscuridad con un palo porque teme, en el fondo de su alma atea, lo que hay dentro. El cráneo de yeso rodó por el piso mojado, traqueteando como un dado hueco, hasta detenerse en mis pies manchados de vómito.
Martínez dio una calada profunda a su cigarro, el humo gris mezclándose con el vapor tóxico que salía del drenaje, creando una nube personal de negación. El Asfalto Enfermo respiraba a nuestro alrededor, inhalando nuestra confusión y exhalando pestilencia. —¿Ya terminaste de regar las plantas con tu desayuno, novato? —preguntó, sin quitar la vista del hombre desollado, sus ojos clavados en el músculo rojo y expuesto.
II. El Purgatorio de la Doctores
El viaje de regreso a la delegación fue un funeral sin muerto. Nadie habló. El silencio dentro del Tsuru pesaba más que el tráfico de afuera. Sin aire acondicionado y con las ventanillas subidas por la lluvia, la cabina se convirtió en una cámara de gas móvil, sellando el olor a tabaco y mi propio miedo fermentado.
Nos metimos en el infierno de la Avenida Lorenzo Boturini. A esa hora, la avenida no era una calle; era el intestino grueso de la ciudad procesando su digestión pesada. El tráfico no era congestión; era el coágulo de la ciudad, un intestino de metal oxidado ahogándose en su propio monóxido, pulsando con una arritmia de cláxones furiosos.
Taxis vochos verdes —escarabajos venenosos sin suspensión, a los que les habían quitado el asiento del copiloto para meter más pasaje— y microbuses destartalados vomitaban nubes negras que se pegaban al parabrisas. Era una grasa fétida, una mezcla de aceite quemado y partículas de heces secas que flotaban en el ambiente, que la llovizna no podía limpiar, solo embarrar más, creando arcoíris tóxicos en el vidrio.
Bajé un poco la ventanilla buscando aire, pero fue un error. Entró el olor de la avenida: la sinfonía de la garnacha. El olor del diésel quemado se peleaba a muerte con el aroma denso y animal de las taquerías que flanqueaban la calle: tripa frita en manteca hirviendo, suadero llorando grasa en comales convexos, y el vapor de pozole rojo que olía a cabeza de cerdo y orégano. Reemplazó al del copal en mis fosas nasales, pero la putrefacción de fondo era la misma. Solo cambiaba el sabor en el paladar; del dulce místico al agrio industrial y la grasa animal.
La Colonia Doctores nos recibió como una tía enferma y amargada. Olía diferente al Sonora, pero igual de terminal. Las calles estaban llenas de baches que parecían cráteres lunares llenos de agua negra. Aquí no olía a brujería, sino a trámites perdidos y a vidas suspendidas en ventanillas cerradas.
Nos estacionamos en doble fila frente al edificio, ignorando los cláxones. La banqueta era un ecosistema de la tragedia. Abogados "coyotes" con trajes brillantes de poliéster barato y zapatos sin bolear acechaban como buitres flacos, fumando cigarros Raleigh y ofreciendo amparos exprés a las madres que lloraban sentadas en el borde de la acera. Vendedores de copias fotostáticas y tortas de tamal alimentaban a la burocracia con carbohidratos y tinta.
El Ministerio Público era un edificio de los sesenta, un monumento brutalista al concreto gris y a la desesperanza. La pintura institucional, alguna vez verde olivo, se caía a pedazos como piel muerta con lepra, revelando la mugre de décadas y los ladrillos rojos como encías sangrantes.
Entramos. El golpe de calor humano fue inmediato. Nos movíamos entre cubículos sucios, separados por vidrios rayados y manchados de cinta adhesiva vieja, y muebles de metal abollados que habían sobrevivido a tres sexenios de recortes presupuestales.
El aire tenía dejos de tabaco barato, café quemado de olla hervido mil veces hasta ser lodo cáustico, y el polvo de mil carpetas manila amarillentas pudriéndose en archivos que nadie abría, cajas de cartón que servían de osarios para la justicia y nidos para las cucarachas que corrían valientes por los zoclos. Burócratas apáticos, con la mirada vidriosa de peces muertos y manchas de salsa en la corbata, tecleaban con dos dedos, ahogados en el desinterés.
La comandancia zumbaba. No era silencio; era un ruido blanco de maquinaria vieja. El tecleo de las máquinas de escribir eléctricas y las impresoras de matriz de puntos era una lluvia metálica que nunca cesaba; el sonido de mil uñas de obsidiana rascando la misma pared de indiferencia. Teléfonos sonando que nadie contestaba. Radios de policía escupiendo claves estáticas: "10-4", "10-7", "código rojo".
En una televisión pequeña colgada del techo con un soporte oxidado, un rostro adusto hablaba del caos en la Asamblea Legislativa. La renuncia de Cárdenas. El interinato de Robles. La política de arriba cambiaba de manos; la mierda de abajo seguía fluyendo igual, espesa y constante por las cañerías del sistema.
Yo llegué a mi escritorio de metal, una isla de lámina fría en medio del océano. Mi mente seguía sumergida en los surcos de los músculos expuestos del santero, en la sequedad imposible de esa carne roja. La ausencia de sangre aún me punzaba detrás del ojo como una migraña que latía al ritmo del tubo fluorescente que parpadeaba sobre mi cabeza.
Martínez se detuvo junto a mí. Su sombra, inmensa y pesada, cubrió mi espacio de trabajo. Olía a sudor agrio, a la loción Siete Machos que usaba para tapar el olor a muerte, y al tabaco rancio impregnado en su saco.
Dejó caer una carpeta manila sobre mi escritorio. No la puso; la dejó caer. El golpe fue sordo, definitivo, levantando una pequeña nube de polvo. Un ladrillo sobre mi carrera.
—Archívalo.
Levanté la vista. Mi idealismo era una herida limpia que aún sangraba estupidez.
—Comandante —logré decir, la garganta todavía ardiendo por el ácido clorhídrico del vómito—. ¿Por qué las conchas en el suelo estaban alineadas con los pasillos 4, 7 y 9?... No estaban tiradas. Estaban puestas. Como un…
Martínez soltó el humo en mi cara. Una nube gris y densa que me hizo toser. Sus ojos estaban apretados, inyectados en esa sangre capilar de los alcohólicos funcionales, blindados contra cualquier curiosidad que pudiera costarle el puesto y la jubilación.
—¿Como un qué, licenciado? —Se inclinó, invadiendo mi espacio, apoyando sus manos peludas y llenas de anillos de oro sobre mi escritorio. Su aliento era una mezcla letal de Brandy Presidente, cebolla y desprecio—. ¿Como un altar? ¿Una ofrenda? Esto no es tu puta escuela de criminología con tus libritos gringos. Esto es el drenaje de la ciudad. Y aquí la basura no se investiga, se barre.
—Comandante, no es un altar —insistí, mi voz temblando pero mis ojos fijos en los suyos, buscando una chispa de competencia en ese mar de corrupción y grasa. Me aferré al borde del escritorio—. Es un mapa.
—Archívalo, Ayala —repitió, la voz bajando una octava, volviéndose peligrosa, el gruñido de un perro viejo que no quiere que le toquen su hueso—. ¿Crees que al Procurador Del Villar le importa un puto brujo de mercado ahora mismo? Bastante tiene con limpiar la casa para la nueva Jefa y con los federales mordiéndole los talones. No quiere brujería. Quiere estadísticas limpias. Quiere carpetas cerradas, no novelas de misterio.
Martilló el cigarro en el linóleo sucio del piso, aplastando la brasa con saña bajo la suela de su bota de piel de avestruz.
—Mira, novato. Hay dos tipos de mierda en esta ciudad. La que limpias para que el jefe no la vea, y la que entierras para que no te salpique. Esta mierda se entierra. Y tú, niño... —señaló la mancha de vómito seco en mi bota, una costra amarilla y vergonzosa—. Empezaste bien. Vaciando las tripas. Bienvenido a la Judicial.
La sentencia no sonó a bienvenida. Sonó a condena. A cadena perpetua en este zoológico de concreto.
Se alejó, gritándole a una secretaria por un café que no llegaba, dejándome solo bajo el zumbido hipnótico de la luz fluorescente que parpadeaba a punto de morir: bzzzt... bzzzt...
Ignoré la orden. Mis manos, movidas por una curiosidad suicida, abrieron la carpeta. Miré las Polaroid húmedas que el perito había tomado, aún oliendo a químicos de revelado instantáneo.
La precisión de los cortes brillaba obscenamente bajo la luz de oficina. La sombra geométrica que las tiras de piel proyectaban sobre la pared mugrosa del mercado. La piel del torso no estaba simplemente retirada; era un acto de ingeniería textil. Había sido tensada usando los ganchos para formar ángulos agudos, un triángulo invertido dentro de un círculo de sal que parecía quemar la fotografía.
Y en el centro, donde debería estar el esternón, donde el corazón había sido extraído como una pepita de fruta podrida, el flash había capturado algo imposible: los tendones de la caja torácica habían sido anudados, trenzados y blanqueados con cal para formar una silueta.
No era un símbolo aleatorio. No era el caos de un drogadicto con un cuchillo oxidado.
Era una coordenada. Una instrucción.
El picor en mi ojo se convirtió en una garra arañando mi cerebro, una fascinación enfermiza que me hizo olvidar el asco y el miedo a Martínez.
Es... perfecto.
La forma en que la carne estaba tensada me hablaba en un idioma que, aterradoramente, casi empezaba a entender. Glifos hechos de anatomía humana. Una sintaxis de dolor y tensión.
Martínez estaba equivocado. Del Villar estaba equivocado. Esto no era basura para barrer.
El humo del copal, la infección que había entrado en mis pulmones allá en el mercado, tiró de mí hacia la imagen. Sentí que la foto me miraba de vuelta.
No era un crimen. Era una invitación.
III. La Preparación del Lienzo
Horas antes de la llegada de Ayala. Mercado de Sonora. 03:00 AM
La lluvia no era agua; era un líquido amniótico sucio, pesado y viscoso que bajaba del cielo negro para bautizar la inmundicia de la Merced. Eran las tres de la mañana. La hora en que la realidad se adelgaza y las membranas entre los mundos se vuelven permeables. El Pasillo 8 del Mercado de Sonora no dormía, se metabolizaba.
En la oscuridad, el silencio era una mentira piadosa. El aire estaba lleno de una respiración pesada, húmeda y rítmica: era el gorgoteo de las cañerías viejas bajo el suelo, peristaltismo de hierro oxidado, digiriendo la sangre de gallina, la cera derretida y la grasa rancia de los rituales del día anterior como un intestino gigantesco y hambriento. Debajo del concreto fracturado, el Sastre podía sentir el lodo antiguo del lago de Texcoco pulsando. La ciudad moderna era solo una costra, un tejido cicatrizal mal curado; la verdad era el fango que esperaba abajo, paciente, húmedo, eterno.
El Sastre se movía a través de este vientre arquitectónico no como un intruso, sino como un enzima. Un agente de cambio catalítico diseñado para descomponer la materia. Él no estaba allí. Su identidad civil —el nombre irrelevante que usaba para pagar la luz o saludar a los vecinos en la superficie— había sido extirpada quirúrgicamente al cruzar el umbral del mercado. Ahora era solo Manos. Manos enfundadas en látex quirúrgico color azul celeste, un color obscenamente aséptico que brillaba bajo el parpadeo estroboscópico de una lámpara de mercurio agonizante, creando destellos de santidad clínica.
"El Padrino" dormitaba en un catre plegable de lona tensa detrás de su puesto de veladoras. Roncaba con la boca abierta, una cueva oscura y húmeda que apestaba a ron barato fermentado, a caries avanzadas y a mentiras espirituales. Era un charlatán. Un parásito en el sistema. Un hombre que vendía Teyolía —energía vital sagrada— rebajada con agua de caño. El Sastre lo observó desde la sombra proyectada por una torre de jaulas de gorriones dormidos.
Su mente comenzó la divagación fragmentada, el rezo interno donde la medicina forense y el mito cosmogónico colisionaban: (La víctima es geografía. El esternón es la Calzada de Tlalpan, una carretera de hueso. Las costillas son los cerros que rodean el Valle, conteniendo la respiración. Si rompes la presa de la piel, el lago vuelve. Si abres la carne, el Dios respira a través de la herida. Somos bolsas de agua roja y electrolitos esperando ser derramadas sobre la piedra seca para nutrir al Sol.) Era el Nodo Este. El pilar de la fe corrupta que debía ser rectificado.
El Sastre avanzó. Sus pasos sobre el suelo mojado no hacían ruido; calzaba zapatos con suela de goma, antideslizantes, clínicos. Zapatos para quirófano. El ataque fue una corrección fisiológica. Sin odio, solo eficiencia.
No hubo lucha. El cuerpo del Padrino era blando, sedentario. El Sastre presionó con el pulgar el seno carotídeo, justo debajo del ángulo de la mandíbula, buscando la bifurcación de la arteria. Comprimió el nervio vago con una precisión milimétrica. Una técnica aprendida no en peleas callejeras sucias, sino en la página 114 del tomo de neuroanatomía funcional. Provocó una bradicardia extrema instantánea.
Fue un apagón del sistema. Un reboot forzado. "El Padrino" suspiró, un sonido largo de aire escapando de alveolos colapsados; sus ojos se pusieron en blanco, mostrando la esclerótica venosa, y su consciencia se replegó hacia la oscuridad, dejando el Nacatl —la carne, la materia prima— vacante. El cuerpo se desplomó, pero el Sastre lo sostuvo. Respetaba el lienzo; la violencia vulgar genera hematomas subcutáneos, y los hematomas —sangre extravasada y sucia— arruinan la pureza cromática del color muscular.
Lo arrastró y lo preparó para la elevación. Lo colgó del gancho de carnicero industrial que pendía de la viga maestra, atravesando la piel de los talones con ganchos menores para asegurar la tracción. El cuerpo pesado, una masa inerte de 110 kilos de tejido adiposo y hueso, ascendió con la ayuda de una polea de cadena oxidada que gimió bajo el peso. Click. Click. Click. Quedó suspendido, balanceándose suavemente en el aire viciado. Un péndulo de carne marcando el inicio de la exégesis.
El Sastre desplegó su "kit" sobre una mesa auxiliar improvisada con cajas de cartón húmedas. Sobre un paño de terciopelo negro, que absorbía la poca luz del recinto, dispuso la orquesta. Era una fusión blasfema de la Facultad de Medicina y el Templo Mayor: Bisturís Swann-Morton del número 10 y 21, con mangos de acero inoxidable, fríos, brillantes y estériles, alineados como soldados de plata. Separadores Farabeuf para mantener la piel abierta, brillando con una promesa de dolor mecánico. Agujas de sutura curvas, listas para morder.
Y junto a ellos, herramientas que ningún hospital moderno reconocería, objetos que ofenderían a la asepsia: espinas de maguey curadas en veneno de alacrán para paralizar el espíritu (no el cuerpo), y un cuenco de barro con sal negra de mar, cristales gruesos que parecían carbón.
