La Fase Roja: Anatomía de un Fracaso


Portada de "La Fase Roja: Anatomía de un Fracaso" de Omar Escobedo, con una ilustración de un hombre con sombrero alto mirando una mesa con un cuerpo cubierto y cables eléctricos conectados. La escena es una calle oscura con una farola y un ambiente

Un corazón. Un riñón. Una matriz.

Para el mundo, fueron cinco asesinatos brutales en el East End de Londres. Para Víctor, fueron simplemente la lista de la compra.

Atrapado entre la genialidad médica y la locura alquímica, un científico caído en desgracia debe navegar por el laberinto de smog y vicio de la Londres victoriana. Su misión: construir el recipiente perfecto para una entidad que lleva siglos esperando nacer. Pero la carne tiene memoria, y los órganos robados de las calles no se dejan coser sin pelear.

Esta no es una historia de fantasmas. Es una autopsia de la ambición humana, donde el bisturí es la única ley y la sangre es el único combustible.

Índice


I. La Geografía de la Necrosis
II. El Descenso al Drenaje
III. El Deseo: The Ten Bells
IV. El Fracaso: El Ensayo Técnico
V. Éxito Parcial: La Cosecha
VI. Crisis / Intervención: El Doble Evento
VII. Maestría: La Gran Obra
VIII. Huida: La Salida De Londres
IX. El Expreso De La Carroña
X. El Santuario Del Artífice
XI. Magnum Opus
XII. El Veredicto de la Hibris
Omar Escobedo Omar Escobedo

1. La Geografía de la Necrosis

Ingolstadt, Baviera

El laboratorio de Ingolstadt ya no olía a la promesa eléctrica del triunfo; el aire se había cuajado, denso y sebáceo, saturado con el hedor químico del formol oxidado y la fermentación butírica de una tumba violada antes de tiempo. Yo estaba sentado frente a la chimenea, cuyos rescoldos morían asfixiados por el hollín graso, ocultando mis notas entre las grietas del suelo empapado en reactivos. El "Diario de la Resurrección" ardía página por página; el pergamino se retorcía como dermis viva al contacto con el calor, liberando volutas de humo negro que sabían a pelo quemado. No estaba destruyendo mi trabajo; estaba borrando la evidencia forense de mi profanación teológica.

Miré hacia la esquina de la habitación, donde la oscuridad parecía haber ganado masa y textura. Allí, hundido en mi sillón de terciopelo carmesí con una elegancia que desafiaba su propia hipertrofia grotesca y sus articulaciones desproporcionadas, estaba Él. No era mi "Hijo". No era mi "Adán". Era mi Patrón, y yo su sastre incompetente.

Sus ojos, dos pozos de icor amarillo biliar, brillaban con la paciencia geológica de un depredador que ha visto la entropía devorar imperios enteros y espera, aburrido, a que caiga el siguiente. No respiraba. Su pecho, una jaula torácica expandida a la fuerza mediante costillares ajenos, permanecía estático, insultantemente inmóvil; su biología no requería la oxigenación vulgar de los vivos.

​—Este traje me aprieta, Víctor —dijo. Su voz no era el gorgoteo gutural de un cadáver reanimado; era un infrasonido de barítono suave, aterciopelado y preternatural, que no entraba por el oído, sino que resonaba directamente en mi tronco encefálico, haciendo vibrar mis muelas con la frecuencia de un violonchelo desafinado tocado en una cripta sellada al vacío.

Levantó la mano izquierda con un movimiento lento, carente de fricción, casi hidráulico. Una costura en la muñeca, suturada con hilo de tripa de gato reforzado, se había abierto. La piel circundante no estaba roja por la inflamación vital; estaba grisácea, apergaminada, con los bordes retraídos y secos como hojas de otoño. Debajo, el hueso del cúbito brillaba, expuesto y calcáreo. No sangraba; la herida soltaba un polvo fino, seco, como esporas de moho antiguo.

​—La costura es vulgar —sentenció, frotando el pulgar contra el tejido muerto con un sonido de papel de lija raspando hueso—. La carne es barata. Caduca.

Me acerqué a él, arrastrando los pies, no con el orgullo de un padre, sino con la sumisión temblorosa de un médico forense que sabe, con horror científica, que el cadáver en la mesa de autopsias lo está observando. El olor que emanaba de su cuerpo —una mezcla de ozono eléctrico y tierra de subsuelo profunda— me provocó una arcada seca.

​—Es rechazo de tejido sistémico —balbuceé, mis dedos enguantados trazando el borde de la necrosis sin atreverme a tocar la piel. Se sentía el frío radiando de él, una hipotermia agresiva que absorbía el calor de la chimenea—. Tu energía... el voltaje que te anima... es demasiado alto para este cableado biológico. Quema las uniones celulares. Usé hilo de tripa reforzado y músculo de cadáveres frescos, cosechados en el rigor temprano, pero...