Y en el centro, la Reina: el Tecpatl. La hoja de obsidiana. El vidrio volcánico no reflejaba la luz de la lámpara de mercurio; la absorbía, la tragaba. Estaba viva, vibrando con una frecuencia geológica. Era un fragmento de noche sólida, afilada a un nivel molecular que el acero quirúrgico jamás podría soñar. El acero es tosco; corta separando células mediante fricción microscópica. La obsidiana es absoluta; corta separando átomos, deslizando la realidad en dos mitades.
El Sastre sacó algo más de su bolsillo interior, cerca del calor húmedo de su propio corazón. El Códice Negro. Lo abrió con reverencia, asegurándose de que sus guantes de látex no mancharan el papel de algodón. En la página, trazado con una tinta ferrogálica exquisita que olía a hierro oxidado y roble viejo, había un diagrama. No era un boceto. Era una superposición imposible. El dibujo mostraba un torso humano desollado, pero sobre los músculos —sobre el Pectoralis Major y el Serratus Anterior—, la Mano Maestra había dibujado líneas de tensión arquitectónica, vectores de fuerza.
Había notas al margen, escritas con una caligrafía elegante, académica, casi cruel en su perfección milimétrica: «El tejido conectivo no es basura biológica; es la red que atrapa el alma. No cortes la fascia profunda. Úsala. Ténsala como las cuerdas de un instrumento. La nota debe ser un Do sostenido de agonía estática.»
El Sastre leyó la instrucción del Designio. No había firma. No había género en la autoridad. Solo había Conocimiento Absoluto. Una mente que entendía que el cuerpo humano es solo un edificio mal construido que necesita remodelación urgente. Encendió el copal en un anafre pequeño. El humo blanco y denso envolvió al santero colgado. —In ixtli, in yollotl —susurró el Sastre, su voz amortiguada por el cubrebocas. El rostro, el corazón. Y comenzó la cirugía sagrada.
Primero, el drenaje hidráulico. Con la eficiencia de un embalsamador veterano, cateterizó la vena yugular interna y la arteria femoral con tubos de polímero transparente. La sangre, espesa y oscura por el alcohol del Padrino, fluyó hacia las vasijas de barro situadas en el suelo. Ploc. Ploc. Ploc. El sonido del tiempo agotándose. El sonido de la vida convirtiéndose en objeto. Sin presión hidráulica, el lienzo palideció, volviéndose un pergamino perfecto, cera blanca y fría.
La primera incisión con la obsidiana fue una apertura de cremallera silenciosa. Desde la horquilla esternal, bajando por la línea alba, hasta la sínfisis del pubis. La piel se abrió sin resistencia, sin sonido. La obsidiana no rasgaba; simplemente ordenaba a la carne que se apartara. (La piel es la mentira. La piel es la máscara de la individualidad. Abajo todos somos rojos. Abajo todos somos Mictlán.)
El Sastre cambió al bisturí de acero y comenzó la disección roma. Introdujo sus dedos enguantados entre la dermis y la grasa amarilla subcutánea. El sonido era húmedo, íntimo: el chasquido suave de las membranas cediendo, como despegar una cinta adhesiva mojada. Schhhlick. Trabajó con paciencia maníaca, separando el tejido adiposo del plano muscular, cuidando de no dañar la aponeurosis brillante, esa tela de araña nacarada que cubría los músculos abdominales.
Retiró la piel en una sola pieza ("el traje de mono", como lo llamaba vulgarmente el Códice) y la sujetó con pinzas hemostáticas Kelly a los estantes circundantes, estirándola hasta que los poros se dilataron. Debajo, el milagro. El torso ya no era un hombre gordo y sucio. Era una catedral anatómica.
El rojo profundo, carmesí vivo, de las fibras musculares brillaba bajo la luz. El blanco nacarado de los tendones era plata viva. El Sastre respiró agitado, empañando sus gafas. Esto era la verdad. El caos de la vida del "Padrino" —sus deudas de juego, sus vicios, sus miedos triviales— había desaparecido junto con su piel. Solo quedaba la pureza de la biología. La máquina divina.
Volvió al Códice. El diagrama era específico sobre la Geometría. Tomó las pinzas de disección largas y la mezcla de cal viva, un polvo blanco y cáustico. Hundió el metal en el tórax abierto. No buscaba órganos viscerales blandos; buscaba la estructura de soporte. Agarró los haces del músculo pectoral menor y los tendones intercostales externos. (Estos son los pilares. Si los tenso, la estructura grita sin voz.)
Comenzó a tejer. Literalmente. Separó los tendones de sus inserciones óseas en las costillas tercera y cuarta con un chasquido seco. Los estiró más allá de su límite elástico natural. El sonido fue nauseabundo para un oído no entrenado: fibras colágenas rompiéndose microscópicamente. Crac-snap. Los trenzó unos con otros, creando nudos de tensión imposibles, siguiendo las líneas trazadas en el papel por la Autoridad Invisible.
Fijó los nudos con la cal viva. La reacción química fue inmediata: siseó y cauterizó el tejido instantáneamente, volviéndolo blanco, rígido y eterno como el yeso. Esculpió un triángulo invertido de tendones blancos y rígidos sobre el fondo rojo y palpitante del corazón expuesto (que ya no estaba, pero cuyo hueco permanecía). Dentro del triángulo, forzó la separación de las fibras musculares para crear un círculo vacío, una O perfecta de oscuridad que dejaba ver el pericardio latiendo débilmente al fondo, el último eco de la vida.
No era un símbolo. Era una brújula. Una coordenada topográfica hecha de dolor calcificado. Apuntaba al Norte. Hacia el siguiente Nodo.
Finalmente, dispuso los objetos del santero —conchas, baraja española, ojos de venado— en el suelo manchado. Consultó el Códice una última vez. «La disposición debe reflejar las estrellas de la noche del 13 Caña. No permitas el azar. El azar es un insulto.» El Sastre colocó cada objeto con precisión milimétrica, usando una regla de metal esterilizada. El caos del mercado había sido ordenado a la fuerza.
Se apartó. Jadeaba. El vapor salía de su cuerpo, empañando sus gafas protectoras por completo. Su bata estaba manchada de fluidos claros y grasa, pero su alma estaba limpia, fregada con cloro espiritual. No había nadie en el pasillo. Solo el Códice abierto en la mesa, testigo mudo.
El Sastre miró el diagrama. Miró la carne. La simetría era absoluta. La traducción del papel a la carne había sido perfecta. No se había perdido nada en la interpretación. Cerró el cuaderno negro con un cuidado extremo, sus manos temblando ligeramente, no por miedo, sino ante la idea de haber fallado, aunque fuera por un milímetro, a la Mente que había concebido tal belleza. Esa Mente que nunca estaba presente físicamente, pero que lo veía todo a través de la perfección del trazo.
—El Este está anclado —susurró a la oscuridad, dirigiéndose al vacío, sabiendo que el mensaje llegaría a través de las redes invisibles de la ciudad—. El Códice se ha hecho carne.
Guardó el cuaderno junto a su pecho, como un sacerdote guardando las sagradas escrituras antes del apocalipsis, recogió su kit metódicamente y se desvaneció en las sombras del mercado, dejando atrás el olor a cal, a cobre y a una divinidad terrible que acababa de despertar. El lienzo estaba listo. El crítico estaba por llegar.
IV. La Cartografía de la Fiebre
48 horas después del hallazgo. Departamento de Ayala, La Lagunilla.
Mi departamento estaba en la calle de República de Honduras, una arteria obstruida en el corazón calcificado de la Lagunilla, la zona donde la ciudad guarda sus vergüenzas: muebles viejos con historia de chinches y vestidos de novia de segunda mano que aún huelen a divorcio o a viudez. El edificio era una construcción art-deco de los años cuarenta que había perdido su dignidad hacía décadas. Se alzaba entre puestos ambulantes vacíos como una viuda rica que acabó pidiendo limosna y orinando en la vía pública.
Las paredes de mi cuarto sudaban salitre, una lepra blanca y polvorienta que avanzaba centímetro a centímetro. Cada vez que pasaba un camión de carga rumbo al Eje 1 Norte, la estructura vibraba, los cimientos gemían como huesos artríticos y el yeso se desmoronaba un poco más, cayendo sobre la alfombra raída como caspa de un gigante enfermo. Eran las dos de la mañana. La lluvia seguía cayendo afuera, monótona, interminable, golpeando el vidrio sucio como dedos impacientes. Toc. Toc. Toc.
Sobre la mesa de formica quemada por cigarros ajenos, iluminada por una lámpara de escritorio que zumbaba con la furia eléctrica de un insecto atrapado, estaba mi obsesión. Había robado las copias de las Polaroid. Una infracción menor, casi tierna, comparada con lo que hacían los otros Judas de la corporación, que robaban cocaína de los aseguramientos para revenderla en Tepito. Yo no robaba dinero. Yo robaba pesadillas.
Las había pegado en la pared, clavándolas directamente sobre el tapiz floral desgastado que olía a humedad antigua, usando cinta adhesiva amarilla que se despegaba por el calor de la lámpara. El torso del santero. Los cortes limpios y blancos. El triángulo invertido trazado con precisión euclidiana. La torre de tendones blanqueados con cal, erguida como un monumento al dolor. Las miraba hasta que mis ojos ardían, secos y arenosos por la falta de parpadeo. Buscaba un error. Buscaba la fisura humana. Buscaba la prueba de que Martínez tenía razón, de que esto era solo un ajuste de cuentas chapucero entre narcosatánicos borrachos y drogados.
Pero la simetría me burlaba. Se reía de mí en silencio. El caos de un crimen pasional no dibuja líneas rectas. La ira de un narco no usa transportador ni compás. El caos no blanquea tendones con cal viva para preservarlos. Esto era diseño inteligente.
Me serví otro café instantáneo. El agua del grifo estaba tibia y sabía a óxido y plomo, cortesía de la tubería podrida del edificio. Al acercar la taza a mis labios, me detuve. Mi mano se congeló en el aire. El aroma. No olía a Nescafé quemado. No olía a la leche agria de mi refrigerador. Por un segundo, mi pequeña cocina de azulejos rotos y grasa acumulada desapareció. Las paredes se disolvieron. El aire se llenó de golpe con ese peso dulce, denso y nauseabundo del Pasillo 8. Copal quemándose. Sangre de cabra oxidándose. Mierda de guajolote seca y pulverizada. Y debajo de todo eso, el olor metálico, alcalino y dolorosamente limpio de la cal viva reaccionando con la carne.
La náusea fue instantánea. Solté la taza. La cerámica barata estalló contra el suelo de linóleo, salpicando café negro que, bajo la luz amarillenta y parpadeante de la lámpara, pareció sangre coagulada, petróleo biológico, reptando hacia mis pies descalzos.
—Mierda —susurré, mi voz sonando extraña en la habitación vacía. Me tallé la cara con fuerza, tratando de arrancar la sensación de la piel. Mis manos temblaban con un ritmo propio. No había dormido en cuarenta y ocho horas. La cafeína y el miedo eran lo único que me mantenía vertical. Cada vez que cerraba los ojos, veía la piel del santero estirada, no como carne, sino como un plano. Se transformaba. Los poros eran alcantarillas; las venas eran avenidas congestionadas; los huesos eran edificios coloniales hundiéndose en el fango. El mapa se estaba imprimiendo en mi corteza cerebral como una infección viral, reescribiendo mi software.
Me agaché para recoger los fragmentos de la taza. El borde afilado de la cerámica mordió mi piel. Me corté el pulgar. Una gota de sangre real, roja, viscosa y brillante, brotó, rompiendo la monotonía gris de mi vida. La miré fascinado. Hipnotizado. Era el mismo tono. El carmesí exacto que faltaba en la escena del crimen. Levanté la vista hacia la pared, hacia la foto central. Los tendones anudados sobre el vacío rojo. No era solo tortura. Era un lenguaje. Una sintaxis hecha de tejido conectivo.
Me levanté de un salto, ignorando el dolor del dedo. Saqué mi Guía Roji del 98, un libro de mapas manoseado, con las esquinas dobladas y manchadas de grasa de tacos. La abrí en el plano del Centro Histórico, páginas 14 y 15. El laberinto reticular de la colonia. Arranqué la foto de los tendones de la pared y la coloqué sobre el mapa de papel, moviéndola desesperadamente, buscando la superposición. La transparencia. Traté de alinear el triángulo de carne con las calles. ¿El esternón era el Eje Central Lázaro Cárdenas? ¿Las costillas eran Fray Servando Teresa de Mier? Nada encajaba perfectamente. Las escalas estaban mal. Me faltaba el Norte. Me faltaba la orientación. Me faltaba la Piedra Rosetta para traducir el dolor a geografía. Sabía que era un mensaje, lo sentía en los dientes, pero yo era un analfabeto funcional mirando jeroglíficos de una civilización extinta.
Necesitaba saber qué significaba el nudo. Me acerqué a la foto con una lupa de plástico. No era un nudo marinero. No era un nudo quirúrgico estándar. Los lazos eran complejos, recursivos. Tenía que ser algo más antiguo. Algo atávico. Algo que Martínez y su generación de dinosaurios corruptos, preocupados solo por el sobre quincenal, habían olvidado o nunca supieron.
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A la mañana siguiente, la ciudad amaneció con una resaca monumental, un dolor de cabeza geológico. El cielo era una losa de concreto gris, baja y opresiva, envuelta en smog y una llovizna terca que no limpiaba, solo ensuciaba, bajando el hollín de la atmósfera para pintarlo todo de negro.
Tomé el metro en Garibaldi. La estación era un purgatorio en hora pico. Afuera, en la plaza, los cadáveres de la fiesta patria seguían calientes. Caminé entre charcos de vómito tricolor —verde salsa, blanco tequila, rojo sangre— y confeti pisoteado que formaba una pasta repugnante en el suelo. Un par de mariachis, con los trajes de charro manchados de grasa de tacos y la mirada vidriosa por el desvelo, tocaban una versión desafinada y fúnebre de "El Rey" para nadie en particular, aferrados a sus trompetas abolladas como si fueran tanques de oxígeno en un naufragio. Borrachos de "El Grito" dormían en las jardineras, abrazados a botellas de Rancho Escondido, soñando en su estupor etílico que México era un país donde valía la pena despertar.
Adentro del vagón, el contraste era violento. El aire era sólido. Olía a humanidad húmeda, a ropa de lana barata mal secada en departamentos sin ventanas y a desodorante de aerosol luchando una batalla perdida contra el sudor agrio del estrés matutino. La gente iba con la mirada vacía, agarrada de los tubos grasientos de acero inoxidable, balanceándose como reses camino al matadero. Oficinistas con trajes brillantes por el uso, albañiles con cal en las pestañas, secretarias maquillándose en el reflejo del vidrio sucio; todos sonámbulos marchando hacia sus trabajos mal pagados, ignorantes de que, bajo la piel de la ciudad, mientras ellos checaban tarjeta, alguien estaba afilando cuchillos de obsidiana.
Bajé en Balderas. Caminé hacia La Ciudadela bajo la lluvia ácida que picaba en la nuca. La Biblioteca de México era un refugio, pero también una tumba faraónica. Muros gruesos de piedra volcánica y tezontle sangrante, techos altos que atrapaban el silencio y lo guardaban celosamente como un secreto de estado. Aquí, el ruido de los cláxones y los gritos de los vendedores ambulantes morían en la entrada, degollados por la acústica perfecta y severa del recinto.
El aire olía a papel viejo, a pegamento seco cristalizado y a polvo inteligente, ese polvo que está hecho de piel humana y palabras muertas. Caminé por los pasillos largos, donde la luz natural caía con pereza, iluminando partículas que flotaban en suspensión eterna, fantasmas microscópicos. Había poca gente. En las mesas de madera pesada, algunos estudiantes de preparatoria se besaban a escondidas o dormían sobre sus cuadernos de física, usando la biblioteca no para aprender, sino para escapar del ruido y el hacinamiento de sus casas. Un empleado pasaba un carrito de libros con un chirrido metálico —iiiiic, iiiiic— que resonaba como un grito en una catedral. Tenía la espalda encorvada y los ojos grises de quien lleva treinta años acomodando las mismas historias, atrapado en un bucle de silencio, el guardián de palabras que nadie leía.
Me dirigí a la sección de Historia Prehispánica, ubicada al fondo de la nave central, donde la luz natural moría antes de tocar el suelo de duela crujiente. Las estanterías de metal gris se alzaban como las costillas de un leviatán oxidado, formando pasillos estrechos que olían a encierro y a celulosa en descomposición. Estaba solo. El único sonido era el zumbido eléctrico, casi un susurro de avispas, de las lámparas fluorescentes que parpadeaban, luchando por iluminar la penumbra.
No sabía qué buscaba exactamente. Solo sabía que el hombre que había operado al santero no seguía manuales modernos. Su técnica era antigua, litúrgica. No buscaba matar; buscaba escribir. Pasé horas jalando volúmenes. No eran libros de bolsillo; eran ladrillos de conocimiento olvidado. Bernardino de Sahagún. Diego Durán. Francisco Javier Clavijero. Tomos inmensos, encuadernados en piel oscura que se deshacía al tacto, soltando un polvo rojizo que me manchaba las yemas de los dedos como sangre seca. Sus lomos estaban quebrados por el tiempo y crujían como articulaciones viejas cada vez que los forzaba a abrirse sobre la mesa.
El papel, amarillento y quebradizo como hojas de otoño, tenía la textura de la piel muerta. Pasaba las páginas con cuidado, sintiendo el relieve de la tipografía hundida en la hoja por prensas de hace siglos. Mis dedos se detuvieron en los grabados. Litografías en tinta negra que el tiempo no había logrado borrar: hombres desollados en honor a Xipe Tótec, sus rostros convertidos en máscaras vacías; sacerdotes vistiendo la piel de las víctimas como trajes dorados, con las manos colgando flácidas como guantes macabros. Pero eso era ritual público. Era fiesta, ruido y tambores en el Templo Mayor. Lo del mercado había sido privado. Íntimo. Quirúrgico. Silencioso.
Mis ojos, enrojecidos por la falta de sueño y el polvo, se detuvieron en una tesis doctoral mal encuadernada, con espiral de plástico negro, olvidada en un estante inferior, casi a nivel del suelo. El lomo decía: «Topografía Sagrada y Sacrificio Ritual en el Posclásico Tardío: La Geometría del Dolor».
El título me golpeó como un puñetazo en el plexo solar. La saqué. El polvo bailó violentamente en el haz de luz. Me senté en una de las mesas, bajo la mirada severa de un bibliotecario que parecía momificado en vida. Abrí el texto. No era la prosa seca de un historiador aburrido que busca una beca. Era apasionada. Analítica pero vibrante, casi febril. Leí, devorando las palabras: «...para el sacerdote azteca, el cuerpo humano no es una unidad biológica cerrada, sino un microcosmos que refleja la geografía del universo. Los tendones son los caminos (otli). El corazón es el sol (tonatiuh). El sacrificio no destruye; reordena. Al abrir el pecho, se abre un portal. Si la incisión sigue las líneas de tensión de la fascia, se crea una resonancia...»
Pasé la página con dedos temblorosos. Y allí estaba. Un diagrama dibujado a mano, tinta negra china sobre papel bond blanco. Una ilustración de un nudo ceremonial hecho con cuerdas de ixtle. Era idéntico. Malditamente idéntico. Idéntico al nudo que el Sastre había hecho con los tendones del santero. La misma torsión, la misma geometría imposible.
Sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura fría de la biblioteca. El pie de foto rezaba: "Nudo de Anclaje Cardinal. Usado para fijar una esquina del universo antes de la Renovación del Fuego".
No decía "Norte". No decía "Sur". Decía "Esquina". Mi mente de policía hizo clic como el percutor de un revólver vacío. Si el Santero era un anclaje... si era una esquina... entonces la figura geométrica estaba incompleta. Faltaban las otras esquinas. El Sastre no había terminado. Apenas estaba poniendo los cimientos de su templo.
Busqué el nombre del autor. Portada interior. Dra. Leonora Aris. Curadora en Jefe del Departamento de Etnografía. Museo Nacional de Antropología. Fecha: 1995. Leonora Aris. El nombre resonó en mi cabeza con la claridad de una campana de iglesia en la madrugada.
Cerré el libro de golpe. El sonido fue un disparo seco en el silencio. Mis manos sudaban sobre la cubierta de plástico. Martínez quería que archivara el caso. Quería que fuera un homicidio más en la estadística aburrida del fin de siglo. Pero Martínez no había visto este libro. Martínez veía un cadáver podrido. La Dra. Aris veía... el plano completo.
Me levanté. Mis rodillas tronaron. El hambre y la fatiga me marearon por un segundo, el mundo osciló. Salí de la Ciudadela. La luz de la tarde era anaranjada y sucia, filtrada por la contaminación industrial. Frente a mí, en la calle, un perro callejero sarnoso devoraba una bolsa de basura rota. Me miró con ojos amarillos y gruñó, enseñando dientes marrones. Por un instante, vi el rostro del santero en el perro. Vi la piel colgando de sus costillas.
Me tallé los ojos. Tenía un nombre. Tenía una dirección: El Museo de Antropología, allá en Chapultepec, donde la ciudad finge ser primer mundo y esconde sus huesos en vitrinas de cristal. Tenía que encontrar a esa mujer. Ella había dibujado el mapa del infierno cuatro años antes de que el Sastre empezara a caminar por él. Ella era la única que podía decirme qué forma tenía el monstruo que estábamos persiguiendo.
Guardé la dirección anotada en mi bolsillo, sintiendo el papel como si fuera un amuleto, una protección contra la locura que reptaba por las paredes de mi departamento. Inocente de mí. Pobre idiota. Salí a la lluvia sintiendo, por primera vez, que tenía una pista sólida. Que dejaba de dar palos de ciego en la oscuridad. Creí que había encontrado una aliada, una traductora para el idioma de sangre que me había infectado.
No sabía que en el Mictlán no existen los aliados, solo los turnos en la fila del sacrificio. Al buscar su nombre, no había encontrado una salida. Había acelerado el trámite. No caminaba hacia una respuesta; caminaba, con la arrogancia de quien se cree despierto, directamente hacia el altar mayor.
V. El Estreno de la Carne
Noche del 17 de septiembre. Cine Ópera, Colonia San Rafael
La calle Serapio Rendón no era una vía pública; era una garganta oscura y estrecha, la tráquea de un monstruo urbano. Eran las dos de la mañana y la lluvia no cesaba, una cortina de agujas frías que convertía los baches profundos en espejos negros, pozos de alquitrán que reflejaban la única verdad de la colonia: aquí todo se vendía, desde la carne hasta el alma, y todo se compraba con descuento.
Ella estaba parada bajo el toldo roto de una taquería cerrada, protegida por lona grasienta. La llamaban "La Magda". Llevaba un abrigo de imitación de piel de leopardo que había visto mejores décadas y peores dueños, y medias de red que cortaban la circulación de sus muslos cansados, marcando la piel con un patrón de rombos amoratados. Fumaba con rabia, inhalando el humo como si fuera oxígeno vital, esperando un cliente, esperando el fin del mundo, esperando cualquier cosa que no fuera el silencio ensordecedor de su propia cabeza y el eco de sus deudas.
El Sastre la observó desde el otro lado de la acera, inmóvil como una gárgola bajo la lluvia. No veía a una mujer. No veía su historia de abandono, ni los hijos que alimentaba con el dinero sucio de sus rodillas. Veía el Nodo Oeste. Veía el Cihuatlampa, el rumbo de las mujeres muertas en el parto, el lugar donde el sol cae y es devorado por la boca de la tierra. Ella era la "Carne Vendida". El símbolo perfecto del comercio que desolla el alma antes de tocar el cuerpo.
El Sastre cruzó la calle. Sus botas militares no hacían ruido sobre el asfalto mojado; absorbían el impacto. Llevaba un paraguas negro, cerrado, con punta de acero, que usaba como bastón de mando. Se detuvo frente a ella. La Magda exhaló el humo, una nube gris que se mezcló con la lluvia. Lo miró de arriba abajo con ojos de tasadora experta. Ropa oscura, manos enguantadas en cuero fino, gafas oscuras en plena noche. Un pervertido más. O un policía judicial. En esta ciudad, a esa hora, era la misma bestia con diferente collar.
—¿Buscas compañía, muñeco? —preguntó ella, con la voz ronca, lijada por mil cajetillas de Raleigh y mil gritos no dados. —Busco una actriz —dijo él. Su voz era monótona, una grabación, sin deseo, sin calor humano. Ella soltó una risa seca, tosida, que sonó como huesos rotos en un saco. —Te equivocaste de esquina, cariño. Aquí no hay teatro. Aquí solo hay carne de segunda. —Exacto —dijo el Sastre.
Sacó un fajo de billetes de su abrigo. No eran pesos devaluados con ceros inútiles. Eran dólares. Billetes verdes, crujientes. La cara de Benjamin Franklin brilló bajo la luz amarilla y enferma de la farola. Los ojos de La Magda cambiaron. El cansancio crónico fue reemplazado instantáneamente por la avaricia de la supervivencia, el brillo del hambre. —¿Qué tengo que hacer? —preguntó, tirando el cigarro al charco, donde siseó al morir. —Caminar —dijo él—. Cruzar la calle. Entrar al palacio.
Señaló con la punta ferrada del paraguas hacia la fachada monumental del Cine Ópera. El edificio se alzaba ante ellos como un titán leproso, devorado por la propia ciudad que alguna vez lo aplaudió. Su piel de concreto, antaño color crema y oro, estaba ahora manchada de hollín graso y moho negro, una necrosis arquitectónica que avanzaba desde los cimientos hundidos hasta la cornisa rota. Las dos inmensas estatuas de piedra en la fachada —las musas de La Tragedia y La Comedia— ya no custodiaban el arte; custodiaban el abandono absoluto. Tenían los rostros carcomidos por décadas de lluvia ácida, sus rasgos suavizados hasta parecer máscaras de cera derretida al sol, llorando lágrimas negras de mugre acumulada que les bajaban hasta el cuello de piedra.
Las ventanas del nivel superior estaban tapiadas con madera podrida que se hinchaba con la humedad, pareciendo parches de gangrena sobre los ojos ciegos del edificio. Las puertas de hierro forjado, obras maestras de la herrería Art Déco, estaban oxidadas, sangrando óxido al suelo, y encadenadas con gruesos candados industriales, cerrando la boca del monstruo.
—Está cerrado —dijo ella, dudando. Su voz sonó pequeña, insignificante, ante la inmensidad de la ruina. Un escalofrío que no era de frío, sino de instinto animal —la gacela oliendo al león—, le recorrió la espalda. —Tengo la llave —mintió él. O tal vez no. Para un hombre con su propósito, la entropía es la única llave necesaria.
La guio hacia un callejón lateral, un pasillo de orines y sombras, donde una puerta de servicio de metal, vencida por palancas de ladrones de cobre anteriores, gemía herrumbre con el viento. Entraron. El cambio de atmósfera fue violento, un golpe de presión. El ruido de la lluvia y el rugido distante de la ciudad desaparecieron instantáneamente, amputados por los muros de metro y medio de espesor. Fueron reemplazados por un silencio denso, aterciopelado y pesado. Un silencio que presionaba los tímpanos y se metía en la boca.
El Sastre encendió su linterna táctica. El haz de luz blanca cortó la oscuridad como un bisturí, revelando el cadáver de la opulencia. El aire allí dentro no se respiraba; se masticaba. Olía a polvo de cien años, a madera podrida, a yeso húmedo y al amoníaco penetrante y lagrimoso de la orina de rata y vagabundo. Pero debajo de la inmundicia, reptaba un perfume antiguo, dulce y empalagoso, casi espectral: el "fantasma olfativo" de las gardenias y los nardos de las damas de sociedad que venían aquí en los años 40, atrapado para siempre en los poros de las paredes.
La luz barrió el suelo. Lo que alguna vez fueron alfombras rojas de lana virgen, dignas de la realeza, eran ahora una masa irreconocible de pulpa marrón y negra, un compostaje de lujo. Estaban raídas, húmedas, convertidas en una piel de animal enfermo cubierta de hongos blancos que parecían dedos pequeños. Crujieron bajo sus pies con un sonido desagradable, esponjoso y crujiente a la vez. No era solo madera podrida. Eran jeringas usadas que estallaban bajo la suela. Condones secos y quebradizos como piel de serpiente. Periódicos de 1985 amarillentos y fusionados con el suelo. La arqueología del vicio. El vestíbulo había pasado de ser la antesala del arte a ser un basurero urbano plagado de memorias rotas y desperdicios biológicos.
El Sastre levantó la luz. Iluminó el techo del lobby. El inmenso candelabro de cristal de Bohemia, que en sus días de gloria refractó la luz de mil diamantes, ahora estaba cubierto de capas geológicas de telarañas grises y polvo compactado. Colgaba torcido, sucio y opaco, como una medusa muerta y seca flotando en un mar de oscuridad, esperando caer para matar a alguien.
Las escaleras de mármol de Carrara, amplias y curvadas como los brazos de una amante exigente, estaban cubiertas de escombros de mampostería caída. Los espejos de las paredes, biselados y enormes, estaban rotos o tan manchados de salitre que ya no reflejaban a los vivos, solo devolvían sombras distorsionadas y fragmentadas, cubismo de pesadilla.
—¿Dónde estamos? —susurró La Magda, llevándose la mano a la boca para no respirar el polvo de las alfombras muertas, sus ojos muy abiertos en la penumbra. —En el vientre —dijo el Sastre, empujándola suavemente pero con firmeza hacia la negrura de la sala principal—. Pero tu función es arriba.
La llevó al auditorio principal. El espacio era inmenso, una boca de lobo cavernosa diseñada para tragar sueños y devolver pesadillas. El Sastre alzó la linterna y el haz de luz se perdió en la vastedad antes de tocar el fondo, tragado por la distancia. Tres mil butacas vacías se extendían en la penumbra, curvándose como costillas de un esqueleto colosal. Alguna vez estuvieron forradas de terciopelo rojo importado de Francia, suave como el tacto de un amante rico; ahora, el tejido estaba calvo, roído por las ratas y cubierto de una capa gris de polvo humano —células muertas de miles de espectadores que pasaron por ahí durante décadas—. Miraban hacia el escenario como un ejército de fantasmas sentados, esperando en silencio eterno una función que se canceló hace años.