​—Pero son... humanos —me interrumpió con un desdén que heló la condensación en las ventanas—. Y yo soy... otra cosa. Yo soy la Ecuación que tu biología no puede resolver.

Se puso de pie. El movimiento fue una violación de la física newtoniana; un borrón de velocidad que mi retina apenas pudo registrar. En un parpadeo, su mano, fría y dura como el granito de un mausoleo en invierno, se cerró alrededor de mi garganta, comprimiendo mi laringe justo por encima del hueso hioides.

​—No me creaste, creador —susurró, acercando su rostro, un mapa de cicatrices y tejido de granulación fallido, al mío. Su aliento no olía a descomposición; olía a cobre, a sal y a polvo de siglos—. Me despertaste.

Me soltó, dejándome caer sobre la alfombra raída. El aire volvió a mis pulmones con un silbido doloroso, sabiendo a pánico.

​—Me encontraste en esa cripta sin nombre sellada con plomo y cadenas de hierro consagrado bajo la abadia. Creyiste que eran piezas sueltas, un rompecabezas biológico esperando tu genio. Fuiste tan arrogante, tan cegado por tu propia hibris, que pensaste que tu galvanismo barato me dio la consciencia.— Se rió, un sonido seco, como la tapa de un ataúd rompiéndose bajo el peso de la tierra. ​—Tu rayo solo fue el catalizador. La llave. Yo soy un motor termodinámico que llevaba eras apagado. Y tú... tú me has puesto neumáticos de bicicleta.

Tenía razón. La verdad científica me golpeó con la fuerza de un trépano. No había inventado nada; solo había hecho reparaciones chapuceras en una entidad que la historia había intentado olvidar mediante el Damnatio Memoriae. Había conectado cables en una máquina cuyo combustible desconocía.

​—Necesito un envase que dure —exigió, arañando su propio pecho donde la piel comenzaba a adquirir el tono negro de la gangrena seca, descascarándose bajo sus uñas duras como el vidrio—. Este cuerpo se deshace. La autólisis avanza no por bacterias, sino porque la materia bariónica no soporta la presión de mi... hambre. Me estoy consumiendo desde dentro.

​—Necesito materiales mejores —admití, temblando, mi mente de cirujano buscando soluciones en el pánico, tratando de diagnosticar lo imposible—. Aquí en Ingolstadt solo tengo campesinos malnutridos y ladrones sifilíticos. Su carne es débil, carente de densidad ósea, consumida por el trabajo y la hambruna. No aguantan tu... temperatura.

​—Entonces busca un mejor mercado —ordenó, su sombra proyectándose sobre el mapa de Europa colgado en la pared, cubriendo el continente como una mancha de aceite negro.

Me levanté y fui hacia el mapa. Mis dedos, manchados de tinta y ceniza, temblaban. La lógica médica tomó el control del miedo. ​—Necesito órganos que hayan resistido el vicio —murmuré, entrando en el trance del Artífice—. Hígados endurecidos por el alcohol hasta parecer cuero, corazones hipertrofiados que hayan bombeado adrenalina y miedo constante. Carne curada en la inmundicia industrial, resistente, fibrosa. Necesito tejido que ya conozca el sufrimiento para que no se rompa cuando tú lo habites.

Mi dedo cruzó el canal de la Mancha y se detuvo sobre una mancha de tinta negra que representaba la capital del mundo moderno. ​—Londres.

La Criatura se acercó, el suelo crujiendo bajo su peso antinatural. Miró el punto geográfico con una intensidad que casi quemaba el papel. Sus fosas nasales se dilataron, como si pudiera oler la sangre a través de la cartografía. ​—¿Londres?

​—El matadero más grande del mundo —dije, sintiendo una extraña excitación, la libido sciendi de la ciencia oscura reemplazando mi moral—. Allí la gente no muere; se erosiona. En los barrios del Este, encontraré piezas que ya están curtidas en vida por el smog, el arsénico y la miseria. Y encontraré... Dudé. La palabra se atascó en mi garganta, pesada.

​—¿Qué? —presionó él. Sentí su voluntad taladrando mi lóbulo frontal, una migraña repentina detrás de mis ojos.

​—El Molde. La mujer perfecta.

La criatura sonrió. Sus labios, retraídos por la desecación facial, mostraron dientes que habían sido limados, pero que empezaban a crecer de nuevo, afilados y amarillentos como el marfil de un depredador olvidado. —Bien. Iremos a Londres. Tú serás mis manos, Víctor, porque mis dedos tienen demasiada fuerza; aplastan el bisturí en lugar de guiarlo. Tú cortarás. Tú coserás. Tú serás el arquitecto de la víscera.

Se ajustó la capa raída para cubrir el hombro donde el húmero amenazaba con perforar la piel muerta como una estaca saliendo desde dentro. Me miró con una seriedad abismal.

Pero recuerda: no estamos yendo solo a repararme. Un solo cuerpo no basta para contener lo que soy. Soy fuego, Víctor, y el fuego necesita un hogar.— Señaló mi pecho, justo donde late el corazón. —Necesito un ancla. Un polo negativo para mi positivo. Si no me construyes una Novia, una matriz que equilibre mi carga... seguiré quemando cualquier cuerpo que me des en cuestión de semanas. Necesito la Boda Química.

Asentí, comprendiendo el horror de la termodinámica aplicada. No era compañía lo que buscaba; era estabilidad estructural.

Iremos de compras —concluyó él—. Y si fallas... usaré tus propios intestinos para atarme las botas.

Salimos esa misma noche. La puerta del laboratorio se cerró no con un golpe, sino con el silencio definitivo de una tumba sellada. No dejábamos atrás un hogar; dejábamos atrás la inocencia. Víctor había muerto en la mesa de operaciones de Ingolstadt, disuelto en su propio fracaso. Lo que subió al carruaje hacia Calais ya no era un hombre; era un instrumento afilado, una herramienta quirúrgica que buscaba carne en la niebla, gestando una nueva identidad en la oscuridad de su mente fracturada.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

2. El Descenso al Drenaje

Londres, Inglaterra

El viaje no fue un desplazamiento geográfico; fue una catábasis térmica. Cruzamos el canal como quien cruza el Estigia, pero el barquero no pedía monedas, pedía la integridad de nuestros pulmones. Londres nos recibió no con fanfarrias imperiales, sino con el abrazo asfixiante de su propia halitosis industrial. El aire tenía densidad; una suspensión coloidal de partículas de carbón y desesperación que se adhería a la mucosa de la garganta como una segunda piel.

El primer contacto fue el Puerto. El Támesis no fluía; se arrastraba, una arteria coagulada de lodo marrón, aceite de ballena y excremento imperial. Era un fluido no newtoniano, espeso por la historia disuelta. Desde el puente, vi el comercio en su estado más crudo. Estibadores con espaldas deformadas por la hipertrofia de la carga descargaban fardos de especias de la India que, en ese aire viciado, no olían a exotismo, sino a podredumbre dulce y fermentación.

En los muelles, bajo la mirada indiferente de las grúas oxidadas que parecían esqueletos de dinosaurios industriales, un círculo de hombres rugía. Dos marineros, con el torso desnudo y brillante de una película de sudor graso y sebo, se golpeaban a nudillo limpio. No era deporte; era trauma recreativo. Vi cómo la nariz de uno estallaba en un spray rojo, una nebulización de sangre arterial, y la multitud vitoreó con el hambre de los perros.

Ablandan la carne antes de que la ciudad se la coma. El cartílago cede con un chasquido húmedo. Delicioso. —susurró la voz en mi estribo, una vibración fría en mi oído medio que disfrutaba de la acústica de la fractura.

El carruaje avanzó, dejando atrás la cloaca abierta del río para adentrarse en el West End. Aquí, la ciudad llevaba una máscara de porcelana. Las avenidas de Mayfair eran amplias, diseñadas aerodinámicamente para que la brisa dispersara el miasma. Pasamos junto a mansiones de piedra blanca que parecían pasteles de bodas calcificados. Vi a las damas con vestidos de seda que costaban más que la vida útil de un niño en el este, paseando perros falderos genéticamente inútiles, aberraciones de la cría selectiva.

La opulencia actuaba como un vendaje de gasa estéril sobre la herida gangrenosa del mundo. Pero el horror estaba en la micro-gestión de la inmundicia: barrenderos encorvados corrían delante de los carruajes de los ricos, recogiendo el estiércol de los caballos con las manos desnudas para que las ruedas de los señores no se mancharan. Los aristócratas pasaban sin mirarlos, como si los barrenderos fueran parte del mobiliario urbano, autómatas de carne barata programados para procesar heces.

—Míralos —siseó el Parásito, inyectando desdén directamente en mi corteza cerebral—. Se creen asépticos. No saben que bajo la seda sus glándulas sudoríparas excretan la misma urea que los cerdos. Su vanidad es una costra fina sobre la misma necrosis.

Entonces, cruzamos el umbral. Aldgate. La frontera celular. La arquitectura cambió bruscamente con la violencia de una displasia arquitectónica. Ya no era victoriana; era tumorosa. Las chimeneas de las fábricas se alzaban como fístulas de ladrillo negro, inyectando humo de carbón directamente en la garganta del cielo, provocando una cianosis perpetua en el horizonte. No había sol, solo una mancha de pus difusa y pulsante detrás de la niebla amarilla, esa "sopa de guisantes" que sabía a azufre, a metal oxidado y a pulmones disueltos.