El Sastre iluminó el techo. Allí arriba, a veinte metros de altura, el cielo falso se estaba cayendo a pedazos. El fresco de nubes y querubines, que antaño prometía el paraíso a la clase media, estaba enfermo de viruela negra. La humedad se había filtrado por la azotea, creando manchas oscuras y bulbosas que parecían tumores en la piel de los ángeles pintados. La pintura se descarapelaba, lloviendo pedazos de cielo podrido sobre el patio de butacas, una caspa divina que cubría el suelo de escombros.
La Magda se abrazó a sí misma, sintiendo el frío húmedo y sepulcral penetrar su abrigo de leopardo sintético. Miró las paredes laterales. Los apliques de yeso dorados, esas formas geométricas Art Déco que gritaban modernidad y futuro en 1949, ahora eran muecas grotescas. El pan de oro se había oxidado, volviéndose negro y verdoso, idéntico a la bisutería barata que ella llevaba en las muñecas y que le manchaba la piel de verde infección. Ella y el edificio eran lo mismo. Dos monumentos a la obsolescencia programada. Ella, con sus medias de red rotas y su maquillaje corrido, era la versión de carne de este teatro: una estructura diseñada para el placer ajeno que había sido usada, gastada, saqueada y finalmente cerrada al público, dejada para que se pudriera en la oscuridad.
—Es... enorme —susurró ella, su voz perdiéndose en el eco, insignificante. Se sentía observada por las tres mil sillas vacías. Se sentía juzgada por el lujo muerto. —Es un altar —corrigió el Sastre, empujándola suavemente hacia las escaleras del proscenio—. Y ha estado esperando a su ídolo durante medio siglo.
Subieron al escenario. Las tablas de madera preciosa, que alguna vez sostuvieron a tenores italianos y orquestas sinfónicas, gimieron bajo sus pasos. Estaban combadas, hinchadas por el agua de las goteras, levantándose como lápidas en un cementerio olvidado, liberando esporas de hongos al pisarlas.
El Sastre dejó su kit en el centro, sobre una marca de cinta adhesiva vieja. Desde ahí, la vista era aterradora. La oscuridad del auditorio parecía sólida, una marea negra y densa lista para romper contra ellos y ahogarlos. —Desvístete —ordenó. —Aquí hace un chingo de frío... —protestó ella, su voz temblando, el vapor saliendo de su boca. La Magda miró hacia la cabina de proyección, allá arriba, un ojo cuadrado y ciego que ya no proyectaba luz, solo sombra y juicio. —Este lugar está muerto —dijo ella, abrazándose a sí misma. —No —respondió el Sastre, abriendo su estuche de herramientas con un click metálico—. Está hambriento. Y tú eres el pan.
El Sastre se movió. No fue un movimiento humano; fue una corrección espacial. Un borrón. No hubo golpe. Hubo una aguja. Una inyección rápida, precisa, en el músculo trapecio, cerca del cuello. Un cóctel de ketamina y paralizante muscular sintetizado en casa. La Magda intentó gritar, pero su lengua se volvió de plomo instantáneamente. El grito murió en su garganta, ahogado en saliva espesa. Sus rodillas cedieron como si le hubieran cortado los tendones. El Sastre la atrapó antes de que tocara el suelo sucio. La sostuvo con una delicadeza obscena, casi amorosa, como un bailarín atrapando a su compañera muerta en un pas de deux macabro. —Shhh —susurró él cerca de su oído, su aliento oliendo a menta clínica—. No rompas la cuarta pared. La función acaba de empezar.
La acostó en el centro del escenario, bajo la única luz cenital que él mismo había instalado horas antes: una lámpara de trabajo halógena alimentada por una batería de coche. El haz de luz blanca, cruda y sin filtro, creó un círculo perfecto sobre la madera podrida. Un quirófano teatral.
Comenzó la transformación. El Sastre sacó el Códice Negro y lo colocó en un atril improvisado. El diagrama del Oeste. «La carne vendida debe ser exhibida, no escondida. Ella es la mercancía final. El precio debe quedar grabado en la etiqueta.»
Con sus tijeras de trauma —acero mate, puntas romas para no dañar lo que hay debajo—, el Sastre comenzó el desvestir ritual. No hubo desgarros vulgares. El sonido fue el cric-cric-cric rítmico y seco del metal mordiendo el poliéster barato. Cortó el abrigo de leopardo sintético, liberando el olor a humedad, perfume barato y tabaco rancio que la prenda había absorbido por años, el aroma de la desesperanza. Cortó el vestido de licra roja. Cortó las medias de red, que se abrieron como telarañas rotas, liberando la carne comprimida y pálida.
Dejó los zapatos de tacón puestos. Un par de stilettos rojos de charol, desgastados en la punta y con el tacón pelado. Un toque de ironía cruel que el Designio exigía: la víctima debía permanecer, hasta el último segundo, sobre los pedestales de su propia explotación.
El cuerpo de La Magda quedó expuesto bajo el foco cenital. El Sastre se detuvo un segundo a admirarlo. No había lujuria sexual en sus ojos, solo respeto arqueológico. Aquella piel no era un cuerpo de revista; era un mapa de topografía hostil. El vientre estaba marcado por las estrías plateadas de embarazos adolescentes y la cicatriz gruesa, queloide y fea, de una cesárea hecha de mala gana en un hospital público. Los brazos tenían quemaduras circulares de cigarro, constelaciones de abuso antiguo. El Sastre asintió. Era un documento histórico. Una piel que ya sabía lo que era sufrir, y por lo tanto, digna de portar el mensaje.
Procedió a la preparación del lienzo. Tomó la navaja de afeitar antigua, una Solingen de mango de nácar que brillaba con luz propia en la penumbra. No la desolló. El Este (el Santero) había sido Amanecer y Revelación, por eso requirió abrir el pecho. El Oeste es diferente. El Oeste es Cihuatlampa. Es el lugar donde el sol cae, envejece y muere. Es Decadencia. La piel no debía quitarse; debía ser marcada, tatuada con dolor.
El Sastre aplicó alcohol puro sobre el muslo derecho de La Magda. El líquido frío golpeó la piel caliente. Ella se estremeció, un espasmo involuntario, eléctrico, que luchó inútilmente contra la parálisis química. La piel se erizó, la "piel de gallina" levantando el vello microscópico. Con movimientos largos y musicales, el Sastre rasuró el muslo. La navaja cantaba contra la piel, shhhk, shhhk, retirando vello, mugre y células muertas, dejando un rectángulo de carne pálida, suave y vulnerable, enmarcada por la crudeza del resto de su cuerpo.
Sus ojos estaban abiertos, vidriosos, fijos en la tramoya oscura donde los telones podridos colgaban como ahorcados, testigos mudos de la operación. Ella estaba gritando por dentro, golpeando las paredes de su propio cráneo.
El lienzo estaba listo. El Sastre tomó el bisturí número 11. No era la hoja curva para cortar tejido; era la hoja triangular, de punta agudísima. La hoja del punzonista. Comenzó a escribir. No usó tinta. Usó la dermis. Apoyó la punta del acero sobre la grasa blanca del muslo. Presionó. La piel cedió con un suspiro húmedo, un beso metálico. La sangre no brotó de inmediato; primero apareció una línea blanca, la dermis separándose, luego el amarillo del tejido adiposo, y finalmente el rojo oscuro. El Sastre trabajaba con una obsesión tipográfica. Limpiaba la herida cada tres segundos con una gasa estéril, impidiendo que el flujo oscureciera el trazo. No estaba haciendo cortes simples. Estaba esculpiendo Serifas.
Hundía la hoja, giraba la muñeca con elegancia y cortaba en ángulo para darle a los números el estilo gótico, Fraktur, que el Códice mostraba. El 1 no era un palo; era una columna con base y capitel sangriento. El 9 era una espiral perfecta que se curvaba hacia el hueso fémur.
La Magda lloraba en silencio, las lágrimas rodando hacia sus orejas, acumulándose en su cabello sucio, pero el Sastre no se detuvo. Su pulso era firme, febril. Estaba convirtiendo una pierna humana en una página de la Biblia de Gutenberg. Cada número era una trinchera en miniatura, un valle de dolor donde la sangre se estancaba, negra y brillante, volviéndose la tinta indeleble de la coordenada fatal.
19° (El dolor es información) 26' (La latitud es destino) 04" N (El Norte nos observa)
Debajo, la longitud. 99° 07' 55" O
Cada número era una herida profunda, tallada hasta la fascia perlada. Un grabado en bajorrelieve sobre la carne viva. El Sastre recogió una de las lágrimas de La Magda con el dedo enguantado y la mezcló con la sangre de la herida del número 4. —Consagración —murmuró—. Agua y vino.
Cuando terminó la escritura, el muslo era un documento sangriento, un pergamino de grasa y músculo que gritaba coordenadas al silencio. Pero faltaba el Toque Final. La puesta en escena.
El Sastre sacó de su estuche una aguja curva de tapicero y un carrete de hilo de sutura negro, grueso, del que se usa para cerrar autopsias torpes. Se inclinó sobre el rostro de La Magda. Ella, paralizada por la química pero despierta en el infierno, lo vio acercarse. Vio el brillo de la aguja bajo la luz cenital reflejado en su propia pupila dilatada. —El público no debe parpadear —susurró él con una suavidad paternal, acariciando su frente sudorosa—. La verdad es luz, Magdalena. Y tú eres el público cautivo de tu propia muerte.
La primera puntada fue un acto de violencia microscópica. La aguja perforó la piel de la ceja izquierda con un pop audible, bajó, atravesó el borde del párpado superior y tiró hacia arriba. El hilo negro se tensó. El párpado se levantó, forzado, revelando el globo ocular que, expuesto al aire seco y polvoriento del teatro, comenzó a secarse y a brillar como una canica de vidrio. Repitió el proceso en el ojo derecho. Ahora ella era una cámara que no podía dejar de grabar. Una testigo eterna condenada a ver.
Luego, procedió a la escultura final. El Sastre manipuló el cuerpo inerte. El "rigor químico" de la parálisis hacía que sus miembros pesaran como plomo muerto, pero él tenía la fuerza del fanático. Forzó las articulaciones. Se escuchó un clac seco, hueso contra hueso, cuando rotó su hombro fuera del ángulo natural para acomodarlo.
Arrastró desde la oscuridad de un palco lateral una silla de estilo Luis XV, con el terciopelo rojo carcomido por las polillas y la madera dorada despintada. El Trono de la Miseria. La sentó. Con la autoridad de un titiritero macabro, le cruzó las piernas. Una postura de cruce elegante, de revista de modas, pero grotesca en su desnudez y en las heridas sangrantes. La Magda parecía una reina de la alta sociedad que había sido despojada de todo menos de su altivez.
Tomó las manos de ella, frías y laxas, y las colocó sobre los reposabrazos de madera podrida. Para asegurar la pose, para que la muerte y la relajación muscular no la desmoronaran, sacó dos clavos. No eran clavos quirúrgicos. Eran clavos de vía de tren, viejos, cuadrados, infectados de óxido, tétanos y tiempo. Colocó la punta roma sobre la palma de la mano derecha de ella. Alzó un martillo de bola pesado.
¡CLANG!
El sonido resonó en la acústica perfecta del teatro como un disparo de cañón, despertando a los murciélagos en la cúpula. El clavo atravesó carne, rompió los metacarpianos con un crujido húmedo y se hundió en la madera, anclando a la actriz a su escenario. La Magda intentó gritar, pero solo salió una burbuja de saliva rosada de sus labios.
¡CLANG!
La segunda mano quedó fijada. Crucifixión sentada.
El Sastre se limpió una gota de sudor de la frente con el antebrazo. Jadeaba ligeramente. Dio dos pasos atrás. Guardó sus herramientas con la calma metódica de quien ha terminado una jornada laboral honesta. Bajó del escenario, sus pasos resonando en la madera hueca, y caminó por el pasillo central hacia la platea vacía. Se sentó en la butaca A-1, justo en el centro de la primera fila. Cruzó las piernas. Se acomodó en el terciopelo raído. Miró su obra.
El cuadro era una blasfemia perfecta. En el escenario inmenso, negro y cavernoso del Cine Ópera, bajo el único haz de luz blanca que caía como un juicio divino, estaba La Magda. Desnuda, excepto por los tacones rojos que brillaban. Sentada como una emperatriz en su trono de podredumbre. Con los ojos abiertos a la fuerza, cosidos al asombro, dos pozos de pánico mirando la nada infinita. Y en su muslo, sangrando negro sobre blanco, la ubicación exacta del Infierno.
Era la Venus de la Basura. Un retablo barroco hecho de carne desechable y arquitectura muerta.
El Sastre, satisfecho, conmovido por la belleza de la tragedia, levantó sus manos enguantadas y aplaudió. Una sola vez. ¡PLA!
El sonido seco, solitario, viajó por el aire viciado, rebotó en el fresco de los ángeles tumorales, recorrió las tres mil butacas vacías y regresó al escenario, una ovación fantasma para una función de uno.
Sacó su radio de onda corta. —El Oeste ha caído —dijo a la estática blanca. Se levantó y salió por la puerta lateral, dejando a la actriz principal interpretar su monólogo eterno de agonía ante un auditorio lleno de polvo, sombras y silencio.
VI. La Diva de los Clavos
Mañana del 18 de septiembre.
El Cine Ópera no estaba muerto; estaba velándose a sí mismo bajo una mortaja de lluvia ácida y mugre acumulada. No llegué ahí por suerte. La suerte es para los inocentes y los estúpidos. Llegué ahí porque la frecuencia de radio de la patrulla, esa estática constante y rasposa que servía de banda sonora a mi insomnio crónico, escupió una frase que me heló la sangre más que el aire acondicionado averiado.
Eran las 5:30 AM. Yo estaba estacionado en la Ribera de San Cosme, comiendo tacos de canasta fríos y grasosos que me sabían a plástico, tratando de no pensar en el nudo de tendones. Entonces, la voz de un patrullero del Sector Buenavista rompió el ruido blanco. Sonaba aterrorizado, agudo, al borde del vómito. —Central... 10-54 en el Cine Ópera. Intrusión. Tenemos... tenemos una femenina en el escenario. Sin signos vitales. Repito, femenina sentada. —Hubo una pausa llena de estática eléctrica—. Central... no hay sangre. Está... parece una muñeca de aparador. Está posada. Solicito MP y... carajo, solicito apoyo espiritual o algo.
"No hay sangre". "Posada". Las palabras resonaron en mi cráneo. Solté el taco. La grasa manchó mi pantalón, pero no me importó. El perro rabioso en mi cabeza, que había estado dormitando, dejó de ladrar y empezó a gruñir. Era él. El Sastre. No había dejado un cadáver; había dejado otra escultura.
Llegué a la colonia San Rafael en cinco minutos, quemando semáforos en rojo y llantas en el asfalto mojado. La calle Serapio Rendón olía a pan dulce viejo, a basura fermentada y a escape de camión diésel. Me estacioné lejos, en la oscuridad, para no alertar a los uniformados. Vi a la patrulla 1024 estacionada frente a la fachada monumental. Las torretas azules y rojas giraban en silencio, pintando la ruina de colores de feria barata. Los dos oficiales estaban afuera, bajo la lluvia, fumando compulsivamente. Uno de ellos estaba pálido, verdoso, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Habían visto algo que su entrenamiento básico no cubría.
Aproveché su distracción, su miedo. Me deslicé hacia el callejón lateral, pisando charcos de agua negra. Forcé la entrada de servicio con mi navaja, la misma puerta que ellos habían dejado mal cerrada en su prisa por salir a respirar aire que no oliera a tiempo muerto.
Entré. El haz de mi linterna Maglite cortó la oscuridad densa como un sable de luz, iluminando partículas de polvo que bailaban como espíritus microscópicos perturbados por mi intrusión. El silencio del auditorio era pesado, teatral. Olía a humedad estancada, a orina de rata cristalizada y a la nostalgia rancia de mil perfumes baratos absorbidos por el terciopelo de las butacas durante décadas. El hedor de la grandiosidad fallida. No era el silencio vacío de un edificio abandonado; era el silencio expectante de un público conteniendo la respiración antes del clímax. El edificio me observaba.
Caminé hacia el escenario, mis pasos amortiguados por la alfombra podrida, sacando mi cámara Polaroid personal del bolsillo de la gabardina. Martínez me mataría si supiera que la traía, me suspendería o algo peor, pero necesitaba capturar la pesadilla antes de que los peritos la convirtieran en evidencia estéril, en números de expediente.
Y allí estaba ella. No era un cadáver tirado como basura. Era una instalación artística macabra. La mujer —una prostituta, a juzgar por los restos de ropa barata de leopardo amontonados a un lado y la dureza callosa de sus manos— estaba sentada en un trono de terciopelo rojo carcomido, clavada a los reposabrazos con clavos de vía de tren oxidados y brutales. Estaba desnuda, pálida como el mármol de Carrara bajo el foco de una lámpara de trabajo que zumbaba como una mosca eléctrica atrapada en una botella.
Me acerqué. La náusea me golpeó en el estómago, un puñetazo de realidad, pero la reprimí tragando bilis. Ahora era un forense ilegal. Levanté la cámara.
Clic-Zzzzt.
El sonido del mecanismo fue obscenamente ruidoso, un disparo de juguete en una catedral, rasgando el silencio sagrado del teatro. El flash estalló, iluminando la escena por una fracción de segundo con una luz blanca y clínica, revelando detalles que la linterna escondía en las sombras.
Foto 1: El Rostro. Lo que me detuvo el corazón no fue la desnudez ni los clavos. Fueron los ojos. No parpadeaban. No podían. Alguien le había cosido los párpados a la piel de las cejas con hilo de sutura negro. Puntadas pequeñas, precisas, de colchonero. La habían obligado a mirar su propia muerte hasta el final. Sus ojos, secos y vidriosos, me devolvieron el reflejo del flash. Clic-Zzzzt.
Foto 2: Las Manos. Los clavos atravesaban las palmas, rompiendo huesos y tendones. No había moretones de lucha. La posición de los dedos era... relajada. Curvada. Elegante. Como si estuviera descansando en un palco de ópera. Clic-Zzzzt.
Foto 3: El Escenario. Tomé una foto amplia. La silla roja como una mancha de sangre. La lámpara solitaria. La oscuridad absoluta detrás que parecía devorarla. Parecía una pintura negra de Goya, pero hecha con carne real y madera podrida.
Luego, bajé la vista al muslo derecho. Allí estaba la firma. No eran tendones trenzados esta vez. Eran números. Cortes profundos, limpios, hechos con una caligrafía de bisturí que imitaba una tipografía gótica antigua. La sangre se había secado dentro de los surcos, coagulándose negra, creando un contraste perfecto sobre la piel blanca y fría.
19° 26' 04" N 99° 07' 55" O
Clic-Zzzzt. Clic-Zzzzt. Tomé dos fotos del muslo. Una de lejos, para el contexto. Una macro, para la textura de la herida. Necesitaba esos números. Eran una voz hablándome directamente a través de la piel muerta.
Guardé las fotos en el bolsillo interior, sintiendo cómo el químico del revelado calentaba la tela contra mi pecho, quemándome la piel. Mis manos temblaban, pero no de miedo. De una excitación enferma, dopamina negra. Era el voyeurismo del desastre; estaba profanando un santuario con mi tecnología barata. Era la vibración del cazador que acaba de encontrar una huella fresca en el lodo y se da cuenta, con horror y fascinación, de que la bestia es mucho más grande y antigua de lo que imaginaba.
—Te tengo —susurré, mi voz sonando pequeña en el auditorio vacío, sin saber que le estaba hablando a mi propia sombra proyectada en el telón.
Escuché sirenas a lo lejos. El aullido mecánico de la ley. El Ministerio Público. Martínez. La burocracia venía a barrer el arte con sus botas sucias. Salí por atrás, llevándome la galería de horrores en el bolsillo y la certeza absoluta de que esto no era un crimen pasional. Era el segundo acto de una liturgia.
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Mi Tsuru era un horno bajo el sol de mediodía. El vinil de los asientos quemaba a través de la ropa y el aire dentro de la cabina olía a plástico caliente, sudor viejo y smog estancado. Estaba estacionado en doble fila sobre Reforma, con las intermitentes puestas, ignorando los claxonazos furiosos de los microbuseros que me mentaban la madre al pasar.
Saqué la Guía Roji del 98, esa biblia de mapas cuadriculados y calles imposibles que todo chilango traía en la guantera como única defensa contra el laberinto de concreto. El papel estaba gastado, suave al tacto como piel de anciano, manchado de café y ceniza de años anteriores. Se sentía frágil, como si el mapa fuera un tejido orgánico que apenas sostenía la ciudad.
Desplegué el plano general sobre el volante. Saqué mi bolígrafo Bic y marqué los puntos que tenía: El Mercado de Sonora. El Cine Ópera.
Luego, busqué las coordenadas que había copiado del muslo de la mujer. 19° 26' 04" N, 99° 07' 55" O. Mi dedo trianguló la posición en la retícula roja. La esquina de Seminario y Moneda. El corazón del Centro Histórico. El Templo Mayor.
Coloqué la regla de plástico sobre el mapa. Intenté unir los tres puntos. Esperaba una línea recta. Un eje perfecto que cruzara la ciudad como una cicatriz. Pero no. El Templo Mayor no estaba alineado en el centro. Estaba ligeramente desplazado hacia el Norte.
Miré el dibujo. No era una línea. Era un ángulo obtuso. Una flecha rota. O quizás... la mitad de algo más grande. Si unía Sonora con el Templo y el Templo con el Cine Ópera, tenía un triángulo abierto. Una boca geométrica esperando cerrar. Pero el mapa se sentía desequilibrado. Con esta geometría, le faltaban patas a la mesa. Se caía.
Mi mente de policía, entrenada para buscar patrones lógicos en el caos, sintió el vértigo físico. La retícula roja del mapa parecía moverse, ondular bajo mi vista cansada, como si las calles trataran de reacomodarse para ocultar el secreto. El mundo giró. El asesino no estaba trazando una ruta de escape ni escondiendo cuerpos. Estaba dibujando un símbolo sobre la ciudad, usándonos a nosotros como tinta y al asfalto como papel.
Pero yo era un analfabeto funcional mirando un plano arquitectónico complejo. Veía los muros, pero no entendía el edificio. ¿Qué figura era? ¿Un rombo? ¿Una cruz? ¿O algo más antiguo, algo que requería sangre para mantenerse en pie?
Necesitaba un traductor. Alguien que supiera qué diablos significaba ese ángulo y hacia dónde debía apuntar la siguiente línea de sangre. Y yo tenía un nombre ardiendo en mi bolsillo.
VII. El Ombligo de la Luna
Arranqué el coche. El motor tosió humo negro y enfiló hacia el Bosque de Chapultepec, buscando la única voz capaz de traducir el idioma de la sangre.
El Museo Nacional de Antropología es el único lugar de esta ciudad maldita donde el silencio no es ausencia de ruido, sino una orden marcial. Llegué a la explanada. El edificio se alzaba frente a mí como una fortaleza de piedra volcánica y cristal, un búnker brutalista diseñado por Pedro Ramírez Vázquez no para invitar al público, sino para proteger el pasado de la podredumbre del presente. La arquitectura era aplastante; bloques rectangulares que pesaban toneladas, suspendidos en el aire con una arrogancia gravitatoria, recordándote tu insignificancia biológica frente a la eternidad geológica de la piedra.
Entré mostrando la placa, sintiéndome sucio, contaminado. Mi traje barato de poliéster brillaba con la grasa del uso, mi olor a tabaco rancio y sudor ácido de tres días me envolvía como un aura tóxica. El peso vulgar de mi pistola sobaquera calibre .38 desentonaba violentamente con la pulcritud clínica del mármol. Yo era una bacteria entrando en un quirófano estéril. Un error de higiene en el templo.
Pregunté por ella en la administración. —La Dra. Aris está en la Sala Mexica. Restauración de la Piedra del Sol —dijo la secretaria, sin mirarme, tecleando con la cadencia de un metrónomo—. No le gustan las interrupciones. —Es un asunto oficial —dije, usando mi "voz de policía", esa que funcionaba con los carteristas de la Merced. Aquí, bajo estos techos de cinco metros de altura, mi autoridad sonaba pequeña, ridícula, un ladrido de perro chihuahua en una catedral.
Caminé hacia el patio central. Y allí estaba. El Paraguas. Esa columna de concreto imposible, grabada con águilas y jaguares, sosteniendo una losa del tamaño de una ciudad. La cortina de agua caía en un círculo perfecto, un sonido constante, atronador e hipnótico —SHHHHHHHHH—, que lavaba el ruido del tráfico de Reforma y creaba una frontera acústica impenetrable. No era agua decorativa; era un muro líquido. Caminar cerca era sentir la presión de la ingeniería moderna domesticando a los dioses antiguos.
Crucé el umbral de la Sala Mexica. El aire cambió de golpe. La temperatura bajó diez grados artificialmente. No era fresco; era frío de conservación, aire filtrado para detener la entropía. La penumbra era reverencial, diseñada para que las sombras jugaran trucos en la visión periférica. No era un museo. Era una cripta climatizada. Olía a cera para pisos, a piedra fría y a tiempo detenido.
A mi izquierda, el Tzompantli: cientos de cráneos de piedra alineados geométricamente, sonriendo la sonrisa eterna y burlona del sacrificio aceptado. A mi derecha, vitrinas blindadas exhibían el arsenal de la conquista espiritual: cuchillos de pedernal con rostros demoníacos y recipientes de obsidiana —Cuauhxicalli— diseñados anatómicamente para contener corazones que ya no latían.
Los ídolos no eran estatuas; eran presencias radiactivas. La Coatlicue se alzaba al fondo, monstruosa y madre, con su falda de serpientes entrelazadas, dominando el espacio como una deidad nuclear. Las dos cabezas de serpiente que formaban su rostro parecían listas para morder, inyectando veneno de basalto en el aire.
Y allí, a los pies de la Piedra del Sol, empequeñecida por el calendario de 24 toneladas pero dueña absoluta del silencio, estaba ella. La Dra. Leonora Aris.
Llevaba una bata blanca, inmaculada, sobre ropa negra de cuello alto. Su cabello oscuro estaba recogido en un moño severo, perfecto, tensado con fuerza, que dejaba ver un cuello largo y elegante. No se giró cuando mis zapatos de suela de goma chirriaron —skreee— en el piso pulido. Estaba examinando una grieta en la piedra con una lupa de joyero.
—Si viene a preguntar por el presupuesto del trimestre, dígale al director que no hay dinero para la nueva iluminación —dijo. Su voz era clara, cultivada, con una dicción precisa que cortaba el aire frío como un bisturí. —No soy del presupuesto —dije, mi voz ronca, lijada por el tabaco—. Soy de Homicidios.
Ella se detuvo. Su mano se congeló. Bajó el instrumento lentamente. Se giró. Sus ojos eran oscuros, obsidiana líquida, inteligentes, con una profundidad que me hizo sentir transparente. Me escaneó en un segundo: vio mis zapatos gastados, mi nudo de corbata mal hecho, las ojeras moradas, la mancha de grasa de taco. No vio a un hombre. Vio un espécimen. —Homicidios —repitió, saboreando la palabra como si fuera un vino exótico—. Qué concepto tan moderno y vulgar para algo tan antiguo.
Me acerqué, invadiendo su círculo de asepsia. Saqué las fotos. No las del cadáver de La Magda; esas eran demasiado pornográficas para este templo. Saqué la foto del nudo de tendones del santero. —Usted escribió una tesis. "La Geometría del Dolor". Encontré este... patrón... en una escena del crimen.
Ella tomó la foto con una pinza de sus dedos. Apenas tocó el papel, como si temiera infectarse de mi mediocridad. Por un momento, una sombra cruzó su rostro pálido. ¿Sorpresa? ¿Reconocimiento? Sus pupilas se dilataron, tragando la luz. —Fascinante —susurró, y el tono no era de horror, sino de hambre intelectual—. Un nudo de ixtle ceremonial. Usado para atar los años en la ceremonia del Fuego Nuevo, para asegurar que el sol vuelva a salir y no nos devore la oscuridad. —Me miró a los ojos, perforándome—. Pero el material... esto no es cuerda vegetal, ¿verdad, Detective?
—Son tendones humanos —dije, esperando el asco civilizado. No hubo asco. Hubo validación. —Tlalpilli de tejido conectivo —murmuró—. Una literalidad exquisita.
Ella dejó la foto sobre la vitrina y caminó hacia una estatua cercana, sus tacones resonando con autoridad marcial. —Xipe Tótec —dijo, señalando una figura de arcilla que vestía una piel humana tallada—. Nuestro Señor el Desollado. —Me miró con una intensidad magnética—. La gente moderna cree que los aztecas estaban obsesionados con la muerte. Se equivocan. Estaban obsesionados con la vida, con la continuidad. La piel es una cáscara, Detective. Una semilla que debe romperse, rasgarse, para que lo nuevo nazca. El desollamiento no era tortura; era agricultura. Era renovación.
Se acercó a mí. Olía a nardos, a solventes químicos de restauración y a ozono; un perfume frío, eléctrico y preservativo. Era una luz negra en medio de toda la podredumbre. —¿Por qué viene a mí? —preguntó—. La policía usualmente busca huellas dactilares y confesiones baratas, no teología aplicada.
—Porque mi comandante dice que es un ajuste de cuentas de narcos —solté. La verdad salió sola, vomitada—. Pero los narcos quieren dinero, territorio o poder. El hombre que hizo esto... —...quiere orden —completó ella.
La palabra flotó entre nosotros, pesada como una losa. Orden. Sí. Eso era. La antítesis del caos del DF.
Saqué mi Guía Roji del bolsillo trasero, doblada, caliente y maltratada. La abrí sobre la vitrina de cristal inmaculado. El papel barato y sucio del mapa profanó la pulcritud del museo. Grasa contra cristal. —Estoy perdido, Dra. Aris —confesé, bajando la guardia, sintiéndome un niño perdido en un supermercado—. He trazado las coordenadas. Tengo un punto en el Mercado de Sonora, al Este. Tengo otro en el Cine Ópera, al Oeste. Y los números del muslo apuntan aquí, al Templo Mayor. —Señalé el triángulo incompleto con mi pluma Bic—. Pero no es una línea recta. Es un ángulo obtuso. Es una mesa de dos patas. Siento que el mapa se me cae. No se sostiene.