Entramos en el tejido necrótico. Whitechapel. El intestino grueso del Imperio.

Aquí, la hostilidad no era solo ambiental; era una presión barométrica social. La atmósfera vibraba con la tensión de una jaula superpoblada donde las ratas han comenzado a comerse unas a otras. Las casas se inclinaban unas contra otras como dientes podridos en una encía enferma, rezumando una humedad que olía a salitre y orina antigua. El carruaje tuvo que reducir la velocidad, vadeando una marea humana espesa. Rostros consumidos por el raquitismo y la avitaminosis se giraron para mirarnos. No había curiosidad en sus ojos hundidos; había cálculo depredador. Nos miraban como leucocitos atacando a un cuerpo extraño.

—Xenofobia biológica —clasificó la voz, analizando los niveles de cortisol en el aire—. Saben que no pertenecemos a este cultivo. Huelen nuestra salud y la odian como el virus odia la vacuna.

En una esquina, a plena luz del día, vi a un niño de no más de diez años rajar el bolsillo de un anciano con una navaja oxidada. El movimiento fue quirúrgico. El anciano gritó, pero la gente no se detuvo; fluyeron alrededor del incidente como agua negra alrededor de una piedra, acostumbrados a la entropía social. Un policía, parado a tres metros, se ajustó el casco y miró hacia otro lado, golpeando rítmicamente su porra contra el muslo. No estaba allí para proteger a los ciudadanos; estaba allí como un cuidador de zoológico, asegurándose de que las bestias no saltaran la valla de contención hacia la zona rica. El crimen era el ecosistema natural; la ley era solo una sugerencia lejana y atrofiada.

—Biomasa descontrolada —continuó la voz, anulando mi empatía con un interruptor químico—. Aquí la vida no tiene valor de mercado, Víctor. Eso es bueno. La inflación de la carne está baja. Sigue buscando. Necesitamos piezas.

Nos alojamos en un cuarto en Dorset Street. El casero le llamaba "apartamento"; yo lo clasifiqué taxonómicamente como nicho de descomposición. Las paredes sudaban. Literalmente. Una condensación aceitosa, rica en lípidos vaporizados de la cocina vecina, resbalaba por el papel tapiz. El papel se despellejaba en tiras húmedas, revelando el yeso mohoso debajo como una dermis en fase de putrefacción avanzada. El olor era un miasma complejo: una mezcla de repollo hervido, amoníaco de orina vieja y el sudor rancio de las mil fiebres tifoideas que habían habitado esa cama antes que yo.

Dejé mi maletín sobre el colchón de paja, que crujió como huesos secos. Me sentía observado. No había nadie en la habitación, pero el espacio estaba saturado por Su presencia. El aire se volvió gélido, una anomalía térmica localizada, un punto frío de 5 grados rodeando mi cuerpo. Al mirarme en el espejo manchado de óxido y nitrato de plata, no vi mi reflejo; vi la superposición de Su hambre sobre mis facciones. Mis pupilas estaban dilatadas por una midriasis que no respondía a la luz de gas, sino a la sed de sangre ajena.

—Sal —ordenó la presión en mi cráneo, empujando mis funciones motoras como un titiritero sádico manipulando un cadáver fresco. —La noche es un útero dilatado y nosotros tenemos los fórceps.

Salí. Mis botas golpearon los adoquines con el ritmo de un metrónomo fúnebre. Caminé hacia el epicentro del vicio, guiado no por un mapa, sino por el olor a ginebra barata y a calor humano concentrado. Llegué a la esquina de Commercial Street y Fournier Street. Delante de mí, la fachada del pub brillaba con una luz de gas enferma, pulsando rítmicamente como un órgano infectado y expuesto en medio de la oscuridad torácica de la ciudad.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

3. El Deseo: The Ten Bells

El aire dentro de The Ten Bells no era una atmósfera respirable; era un caldo de cultivo anaeróbico, una suspensión coloidal de fracaso humano mantenida a temperatura corporal por el hacinamiento febril. Una niebla densa, casi táctil, compuesta por el humo graso del tabaco negro, el vapor amoniacal que subía desde el serrín del suelo —una pasta húmeda de escupitajos, cerveza derramada y orina de rata que fermentaba bajo las suelas— y el hedor químico, punzante como una aguja hipodérmica, de la ginebra adulterada con trementina y ácido sulfúrico. Al inhalar, sentía cómo las partículas de esa mugre se depositaban en mis propios alvéolos, una comunión involuntaria y sucia con la plebe, cubriendo mi epitelio respiratorio con una película de hollín y desesperanza.