Leonora se inclinó sobre la Guía Roji. Su cercanía era embriagadora; su intelecto se sentía como una fuerza física, una gravedad propia. —Usted piensa en líneas, Detective. Piensa en geometría euclidiana, en planos cartesianos. Pero esto... —Su dedo índice, de uña perfecta, trazó una cruz invisible sobre el mapa grasiento—. ... esto es Cosmogonía.
Levantó la vista y señaló la Piedra del Sol a nuestras espaldas, ese ojo de piedra que todo lo veía. —El universo azteca no es un plano; es una flor de cuatro pétalos con un centro, el Nahui Ollin. Cuatro rumbos que sostienen el cielo para que no aplaste a la tierra. Cuatro esquinas del cosmos.
Volvió a mirar la foto del nudo. —Este nudo no es solo un amarre. Es un Anclaje Cardinal. —Su voz bajó, volviéndose un susurro cómplice, casi conspiratorio—. El Este es el Tlapallan, el lugar de la luz, el color rojo y el fuego. El Oeste es el Cihuatlampa, el lugar de las mujeres muertas y la tierra blanca. Si su asesino ya ancló esos dos puntos...
Me miró fijamente, y en sus ojos vi el brillo peligroso de una maestra que ve a su alumno entender por primera vez la magnitud del abismo. —...entonces el ritual está a la mitad. El universo necesita equilibrio estático, Santiago. Para sostener el centro, necesita las otras dos esquinas. Necesita el Norte, el Mictlampa, el lugar de la piedra árida y el viento de la muerte. Y necesita el Sur, el Huitztlampa, el lugar de la humedad y el agua azul.
Mi mente hizo clic. Un engranaje oxidado girando por fin. El triángulo roto no era un error. Era una obra en construcción. —Fuego y Tierra ya están —murmuré, con la boca seca—. Faltan Piedra y Agua.
Ella sonrió. Fue una sonrisa pequeña, gélida, casi imperceptible, pero iluminó su rostro severo con una belleza terrible. —El Axis Mundi. El ombligo del mundo solo se abre cuando las cuatro esquinas están clavadas con sangre. Por supuesto. Es una Re-Fundación.
Dio un paso hacia mí. Sentí el calor de su piel a centímetros de distancia, un puente voltaico cruzando el abismo entre mi suciedad y su pureza. —Usted es una anomalía, Detective Ayala. Un hombre que busca significado en una ciudad que solo ofrece ruido y entropía. —¿No anhela usted... claridad, Detective? ¿No anhela entender por qué la sangre debe correr para que el mundo gire un día más?
Tragué saliva. La garganta se me cerró. —Solo quiero atraparlo.
—Entonces necesita aprender a ver —dijo ella, retirando la mano. Tomó una tarjeta de presentación de su bolsillo y me la extendió. Cartulina gruesa, borde negro. —Venga mañana a mi oficina privada. Le enseñaré a leer los glifos. Pero le advierto, Santiago... —Usó mi nombre de pila, y sonó como una posesión, como si acabara de comprar mi alma—. ... una vez que aprenda a leer el Códice, no podrá volver a cerrar los ojos. Verá la sangre en todas partes.
Tomé la tarjeta. Me sentí visto, desnudado. Por primera vez en mi vida, alguien no veía al "Juda" corrupto ni al novato torpe. Veía al hombre que quería entender el mecanismo del horror. —Gracias, Doctora.
Salí del museo sintiendo que flotaba. El aire de Chapultepec parecía más limpio, ajeno al smog que asfixiaba el resto de la ciudad. Guardé su tarjeta en el bolsillo de mi camisa, cerca del corazón, como si fuera un escudo sagrado. Creí que al fin tenía una ventaja. Creí que había encontrado una aliada, una luz intelectual para iluminar el drenaje donde Martínez y los demás se revolcaban como cerdos.
Me subí al Tsuru con la arrogancia del ignorante, convencido de que ahora yo tenía el control del juego. Inocente de mí. Pobre imbécil. No entendí que en el México antiguo, la víctima a veces debe subir los escalones del templo por su propia voluntad, drogada con promesas, creyendo que es un honor ser elegida por los dioses.
No sabía que al cruzar ese umbral de piedra no había reclutado a una experta. Solo me había presentado voluntariamente para la inspección final. Yo no era el detective del caso. Yo era el proyecto.
VIII. Los Cimientos de Dios
Noche del 18 de septiembre. Atrio de la Catedral Metropolitana.
El Zócalo no es una plaza; es una costra geológica. Bajo nuestros pies, el antiguo lago de Texcoco sigue vivo, un monstruo de lodo negro y salitre que respira, se expande y traga todo lo que pesa demasiado. Eran las once de la noche. La lluvia caía en sábanas densas, grises y frías, lavando el smog del aire solo para depositarlo en el suelo como una película de aceite iridiscente y resbaladizo. La plancha de concreto estaba desierta. Sin la bandera monumental —que había sido arriada horas antes por soldados empapados—, el mástil desnudo parecía un pararrayos de acero diseñado para atraer la desgracia eléctrica sobre la ciudad.
A mi derecha, el Palacio Nacional se extendía como una fortaleza muda y hostil. Sus muros de tezontle rojo sangre, piedra volcánica porosa, brillaban bajo la lluvia, escondiendo los pasillos laberínticos donde la burocracia y la traición se daban la mano en la oscuridad. A mi frente, la Catedral Metropolitana. Me detuve a mirarlos. El Palacio y la Iglesia. Dos gigantes obesos sentados a la mesa, repartiéndose el cadáver de la ciudad desde hace cuatro siglos. No eran rivales; eran cómplices de cama. La cruz y la espada habían aplastado juntas las pirámides que dormían abajo, reciclando sus piedras sagradas para levantar estos muros de miedo. Canibalismo arquitectónico.
Caminé hacia la Catedral. Era un titán de piedra gris que llevaba cuatrocientos años hundiéndose lentamente en la mierda del subsuelo. Su fachada era un caos de estilos arquitectónicos en guerra: columnas salomónicas barrocas retorciéndose de dolor estético junto a la frialdad matemática y neoclásica del reloj central. Las torres de los campanarios desaparecían en la neblina tóxica, como dedos amputados y gangrenados señalando un cielo que hacía mucho había dejado de escuchar plegarias.
Salté la cadena oxidada que cerraba el paso al Atrio. Mis botas chapotearon en los charcos sucios. Me acerqué a la puerta central, la Puerta del Perdón. Estaba cerrada, por supuesto. El perdón tiene horario de oficina. La madera estaba negra, hinchada por siglos de humedad y barniz barato. Toqué la piedra del muro. Estaba fría, húmeda, pero vibraba. Mi ojo de policía no analizó la santidad; analizó el estrés estructural. No veía fe; veía las grietas en la cantera, reparadas una y otra vez con mezclas modernas de cemento que parecían cicatrices mal suturadas en un cuerpo viejo. El edificio entero gemía bajo su propio peso, un sonido grave y subsónico, una bestia enferma de obesidad gótica que la ingeniería moderna trataba de mantener en pie con muletas de acero hidráulico inyectadas en sus riñones. Dios no vivía aquí. Aquí solo vivía la gravedad, y estaba ganando la batalla.
Me alejé de la puerta y caminé hacia la herida del suelo. Estaba ahí porque los números me lo gritaron en sueños. Saqué la tarjeta que Leonora me dio. No la leí. La usé como regla sobre mi mapa empapado, que se deshacía en mis manos. Si trazaba la línea desde el Cine Ópera (Oeste) y la cruzaba con la del Mercado de Sonora (Este), el punto cero, la intersección del Nahui Ollin, no era el Palacio Nacional. No era la bandera. La intersección exacta caía en el Atrio. Justo en la cicatriz abierta donde la Iglesia Católica se fractura para dejar ver las ruinas del Templo Mayor. La Ventana Arqueológica.
Me acerqué a los barandales de hierro forjado negro. El olor aquí era distinto. No olía a tacos de suadero ni a escape de camión. Olía a piedra mojada, a salitre concentrado y a tiempo estancado. Era el aliento rancio de un sótano que lleva cerrado quinientos años y acaba de abrir la boca. Miré hacia abajo, a través de los cristales sucios, rayados y blindados incrustados en el piso del atrio. Tres metros abajo. El inframundo. Era el espacio liminal: el purgatorio arquitectónico entre los cimientos de acero rojo que los ingenieros habían inyectado para salvar la Catedral y las escalinatas rotas de los aztecas que esperaban pacientemente, en la oscuridad, a que la iglesia colapsara sobre ellas.
Vi algo. No era un reflejo de las farolas amarillentas. Era una luz. Débil. Anaranjada. Tímida. Una llama solitaria bailando en la oscuridad del subsuelo, donde solo deberían habitar ratas ciegas y fantasmas prehispánicos. —El corazón —susurré, sintiendo el vello de los brazos erizarse.
Estaba tan hipnotizado por la llama subterránea que olvidé la primera regla de la calle, la regla de oro de la supervivencia: mirar tu espalda. No escuché los pasos. La lluvia era un manto acústico perfecto, un ruido blanco ensordecedor. Pero debí haberlo sentido. Debí haber reconocido el calor de motor de ocho cilindros y el olor a maldad que irradiaba a mis espaldas.
Me había seguido. Un error de novato, de amateur. Pensé que era invisible en mi Tsuru destartalado, pero olvidé que en esta ciudad, la mugre también deja rastro si sabes buscarla. Sus "halcones" en la San Rafael debieron alertarlo por radio en cuanto mi linterna rompió la oscuridad del teatro. Había conducido detrás de mí, en su Grand Marquis negro —esa lancha fúnebre blindada que usan los comandantes para sentirse importantes y compensar otras carencias—, esperando el momento exacto, la debilidad táctica, para caer sobre mí. No me detuvo en el tráfico; esperó a que me bajara. Esperó a que estuviera solo y vulnerable.
Entonces, el mundo se sacudió. No fue un temblor. Fue una mano. Una garra de carne, anillos de oro y nicotina que me agarró por la solapa del saco empapado y me estampó contra la reja de hierro forjado. ¡CLANG! El aire salió de mis pulmones con un sonido agónico. Mi cabeza rebotó contra el metal frío, y vi estrellas blancas en la lluvia gris.
—¡¿Crees que eres intocable, hijo de puta?!
El rostro del Comandante Raúl Martínez estaba a centímetros del mío, invadiendo mi espacio vital. Estaba lívido, púrpura de ira contenida. La lluvia le escurría por la nariz aguileña, mezclándose con la saliva espumosa que escupía al gritar. Su aliento era una nube tóxica: olía a Brandy Presidente, a tabaco barato Delicados y a pánico puro, destilado.
—¡Estás pisando huevos federales, Ayala! —bramó, sacudiéndome como a un muñeco de trapo roto—. ¡Tengo ojos en la San Rafael, imbécil! ¡El patrullero de la 1024 me llamó cagado de miedo en cuanto vio tu coche saliendo del Cine Ópera! ¡Ese lugar tiene sellos de Gobernación, estúpido!
Martínez no estaba enojado. Estaba aterrorizado. En su mente pequeña, corrupta y burocrática, yo no estaba investigando un crimen en serie; estaba rompiendo las reglas no escritas del juego de poder. No se toca lo que no se paga. No se mira lo que está sellado. —¡Te seguí todo el puto camino esperando que fueras a una casa de putas, no al Zócalo! —gritó, la vena de su cuello latiendo como un gusano a punto de estallar—. ¡Te voy a sembrar tanta coca en la cajuela que vas a cagar blanco en el penal de Almoloya hasta el año 2050!
Me limpié la sangre del labio roto con el dorso de la mano. Sabía a hierro. No sentí miedo. Sentí una calma helada, casi sociópata. La calma quirúrgica de quien ha visto el mapa completo y sabe dónde está el precipicio. —No es política, Comandante —dije, mi voz sonando extrañamente plana y desapegada bajo el aguacero—. Es liturgia.
—¡¿De qué mierda hablas?! —me soltó, empujándome de nuevo contra la reja.
—Mire abajo. Le señalé el cristal sucio en el suelo. La Ventana Arqueológica. Martínez dudó. Su instinto de policía de la vieja escuela le decía que me golpeara de nuevo, que me rompiera la nariz, pero su curiosidad —ese vicio maldito y fatal de los viejos sabuesos— lo traicionó. Miró. Vio la luz.
—Es un indigente —masculló Martínez, buscando una explicación racional, pero su mano fue instintivamente a la funda de cuero de su arma—. Un pinche drogadicto quemando basura para calentarse.
Lo miré a los ojos inyectados en sangre. Miré la llama que no titilaba con el viento porque no había viento ahí abajo. Miré la disposición geométrica de las sombras. Mi mente, infectada por las lecciones de Leonora y las imágenes traumáticas del Cine Ópera, hizo la conexión final. No fue una revelación mística; fue una deducción fea, brutal.
—No, Raúl —dije, y el uso de su nombre de pila lo hizo estremecerse, no por falta de respeto, sino porque sonó a epitafio—. Un drogadicto busca calor. Esa luz no calienta nada. Está puesta en el centro geométrico. Me acerqué más al vidrio sucio, pegando la frente. —Piénsalo. El cuerpo del santero estaba dispuesto. La prostituta en el Ópera estaba montada. Nadie monta un espectáculo complejo sin ensayarlo primero.
Señalé hacia abajo, hacia la oscuridad absoluta entre los pilotes de acero. —Si arriba está el altar de Dios... y allá en el Ópera está el escenario... entonces aquí abajo es donde se guardan los trajes. Donde se preparan los actores. La trastienda del infierno.
Saqué mi juego de ganzúas del bolsillo. Martínez me miró, desenfundando su Beretta 9mm, el metal brillando bajo la lluvia, pero no me detuvo. Él también sentía la lógica aplastante del horror tirando de sus tripas. El candado viejo de la reja de mantenimiento cedió con un crujido oxidado y doloroso. Click-Crack.
—No es basura, Comandante —susurré, sintiendo el aire frío y muerto subir por mis piernas desde el agujero—. Es la trastienda.
Bajamos. La escalera de metal de servicio vibraba con cada paso, un traqueteo nervioso que resonaba en la estructura hueca. El cambio de atmósfera fue violento, un golpe de presión barométrica. Arriba, el ruido de la ciudad era un rugido constante. Abajo, el silencio tenía peso, densidad. Era un silencio sólido, acumulado por siglos de oscuridad. La temperatura bajó diez grados de golpe. El olor me abofeteó. Húmedo. Salitre concentrado. Lodo podrido fermentándose. Y, cortando la podredumbre orgánica, ese perfume dulce, resinoso y nauseabundo que ya vivía en mis pesadillas: Copal.