Yo estaba de pie junto a la columna de hierro fundido, lejos de la barra pegajosa, protegiendo mi levita de cachemira de las salpicaduras de ese ecosistema infecto. No estaba allí para beber. Estaba allí realizando un inventario de biomasa.

A mi derecha, la tensión social vibraba en baja frecuencia, un zumbido de infrasonido generado por el miedo colectivo. En una mesa cercana, bajo una nube de humo que parecía ectoplasma enfermo, un grupo de estibadores discutía en voz baja. —Fue en George Yard —susurró uno, con los nudillos blancos sobre su pinta—. A la pobre Martha. —Treinta y nueve veces —interrumpió otro, escupiendo al suelo con una mezcla de asco y terror—. La apuñalaron treinta y nueve veces. Eso no fue un hombre, fue una jauría de perros. O un soldado borracho que perdió la cabeza. —No hay seguridad, les digo. Las calles están malditas.

Sentí una punzada de desprecio intelectual en mi diafragma. Hablaban de Martha Tabram. Una carnicería vulgar. Un acto de frenesí sin propósito, un desperdicio de energía cinética y fluidos preciosos. Quienquiera que lo hubiera hecho era un bruto, un animal que golpeaba la carne hasta destruirla, ignorando la simetría sagrada de la anatomía. Yo no era como ellos. Yo no destruiría; yo recolectaría. Sonreí interiormente. El pánico por ese asesino tosco era mi mejor aliado. La policía buscaba a un maníaco que apuñalaba a ciegas; jamás sospecharían de un caballero que disecciona con la frialdad de un relojero. El caos de ellos sería mi camuflaje.

A mi alrededor, la "humanidad" se dedicaba a su lenta destrucción con una eficiencia industrial. No veía personas divirtiéndose; veía máquinas biológicas vertiendo disolvente corrosivo en sus propios depósitos de combustible, acelerando su propia entropía. Mis ojos, entrenados en la disección y la patología forense, escaneaban la sala no como un observador social, sino como un calibrador frío buscando una pieza de repuesto en un desguace de chatarra orgánica.

A mi izquierda, una mujer de unos cuarenta años reía con la boca abierta, la cabeza echada hacia atrás, exponiendo una garganta flácida. —Inviable —diagnostiqué al instante, sintiendo una náusea intelectual. Su piel tenía el tinte amarillento, casi verdoso bajo la luz de gas, de la ictericia obstructiva avanzada. No era un color; era un síntoma gritando fallo hepático. Su hígado ya no era un filtro; era una piedra de tejido cicatricial, un nódulo duro y fibroso nadando inútilmente en un abdomen distendido por la ascitis. Si la abriera en este momento, no encontraría órganos viables, sino litros de líquido seroso, purulento y fétido. Basura metabólica envuelta en harapos.

Más allá, un estibador tosía violentamente sobre su pinta de cerveza negra. El sonido no era una tos; era una crepitación profunda, cavernosa, el ruido húmedo de papel de lija frotado contra hueso mojado. Antracosis. Sus pulmones ya no eran sacos de aire elásticos; eran bolsas rígidas de polvo de carbón y tejido fibroso calcificado. Si intentaba usar ese tórax para mi Eva, colapsaría al primer intento de respiración galvánica. El tejido estaba esclerosado, carente de la elasticidad alveolar necesaria para sostener la chispa vital. Carne muerta que aún caminaba por inercia química.

Y luego... la vi a ella. La chica en la esquina, negociando el precio de su anatomía con un marinero. Desde lejos, parecía una promesa. Su estructura ósea era delicada, la curva de su cadera sugería una pelvis funcional, ancha, diseñada para la vida. Me acerqué un paso, agudizando la vista bajo la luz sibilante y enfermiza del gas, sintiendo un leve aleteo de esperanza en mi pecho. Entonces giró el rostro.

Vi su perfil. El puente de su nariz no existía; estaba hundido, colapsado hacia adentro en una concavidad obscena. —Nariz en silla de montar —murmuré, con una mueca de asco físico que me tensó los músculos de la mandíbula. Sífilis terciaria. La Treponema pallidum no estaba dormida; estaba banqueteándose. La espiroqueta ya había devorado el cartílago nasal y, con toda probabilidad, estaba perforando la lámina cribosa del hueso etmoides, avanzando hacia el lóbulo frontal. Su sangre era veneno. Su cerebro, una esponja ablandada por la paresia general, llena de agujeros microscópicos. No era una mujer; era una placa de Petri caminando, cultivando la locura en su propio cráneo.

Un borracho tropezó conmigo, derramando su bebida sobre mi bota. El contacto fue eléctrico, repulsivo. Lo empujé con una fuerza calculada, sintiendo bajo la tela barata y grasienta de su abrigo la falta absoluta de tono muscular, la flacidez gelatinosa de la desnutrición alcohólica. —¡Cuidado, guapo! —balbuceó, sonriendo. Sus encías sangraban, moradas, hinchadas y retraídas. Piorrea y escorbuto urbano. Su aliento me golpeó en la cara: una ráfaga caliente de acetona, dientes podridos y fermentación butírica.