Caminamos entre los pilotes de control, esas inmensas vigas hidráulicas de acero pintado de rojo antióxido que sostenían las costillas rotas de la Catedral. Parecían las patas de una araña mecánica gigantesca clavadas en el lodo para evitar que Dios se hundiera en el olvido geológico. Estábamos en el espacio liminal, el Nepantla de los códices. El techo era la fe cristiana, pesado, colonial, hecho de piedra robada; el suelo era la sangre azteca, lodo negro y huesos pulverizados que formaban el tlalticpac, la superficie de la tierra. El aire aquí abajo no se movía. Estaba muerto. Hacía un frío que no tocaba la piel, sino que se filtraba directamente a la médula, el "viento de navajas de obsidiana" del que hablaba Leonora. Mis pasos sonaban huecos, húmedos, como si caminara sobre la panza de un tambor lleno de agua.
Avanzamos hacia la luz. No era una fogata de indigente. No era el fuego del calor humano. Era un altar. Sobre una losa de piedra volcánica, perfectamente nivelada entre el lodo burbujeante que soltando gases de metano, alguien había montado un Diorama.
Martínez se detuvo en seco, sus botas resbalando en el limo. Su respiración se volvió un silbido asmático, el sonido de un pulmón que reconoce que el aire está envenenado. —Dios santo... —susurró, invocando a una deidad que no tenía jurisdicción a tres metros bajo tierra.
No eran fotos. Eran exvotos de una teología enferma. Cuatro figuras esculpidas en cera de campeche —esa cera negra, pegajosa y grasienta que usan los brujos de Catemaco para cerrar bocas y amarrar almas—. Estaban dispuestas sobre la piedra con precisión geométrica, orientadas a los cuatro puntos cardinales, como piezas de ajedrez en un tablero podrido donde las casillas eran manchas de humedad y moho. La luz de la veladora solitaria parpadeaba, lamiendo la cera negra, haciendo que las sombras bailaran sobre ellas, dándoles una vida grotesca y espasmódica. Parecían respirar.
Me acerqué. El olor a miel quemada y copal me mareó. Las dos primeras figuras no eran predicciones; eran atestados policiales hechos de materia orgánica.
A la izquierda, El Este. Una masa de cera derretida y vuelta a solidificar, deforme, como carne que ha pasado por el fuego sagrado. Tenía incrustaciones minúsculas de concha nácar real brillando en la negrura, dientes de leche humanos clavados en el torso y quemaduras recientes hechas con un cigarro. Representaba al Santero, no como era en vida, sino como quedó después de la "revelación": abierto, vaciado, una cáscara de fe rota.
A su lado, El Oeste. Esta era una obra maestra de la crueldad en miniatura. Una figura femenina sentada en una silla hecha de alambre de cobre retorcido con alicates. Estaba vestida con retazos microscópicos de leopardo sintético, cortados de la ropa real de la víctima con tijeras de disección. Acerqué mi linterna. El detalle me revolvió el estómago. El rostro de cera no tenía ojos pintados. Tenía dos puntadas reales de hilo negro quirúrgico cerrándole los párpados. Era la réplica exacta, escala 1:10, de la Prostituta del Cine Ópera. Estaba sentada con las piernas cruzadas, clavada a su trono de alambre, condenada a ser la espectadora ciega de su propia tragedia.
Martínez retrocedió, chocando con un pilote de acero. CLANG. El sonido metálico retumbó como una campana fúnebre. Su linterna traicionera, temblando en su mano sudorosa, iluminó lo que faltaba. Los pendientes. Las piezas que aún no se habían jugado.
La tercera figura (El Sur) vestía una toga negra hecha de retazos de tela real, quizá robada de una tintorería judicial. Estaba atada por los tobillos con hilo de pescar transparente a una piedra de río, pesada y lisa. Tenía una balanza de la justicia en miniatura colgada al cuello, pero los platillos no estaban equilibrados; estaban llenos de lodo negro y seco. Me acerqué. Incluso la cera parecía oler a agua estancada y podrida. Era fango lacustre, de ese que atrapa y no suelta. Una etiqueta de papel amate, clavada en el pecho con una espina de maguey, decía tres letras escritas con sangre oxidada: PJF.
Pero fue la cuarta figura (El Norte) la que detuvo el corazón del Comandante. No tenía ropa elegante. Era cera desnuda, salvo por una camisa blanca abierta, manchada deliberadamente con grasa de coche y salsa roja. La figura tenía una barriga prominente, flácida, moldeada con una saña realista que bordeaba la caricatura cruel. Y colgando del cuello, una placa. No era un juguete. No era una réplica. Era metal real, pesado, oxidado en los bordes. Una placa de la Judicial que alguien había perdido, vendido o empeñado por vicio hacía años. Martínez se acercó, hipnotizado por el horror de verse a sí mismo reducido a un fetiche de grasa. La luz de su linterna temblaba violentamente sobre el pecho de la figura. Sobre la cera amarilla de la barriga, grabado a fuego con un punzón caliente como se marca al ganado, había un número. 6640.
El silencio se rompió. Martínez soltó un gemido que no parecía humano; era un ruido húmedo, gorgoteante. Era el sonido de un animal alfa que se da cuenta de que la puerta de la jaula está abierta, pero el depredador ya está adentro con él. Era su número. Era su placa perdida. Se llevó la mano al pecho, palpando su camisa, como si la quemadura en la cera le doliera en su propia carne viva.
—¿Qué mierda es esto, Ayala? —Su voz era un hilo de voz quebrada, aguda, infantil. El Comandante, el "Juda" intocable que extorsionaba narcos y golpeaba estudiantes en los separos, se había encogido físicamente. En ese sótano, bajo toneladas de historia, solo era un hombre gordo y asustado.
Me acerqué. La fascinación superaba a mi miedo. Mi mente, entrenada por Leonora para ver símbolos, empezó a conectar los cables sueltos. —No es una investigación, Comandante —dije, mirando las figuras con la frialdad de un forense ante la mesa de disección—. Es una agenda.
Señaló la figura del Magistrado y la suya propia con el cañón de la pistola temblorosa. —¿Por qué yo? —preguntó, con la inocencia estúpida de quien cree que el mal solo le pasa a "los otros"—. Yo solo cobro las cuotas. Yo no... yo no mato así. Soy un policía.
Me quedé callado un momento, pasando la luz de mi linterna de una figura a otra, tratando de entender la lógica enferma detrás de la cera. —No lo sé, Raúl —admití, y mi incertidumbre lo asustó más que cualquier amenaza directa—. Pero mira la colección. No son crímenes pasionales. No son aleatorios.
Apunté a la primera figura quemada. —El Santero vendía Fe. Ilusiones. Apunté a la segunda figura con los ojos cosidos. —La chica del Ópera vendía Carne. Placer. Luego iluminé la figura del Magistrado, con su toga convertida en mortaja y su balanza llena de lodo de pantano. —Este de aquí... por la toga y las letras, es un Juez Federal. Vende la Ley. El orden escrito.
Finalmente, giré la luz hacia su muñeco. Hacia la panza de cera marcada como res de matadero y la placa oxidada. —¿Y tú, Comandante? ¿Tú qué vendes? —Lo miré a los ojos, viendo el terror absoluto detrás de su arrogancia habitual—. Tú no vendes justicia. Tú vendes protección. Vendes la calle. Eres la Fuerza.
Me acerqué un paso más, susurrando para que los fantasmas no nos oyeran. —Fe, Carne, Ley y Fuerza. Los cuatro pilares que sostienen a esta ciudad podrida. Este cabrón no está matando gente al azar, Raúl. Está haciendo una demolición controlada.
Martínez retrocedió, negando con la cabeza, el sudor frío perlando su frente. —Eso es una locura. Es un carnicero loco. —No —lo corregí, y la palabra salió con la frialdad de una autopsia—. Un carnicero troza y separa. Un carnicero vende por kilo. Este tipo... Señalé la figura de la prostituta con los ojos cosidos. —En el Cine Ópera, vi cómo le cosió los párpados. Usó una puntada de colchonero, perfecta, tensa. Y aquí... —señalé los muñecos—... aquí está haciendo pruebas de ajuste. Nos está midiendo, Raúl. Nos está tratando como tela. Sentí un escalofrío al verbalizarlo, pero la pieza encajó en mi mente con un clic definitivo. —Por eso, en mi cabeza, ya tiene nombre. El Sastre. Porque nos está confeccionando un traje de madera a la medida. Y tú... tú eres el patrón del Norte.
Martínez retrocedió, tropezando. Su bota aplastó la figura del Santero, rompiendo la cera con un crujido seco. —Voy a pedir refuerzos. Voy a traer al Ejército. —No puede —dije—. Si trae al Ejército, encontrarán esto. Y si encuentran esto, verán su número grabado. Pensarán que usted es parte del culto, o que es la siguiente víctima. De cualquier forma, está acabado.
—¡Cállate!
En ese momento, como si el nombre hubiera sido una invocación, la veladora se apagó. No por el viento. No había viento. El aire se quedó quieto, muerto. La llama simplemente... se asfixió. Como si alguien la hubiera pellizcado con dedos fríos y húmedos.
Quedamos en la oscuridad absoluta. La negrura del subsuelo, pesada, táctil, se nos metió en la boca. Y entonces lo escuchamos. Al fondo del túnel de cimientos. Entre las vigas rojas. El sonido de tela rozando contra la piedra áspera. Shhh... shhh... El sonido húmedo de pasos descalzos sobre el lodo. Chof. Chof. Chof.
—¿Quién anda ahí? —gritó Martínez. Su voz se quebró en un gallo histérico. Nadie respondió. Solo el goteo del agua filtrada. Ploc. Clic. El sonido del seguro de la Beretta de Martínez quitándose sonó como un trueno. —¡Muestre las manos! —gritó a la nada.
El sonido de pasos se detuvo. Y luego, un susurro. No en nuestros oídos. En nuestras cabezas. O tal vez fue el eco de la catedral arriba, distorsionando el viento en las grietas. "Tlacat". (Hombre).
Martínez gritó y disparó. ¡BANG! El fogonazo iluminó el túnel por una fracción de segundo como un estrobo infernal. Vi una sombra. Alta. Imposiblemente delgada. Con algo en la mano que brillaba negro. O tal vez solo eran las vigas jugando con mi miedo y mis retinas quemadas.
Martínez disparó de nuevo. Y de nuevo. ¡BANG! ¡BANG! Las balas rebotaron en la piedra volcánica, silbando como avispas de fuego alrededor de nosotros, sacando chispas. —¡Corre! —le grité, empujándolo hacia la escalera de mantenimiento.
Subimos como ratas escapando de una inundación, golpeándonos las espinillas contra el metal, jadeando aire que sabía a miedo. Cuando mis rodillas golpearon el concreto mojado del Zócalo, no sentí alivio. Sentí la lluvia lavándome el sudor frío, pero no la marca. Martínez me miró, temblando, con su Beretta humeante inútil en la mano. Ya no éramos policía y sospechoso. Éramos dos hombres marcados por el mismo sastre, esperando a que nos tomaran las medidas para el ataúd.
Salimos al atrio bajo la lluvia torrencial, cayendo de rodillas sobre el piso mojado del Zócalo, respirando el aire contaminado como si fuera ambrosía. Martínez estaba pálido, temblando, con el arma humeante en la mano y los ojos desorbitados.
Me miró. Ya no había odio en sus ojos. Solo terror compartido. El "Juda" acababa de entender que su placa de metal no valía nada contra la cera y el lodo. Y yo entendí algo peor. Al nombrarlo, lo habíamos hecho real. El ritual no se había detenido al descubrirlo. Apenas estaba calentando motores.
IX. La Trampa Burocrática
Madrugada del 19 de septiembre. "El MP" de la PGJ-DF.
Salimos del Zócalo en silencio, huyendo de los fantasmas de cera que acabábamos de despertar bajo los cimientos. Martínez no corrió hacia mi patrulla. Corrió hacia su orgullo, su última línea de defensa psicológica: el Grand Marquis negro, modelo 94, estacionado ilegalmente sobre la plancha, invadiendo el espacio sagrado.
Subimos. El cierre de las puertas pesadas selló el mundo exterior con un golpe sordo, hermético, como la tapa de un sarcófago de lujo. El interior del auto olía a lo que era Martínez: cuero viejo agrietado, tabaco rubio impregnado en el techo de tela gris y un dulzor empalagoso de vainilla sintética —esos "arbolitos" mágicos colgados del espejo— tratando de ocultar el tufo rancio del Brandy Presidente. Era una sala de estar sobre ruedas, amplia y obscena. En el espejo retrovisor colgaba un rosario de madera gruesa y una estampa de San Judas Tadeo, el patrón de las causas difíciles (y de los policías corruptos), balanceándose hipnóticamente con el movimiento del motor. Bajo el asiento del copiloto, mis pies tropezaron con una botella vacía de Buchanan's y lo que pareció ser una macana de goma con manchas oscuras secas. Este coche no era transporte; era una extensión de su ego frágil. Una burbuja de impunidad con suspensión de aire y vidrios polarizados.
Martínez arrancó. El motor V8 rugió, no con potencia, sino con desesperación ahogada. Conducía como si el diablo viniera sentado en el asiento trasero, respirándole en la nuca. Sus manos, todavía manchadas de lodo sagrado de la excavación, apretaban el volante forrado en piel hasta que los nudillos se le pusieron blancos como el hueso.
No fuimos a la delegación. No fuimos a un hospital psiquiátrico, que era lo que necesitábamos. Fuimos al Búnker.
La sede de la Policía Judicial, ubicada en la calle General Gabriel Hernández número 56, en la colonia Doctores, era un monolito de concreto gris de cinco pisos que desafiaba la estética y la esperanza humana. Era una arquitectura brutalista, soviética en su fealdad funcional, diseñada por arquitectos que odiaban la luz del sol para intimidar al ciudadano y proteger al sistema de sus propias víctimas. A las dos de la mañana, el edificio parecía una colmena de avispas drogadas. Las luces amarillentas de las ventanas parpadeaban con una frecuencia que inducía migraña. En la rampa de acceso, patrullas sin rotular —Intrepids y Spirit chocados— escupían detenidos esposados, golpeados, con las camisas rotas, que eran arrastrados hacia los separos del sótano donde la ley no aplicaba. Abogados "coyotes" fumaban en la banqueta, buitres con trajes brillantes esperando clientes desesperados para devorar sus ahorros.
Martínez ignoró el protocolo de seguridad. Metió el Grand Marquis por el acceso exclusivo de funcionarios, casi atropellando a un guardia de seguridad privada que, al ver la placa dorada del Comandante a través del parabrisas, se cuadró por reflejo condicionado pavloviano.
—Raúl, escúchame —dije, tratando de romper su trance catatónico mientras bajábamos en espiral al estacionamiento subterráneo—. No podemos reportar esto por los canales normales. Si decimos que vimos muñecos vudú... nos van a encerrar o nos van a matar. —¡Cállate! —gritó, golpeando el tablero de madera falsa con el puño cerrado—. ¡Tú no entiendes cómo funciona esto, novato de mierda! Esto es una amenaza directa a un mando. Necesito protección institucional. Necesito hablar con el Licenciado Ávila.
Ávila. El Subprocurador. El hombre de confianza de Samuel del Villar. Un tecnócrata frío que usaba trajes de tres piezas importados y hablaba de "limpieza institucional" y "reingeniería de procesos" en las conferencias de prensa, mientras sus subordinados cobraban piso en Tepito y vendían plazas en la Judicial.