Me limpié la manga con furia contenida, deseando poder amputarme el brazo para evitar el contagio. Me sentía estafado. Londres era un matadero, sí, el más grande del mundo, pero uno de pésima calidad. La pobreza y el vicio eran escultores mediocres; arruinaban el material antes de que estuviera listo para la cosecha. Necesitaba un hígado que no fuera piedra. Necesitaba sangre que no fuera un caldo de cultivo bacteriano. Necesitaba una dermis que no tuviera las marcas de la viruela o los chancros del pecado esculpidos en la carne.

Miré a la multitud. Cientos de cuerpos, toneladas de carne caliente, sistemas circulatorios bombeando, corazones latiendo... y ni una sola onza de Materia Prima digna de mi bisturí. Eran chatarra biológica. Desechos. La frustración me subió por la garganta como bilis negra.

—Basura —siseó la voz de la criatura en mi base craneal, un pensamiento intrusivo que olía a tierra antigua—. Si usas esto, construirás un monstruo que se pudrirá antes de despertar. Necesitas pureza, Víctor. Y la pureza aquí no se encuentra; se caza.

Salí a la calle, al frío húmedo de Commercial Street. La niebla se cerró a mi alrededor como una venda sucia y gris, pegándose a mi piel. La conclusión llegó a mi mente con la claridad de un cristal rompiéndose: La "muerte natural" en este barrio no era un final limpio; era un proceso de putrefacción en vida. Si quería pureza, si quería un cuerpo en la plenitud de su anabolismo, con el colágeno tenso y los órganos limpios... tendría que interceptarlo antes de que la ciudad lo tocara. Antes de que la enfermedad lo marcara.

No podía ser un recolector. Tenía que ser un cazador. Y para eso, tendría que aprender a matar sin dañar el envase. Tendría que aprender la evisceración culinaria.

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4. El Fracaso: El Ensayo Técnico

La caza no comenzó con una decisión; comenzó con una vibración. Mis manos, enguantadas en cabritilla negra, no temblaban por un espasmo de moralidad residual; vibraban por resonancia simpática. Era la frecuencia de una presencia ajena anidada en mi cerebelo, enviando impulsos eléctricos contradictorios a mis nervios motores, convirtiendo mis dedos en diapasones afinados con la frecuencia del asesinato.

Caminé por Whitechapel Road, escaneando la niebla amarilla que convertía a los transeúntes en espectros de hollín. Buscaba debilidad. Buscaba aislamiento.

Entonces la vi. Polly Nichols.

No era una mujer; era un naufragio biológico a la deriva. Caminaba con una ataxia severa, tambaleándose en la oscuridad absoluta de Buck's Row como un barco con la quilla rota y las velas podridas. Su silueta se recortaba contra la pared de ladrillo húmedo, vulnerable, sola.

La seguí. Mis botas golpeaban el empedrado con un ritmo que intenté sincronizar con el suyo para enmascarar mi presencia. Clac-arrastra-clac. El sonido de mi propia respiración me parecía ensordecedor, un fuelle asmático en el silencio de la madrugada.

Mírala —susurró la Voz en mi oído interno, una presión fría y burlona que comprimía mi glándula pineal—. Es carne estropeada, Víctor. Huele a ginebra barata, a carbón y a fracaso sistémico. Su hígado es una piedra pómez y su sangre es vinagre. Pero servirá para que te manches las manos.

Me detuve un instante, la duda paralizándome bajo una farola parpadeante. ¿Era esto ciencia? ¿Era esto necesario?

No pienses. Caza. —La orden fue un latigazo en mi voluntad.

Aceleré el paso. La alcancé en la esquina más oscura, donde las sombras de los almacenes se tragaban la poca luz de la luna. Ella se giró al oír mis pasos. No hubo miedo en sus ojos, solo la fatiga infinita de quien ha negociado su supervivencia demasiadas veces. Me miró, evaluando mi levita, mi sombrero, mi limpieza. Confundió mi asepsia con riqueza.

Sonrió, mostrando encías retraídas y dientes negros por la caries. Su aliento me golpeó en la cara: una nube tóxica de etanol fermentado, tabaco rancio y podredumbre dental.

—¿Tienes algo para mí, cariño? —graznó, su voz una lija sobre madera seca—. ¿Un penique para una cama?

Mi mano se cerró sobre el mango del bisturí en mi bolsillo. Estaba sudando frío. Mi corazón galopaba contra mis costillas, una taquicardia vergonzosa.

—Tengo... —mi voz salió estrangulada, demasiado alta, ridícula—. Tengo tu eternidad.