Subimos en el elevador privado, el que solo funcionaba con llave magnética. El silencio metálico zumbaba en mis oídos mientras los números de los pisos ascendían lentamente. Dejamos atrás los pisos bajos: el caos de barandilla, el olor a tinta fresca y sangre seca, el ruido de las máquinas de escribir tableteando denuncias falsas. Yo olía a drenaje, a lluvia ácida y a miedo antiguo. Martínez olía a sudor agrio y loción cara vencida. Éramos dos manchas de suciedad biológica ascendiendo hacia el cielo aséptico de la burocracia.
El elevador se abrió en el Piso Doce. El Olimpo.
El contraste fue un bofetón sensorial. Aquí no había linóleo roto ni paredes manchadas de café. El piso de Mando estaba alfombrado con una lana gruesa, color vino sangre, que devoraba el sonido de nuestras botas sucias. Las paredes estaban recubiertas de caoba barnizada que brillaba bajo luces indirectas. El aire acondicionado estaba a una temperatura gélida, quirúrgica, diseñada para conservar cadáveres frescos o carreras políticas muertas. No se oían gritos de detenidos, solo el murmullo high-tech de faxes y teléfonos de baja frecuencia. Era la opulencia del poder absoluto, financiada con el presupuesto que faltaba para la gasolina de las patrullas en las calles.
Caminamos hacia la oficina principal. La secretaria de guardia nocturna, una mujer que parecía un maniquí de Sears, ni siquiera intentó detenernos al ver la cara descompuesta y gris de Martínez. Entramos.
El Licenciado Ávila estaba detrás de un escritorio de caoba que parecía una pista de aterrizaje. La oficina era inmensa, con ventanales blindados que daban a la ciudad lluviosa, reduciéndola a un mapa de luces lejanas. No estaba solo; leía expedientes bajo la luz focalizada de una lámpara verde de banquero, con la calma de un reptil de sangre fría que sabe que la noche es larga y que él está en la cima absoluta de la cadena alimenticia.
—Comandante Martínez —dijo, sin levantar la vista, pasando una página con dedos manicurados y limpios—. Y el Agente Ayala. Me dicen en la entrada que vienen armando un escándalo. Que dispararon sus armas en la vía pública cerca del Zócalo, alterando el orden público.
Martínez se derrumbó. Literalmente. Sus piernas fallaron y se dejó caer en una silla de visita de piel italiana, temblando, manchando el reposabrazos beige con sus manos llenas de lodo negro del subsuelo. —Licenciado... nos están cazando. Hay una lista. Una secta. Tienen mi placa. Tienen mi número grabado en cera negra.
Ávila levantó la vista lentamente. Sus ojos eran canicas de vidrio inexpresivas detrás de unos lentes sin montura, ojos de tiburón financiero. —¿Una secta? —preguntó, con un tono de leve asco higiénico, como si Martínez hubiera traído estiércol de caballo a la alfombra persa—. Comandante, estamos en medio de una transición de gobierno difícil. La Jefa Robles quiere orden. No quiere cuentos de espantos ni excusas esotéricas para su incompetencia operativa.
—¡No son cuentos! Martínez sacó su Beretta y la puso sobre el escritorio pulido, un gesto de sumisión total que resonó clac en la madera preciosa, rayándola. —Fuimos al subsuelo de la Catedral. Tienen figuras de cera. Tienen al Santero, a la puta del Cine Ópera... y me tienen a mí.
Martínez se detuvo. Tomó aire, buscando la carta que salvaría su vida, aunque costara su alma. Miró al Subprocurador con ojos suplicantes de perro apaleado. —Y tienen a otro, señor. Tienen nombre y apellido.
El silencio en la oficina se volvió sólido, gelatinoso. Ávila dejó de jugar con su pluma Montblanc. —¿A quién? —preguntó, con voz suave, peligrosa.
—Al Magistrado Horacio Gamboa —soltó Martínez—. Del Segundo Tribunal Unitario. El que lleva los amparos contra los operativos de la Doctores.
Ávila se quitó los lentes lentamente. Limpió los cristales con un pañuelo de seda sacado de su bolsillo. —Gamboa... —murmuró, y una sonrisa imperceptible, casi cruel, cruzó su rostro pálido—. El viejo Gamboa. Ese hombre ha sido una piedra en el zapato para esta Procuraduría desde el terremoto del 85. Siempre bloqueando nuestras detenciones por "fallas al debido proceso".
Se levantó y caminó hacia la ventana blindada. Miró su reflejo superpuesto a la ciudad. —Así que... Gamboa está en riesgo —dijo, ya no con preocupación, sino con cálculo político frío—. La PGR ha estado presionando mucho últimamente. Si un Magistrado Federal de su calibre muere... sería una tragedia nacional. Pero también sería un vacío de poder muy conveniente para nosotros.
Se giró hacia nosotros. Ya no veía el peligro. Veía la oportunidad. Si un Magistrado Federal moría en su jurisdicción, era un problema de relaciones públicas. Pero si sabían que iba a morir y dejaban que sucediera... podía ser una herramienta política. O una moneda de cambio para negociar con la Federación.
—Martínez —dijo Ávila, con voz paternal, falsa como un billete de tres pesos—. Estás alterado. Estás hablando de brujería y muñecos. Necesitas descansar. —Necesito protección, señor. —Y la tendrás. Te asignaré una escolta de Grupo Especial. Te quedarás en la casa de seguridad de Tlalpan hasta que esto se aclare. Nadie te tocará.
Martínez exhaló, un sonido largo de alivio. El estúpido creyó que se había salvado. Creyó que el sistema lo estaba abrazando para protegerlo. —Gracias, señor. Gracias.
Entonces Ávila me miró a mí. Su expresión cambió. Ya no era el burócrata preocupado; era el cirujano que ha encontrado el tumor maligno que debe ser extirpado. Se volvió hielo seco. —Pero usted, Agente Ayala... usted es un problema.
—¿Yo? —pregunté, sintiendo cómo el suelo alfombrado se abría bajo mis pies. —Me han llegado informes —dijo, tamborileando los dedos rítmicamente sobre el expediente—. Me dicen que ha estado robando evidencia fotográfica de escenas del crimen. Que ha estado acosando a personal académico del Museo de Antropología con teorías conspiranoicas. Y ahora, esta noche, arrastra a un comandante respetado, un veterano condecorado, a un sótano inundado para buscar fantasmas y dispararle a las sombras como un drogadicto.
—Señor, el patrón es real —insistí, la desesperación agrietando mi voz—. Las coordenadas en el muslo de la víctima, el nudo de tendones...
—¡Basta! Ávila golpeó el escritorio con la palma abierta. El sonido fue un disparo seco en la acústica perfecta de la oficina. —No voy a permitir que un novato con delirios de detective de novela barata manche la imagen de esta institución en un momento tan delicado. Estamos limpiando la casa, Ayala. Y usted es una mancha de grasa en mi alfombra.
Presionó un botón en su intercomunicador. No hubo estática, solo una orden clara y digital. —Seguridad interna. Suban a mi oficina. Ahora.
La puerta se abrió segundos después. No entraron policías uniformados. Entraron dos agentes de Asuntos Internos. Gorilas con trajes mal ajustados que apenas contenían los músculos inflados con esteroides, con miradas muertas de tiburón blanco. —Quítenle la placa y el arma al Agente Ayala —ordenó Ávila, volviendo a leer sus papeles como si yo ya no estuviera ahí, como si yo fuera aire viciado.
Ni siquiera me pidieron que las entregara. Uno de ellos me inmovilizó los brazos por la espalda con una llave dolorosa, torciendo mi hombro hasta que grité. El otro metió la mano bajo mi saco, violando mi espacio personal, y arrancó la sobaquera de cuero de un tirón. El sonido de las correas rompiéndose fue humillante. Sentí el peso de la Beretta desaparecer, dejándome desequilibrado. Luego, fue por el cuello. Agarró la cadena de mi placa —mi "charola", el metal por el que había estudiado, por el que había tragado mierda y café quemado— y tiró de ella con violencia. La cadena se rompió, cortándome la piel de la nuca. El gorila le dejó caer los objetos sobre el escritorio de Ávila. Clanc. Clanc. Me sentí desnudo. Ligero de una forma insoportable. Castrado públicamente.
—Queda suspendido indefinidamente, Ayala —dijo Ávila, sin levantar la vista de mi placa, que brillaba bajo la lámpara—. Se le abrirá un expediente administrativo y penal. Si se acerca a una escena del crimen, si se acerca al Museo, o si abre la boca sobre "sectas" y "muñecos" con la prensa, lo voy a procesar. Obstrucción de la justicia. Daño a propiedad federal. Y le voy a sembrar suficiente basura en su casa para que no vuelva a ver el sol en diez años. ¿Me entendió?
El silencio zumbó en la habitación. Miré a Martínez. El Comandante estaba sentado a dos metros de mí. No me miró. Estaba estudiando el patrón geométrico de la alfombra con una fascinación fingida. Se veía avergonzado, sí, encogido en su silla, pero en la comisura de sus labios había algo peor: alivio. El alivio cobarde de ver cómo la guillotina caía sobre otro cuello. Me había vendido para salvar su propio pellejo. Me había entregado al sistema para que el sistema no se lo comiera a él. Un Judas hasta el final.
—Raúl... —susurré. Él cerró los ojos, negándose a ser testigo de mi ejecución social.
—Saquen a esta basura de mi edificio —escupió Ávila.
Los gorilas me arrastraron hacia la puerta. Mis talones se arrastraron por la alfombra de lujo, dejando surcos que alguien tendría que limpiar. Me sacaron al pasillo, me empujaron hacia el elevador de servicio y me escupieron a la calle como si fuera un hueso que se le atoró en la garganta a la Procuraduría.
Me sacaron a empujones por la puerta de servicio, arrojándome a la calle Gabriel Hernández como si fuera basura orgánica que apesta la cocina. Un empujón final, cobarde, por la espalda. Caí de rodillas en el pavimento mojado y grasiento. El impacto fue seco, brutal. La tela barata de mi pantalón se rompió y sentí cómo el asfalto, esa lija urbana llena de cristales rotos y escupitajos, me desollaba la piel de la rótula. El dolor físico fue agudo, un relámpago blanco, pero era un chiste, una caricia, comparado con el vacío abismal en mi cintura.
Sin arma. Sin placa. Sin aliados. La puerta de metal se cerró a mis espaldas con un clank definitivo. El sonido de una tumba sellándose.
Me levanté, temblando de una mezcla venenosa de hipotermia y rabia pura. El agua ácida me empapaba hasta los huesos, pegando la camisa a mi espalda, pero por dentro, algo ardía. Una fiebre negra. Miré hacia el edificio gris, hacia esa fortaleza de concreto soviético que se alzaba hacia la noche, hacia la ventana iluminada del quinto piso donde la cobardía se disfrazaba de "prudencia política". Imaginé a Martínez ahí arriba, bebiendo agua, secándose el sudor, agradeciendo a su santo por haber sacrificado al peón para salvar al alfil.
—Quédatelo, Raúl —susurré al viento helado, escupiendo una flema con sangre al suelo—. Quédate con tu jaula de oro y tu miedo. El frío debió haberme paralizado, debió haberme mandado a buscar un refugio, pero hizo lo contrario: me afiló. Me cauterizó. La burocracia me había desechado, masticado y escupido, y al hacerlo, sin saberlo, me había liberado. Ya no tenía que llenar informes por triplicado. Ya no tenía que pedir permiso para pensar. Ya no tenía que respetar la cadena de mando, porque la cadena se había roto.
Cerré los ojos y dejé que la lluvia borrara el ruido de la calle, el claxon de los taxis, el zumbido del Búnker. Mi mente regresó al sótano de la Catedral. Al silencio presurizado. Recordé el diorama de cera. Recordé la lección de Leonora en el museo, sus palabras resonando como un evangelio negro en mi cráneo: "El cuerpo es geografía. El sacrificio es orden."
Visualicé los muñecos malditos flotando en la oscuridad de mi memoria.
Visualicé los muñecos malditos. El Este: El Santero quemado. Fuego. Amanecer. (Cumplido. Sangre derramada). El Oeste: La Prostituta cubierta de polvo de teatro y cal. Tierra seca. Ocaso. (Cumplido. Ojos abiertos).
Quedaban dos. El equilibrio del universo, el Nahui Ollin, exigía las otras dos esquinas para sostener el cielo. Analicé el muñeco de Martínez. Cera desnuda, sólida, fría. Una placa oxidada colgando como un cencerro. ¿Qué representa la fuerza bruta en esta ciudad? El concreto. La piedra árida. El Norte seco y ventoso de las Torres de Satélite y los polígonos industriales. Martínez era la Piedra. El Mictlampa. El Norte.
Pero el otro... El Magistrado. La imagen me golpeó con la fuerza de una revelación eléctrica. La pequeña balanza de la justicia que colgaba de su cuello de cera no estaba vacía por descuido del escultor. Los platillos estaban llenos de lodo negro. Limo. Y la toga, hecha de retazos finos de seda judicial, estaba manchada de verde en el dobladillo, como alga de estanque estancado.
El Sastre no comete errores. El Sastre no deja manchas accidentales. Era una instrucción precisa. Una coordenada material. ¿Dónde hay lodo vivo y agua muerta en esta ciudad seca? ¿Dónde se ahoga la ley para volverse fango?
Saqué mi Guía Roji del bolsillo trasero. Era una masa de pulpa húmeda, deshaciéndose en mis manos, chorreando agua sucia. La abrí bajo la luz anaranjada y parpadeante de una farola. El papel se rasgó. Miré el mapa general como un soldado que mira el campo de batalla antes de la carga final. La ciudad de papel se disolvía bajo la lluvia, las calles y avenidas borrándose, dejando solo la verdad geográfica.
Al Norte, la mancha gris de Satélite y Tlalnepantla. (Piedra). Al Sur... Al Sur, la mancha azul y verde, el sistema vascular moribundo de los canales antiguos. El último vestigio del lago que nos negamos a secar por completo. El Sur. El Agua. Xochimilco. El Huitztlampa. El lugar de las espinas y la humedad.
Una sonrisa amarga, casi demente, se dibujó en mi rostro empapado. Si el Magistrado era el siguiente, el Sastre no lo llevaría a una oficina con aire acondicionado ni a un tribunal de mármol. Lo llevaría al agua. Lo devolvería al lodo primordial. Lo ahogaría en la historia.
Tenía el nombre de la víctima que el sistema decidió ignorar para "proteger la transición". Y ahora, tenía la dirección del matadero.
Guardé el mapa deshecho en mi pecho, pegado a la piel, cerca del corazón que latía con una arritmia furiosa. Caminé hacia la oscuridad de la colonia Doctores, alejándome del Búnker, alejándome de la luz de la ley. El Agente Ayala había muerto en esa oficina, asfixiado por el protocolo. Ahora solo quedaba Santiago. Y Santiago ya no buscaba justicia, ni ascensos, ni pensiones. Buscaba cazar.
Tenía una cita con el lago. Y el lago siempre tiene hambre.