Ella frunció el ceño, confundida por la retórica. Fue mi momento.

Saqué el bisturí de disección número 10. Una hoja curva, pequeña, ridícula. Diseñada para separar tejidos finos en un laboratorio estéril bajo luz eléctrica, no para abrir gargantas en un callejón sucio. Brilló un instante, un destello de plata inútil en la oscuridad.

Ataqué.

Fue un desastre balístico inmediato. No hubo elegancia. No hubo precisión.

Me abalancé sobre ella con la torpeza de un académico. Mi mano izquierda buscó su boca para acallar el grito, pero resbaló en el sudor graso de su mejilla. Ella se sacudió, sorprendida, no por el dolor, sino por la incompetencia del asalto.

La hoja del bisturí encontró su cuello. Pero la piel humana no es el papel de mis libros de texto. Es cuero vivo, elástico, resistente, curtido por la intemperie y la suciedad incrustada en los poros. El filo resbaló sobre la dermis endurecida, haciendo un corte superficial, una línea roja que apenas sangró.

Nichols intentó gritar. El sonido se ahogó en un gorgoteo húmedo cuando mi mano, impulsada por el pánico ciego, aplastó su laringe en lugar de cortarla. Sentí el cartílago cricoides crujir bajo mis dedos, pero no romperse. Ella luchaba, sus uñas arañando mis muñecas, su cuerpo debatiéndose con una fuerza animal que no esperaba.

¡Torpe! —siseó la voz, inyectando cortisol directamente en mi flujo sanguíneo, inundando mi cerebro con la química de la vergüenza—. Corta profundo, imbécil. Deja de dibujar y empieza a matar.

Tuve que abandonar la técnica. Tuve que usar las dos manos. Tuve que aserrar.

No fue una cirugía; fue una fricción violenta, desesperada, contra la resistencia del músculo esternocleidomastoideo. Empujé con todo mi peso. La hoja mordió finalmente. La carótida estalló.

No goteó; proyectó.

La sangre salió a presión arterial completa a 120 mmHg, un spray caliente, ciego y ferruginoso que me bañó la cara y entró en mi boca abierta por el esfuerzo. El sabor fue un shock eléctrico: cobre, sal y el dulzor rancio de la digestión alcohólica. Tuve arcadas, escupiendo la vida de Polly Nichols sobre mi propia pechera.

¡Bebe! —ordenó la presencia, excitada por el olor del cruor fresco, haciendo que mis propias pupilas se dilataran en la oscuridad hasta doler—. Siente el calor. Eso es vida, pequeño alquimista. No la desperdicies.

El cuerpo cayó pesadamente, un saco de huesos que golpeó los adoquines con un ruido sordo. Me arrodillé sobre ella, limpiándome los ojos con la manga empapada en sangre, luchando contra la náusea y contra el intruso que reía en mi mente. —Concéntrate —me ordené, hiperventilando—. El útero. Verifica la viabilidad.

Intenté realizar la laparotomía. Fue imposible. La ropa de lana barata y los corsés sucios formaban una armadura de tela. Cuando logré llegar a la piel del abdomen, el bisturí #10 ya había perdido el filo contra el cartílago de la garganta. Era un trozo de metal romo. Hice cortes en zigzag, rasgando el panículo adiposo amarillo en lugar de separarlo limpiamente. Era una carnicería sin ciencia. No podía ver nada. La sangre negra llenaba la cavidad abdominal antes de que pudiera abrirla. Mis manos resbalaban sobre la grasa y las vísceras calientes que se negaban a salir.

—Mírate —la risa de la criatura resonó dentro de mis oídos, un acúfeno doloroso que tapaba el ruido del viento—. Eres un niño jugando con la comida. Buscas órganos con un palillo de dientes. Rómpela. Ábrela con las manos.

Entonces escuché pasos. Botas pesadas sobre grava. El ritmo inconfundible de un policía. El miedo a la horca superó a la ambición científica. Me levanté, jadeando, cubierto de fluidos ajenos que ya empezaban a enfriarse y volverse pegajosos. Miré mi obra: un destrozo. Un insulto a la anatomía. Había matado, pero no había cosechado nada.

Hui hacia las sombras de Brady Street, corriendo como una rata de alcantarilla. Pero no podía dejarlo atrás. Él corría conmigo, dentro de mí, compartiendo mi ritmo cardíaco. Mientras me refugiaba en un portal oscuro para recuperar el aliento, sentí su desprecio goteando como ácido clorhídrico sobre mis circunvoluciones cerebrales.

—Patético —sentenció la voz, desvaneciéndose lentamente hacia el fondo de mi subconsciente como una marea negra—. Querías ser Dios, Víctor, y ni siquiera sirves para carnicero. La próxima vez, trae herramientas de hombre. O déjame salir a mí.

Me refugié en un callejón transversal, limpiando mis dedos con un pañuelo que ya estaba saturado. Pero la ciudad no me dio tregua. Londres no dormía; estaba teniendo una pesadilla con los ojos abiertos. A pocas calles de distancia, el silencio se rompió. No fue un grito, fue una detonación social. El silbato del policía que había descubierto mi obra rasgó el aire húmedo, agudo, histérico, repetitivo. Piiii-piiii-piiii. En segundos, otros silbatos respondieron desde la oscuridad, una red de señales que se cerraba.

Me pegué a la pared de ladrillo, observando desde las sombras. Las ventanas de los edificios de vecindad se iluminaron una a una, ojos amarillos abriéndose en la fachada negra. —¡Es en Buck's Row! —gritó una mujer desde un segundo piso, con una mezcla de terror y excitación lasciva—. ¡Han degollado a otra!

Lo que siguió no fue la huida de la gente, sino la atracción gravitatoria del desastre. Vi a hombres salir de las tabernas, todavía con las jarras en la mano. Vi a mujeres en camisón asomarse a los portales. No corrían lejos del peligro; corrían hacia él. El cadáver de Polly Nichols no era una tragedia; era una atracción de feria gratuita. Una turba se formó en la entrada de la calle, empujando contra el cordón policial improvisado. Querían ver. Querían oler. —¡Déjanos pasar! —bramaba un estibador—. ¡Tenemos derecho a ver al diablo!

A la mañana siguiente, la infección se había extendido al papel. Caminé hacia mi refugio intentando parecer invisible, pero las calles estaban empapeladas de pánico. Los voceadores de periódicos no vendían noticias; vendían histeria al por mayor. —¡Edición especial del Star! ¡Horror en Whitechapel! ¡Maníaco suelto! Compré un ejemplar con manos que aún olían fantasmagóricamente a hierro. Leí los titulares bajo la luz gris de la mañana. La tinta estaba corrida, sucia, como si las palabras mismas estuvieran infectadas.

"UN ASESINATO DE CARÁCTER INHUMANO". "EL ASESINO DE WHITECHAPEL GOLPEA DE NUEVO".

Me detuve en una esquina. La gente leía en grupos, apiñada. El miedo los hacía buscar calor corporal, pero sus ojos estaban llenos de sospecha. —Dicen que es "Delantal de Cuero" —susurró una lavandera a otra, señalando con la barbilla a un zapatero judío que pasaba apresurado—. Ese que cobra protección a las chicas. —No —respondió la otra, persignándose—. Esto no es de un matón. El periódico dice que la abrieron. Que intentaron... buscar algo.

Sentí una mezcla de náusea y validación. Mi fracaso técnico, mi carnicería chapucera, estaba siendo interpretada por la masa ignorante como la obra de un demonio o de un genio maligno. Nadie hablaba de un estudiante de medicina que olvidó el cuchillo adecuado; hablaban de un "Monstruo". La ciudad me estaba construyendo una leyenda antes de que yo hubiera terminado mi primera lección.

Un grupo de policías pasó marchando, golpeando sus porras contra las piernas con frustración impotente. Detenían a cualquiera que pareciera "extranjero" o "extraño". Vi cómo arrastraban a un pobre diablo solo porque su abrigo tenía manchas de grasa. —¡Soy carnicero! ¡Es sangre de cerdo! —gritaba el hombre. —Eso lo dirá el juez —respondió el sargento, empujándolo.

Me ajusté el cuello de la levita. Mi maletín, ahora vacío de órganos pero lleno de instrumental sucio, pesaba como un ancla. La incompetencia de mi acto había desatado una sepsis social. La desconfianza era el nuevo clima de Londres. Pero había una ventaja en este caos: mientras buscaran a un "Delantal de Cuero", a un bruto, a un judío pobre o a una banda callejera... nadie buscaría a un caballero pálido con ojos de científico que caminaba tranquilamente hacia la ferretería para comprar una hoja de acero Sheffield de doce pulgadas.

Esa noche aprendí dos lecciones fundamentales: Primero, que la ciencia de campo requiere fuerza bruta y un cuchillo de amputación Liston. Y segundo, que el miedo es la mejor niebla para desaparecer.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

5. Éxito Parcial: La Cosecha

Esta vez, no hubo temblor. La lección de la vergüenza había cauterizado mis nervios motores, dejando una calma muerta y funcional. Llevaba un maletín de cuero negro, pesado como un pecado. Dentro, envuelto en terciopelo carmesí para silenciar cualquier tintineo metálico, descansaba mi nueva extensión: un cuchillo de amputación Liston de doce pulgadas. Acero de Sheffield, hoja ancha y pesada, diseñada no para cortar, sino para separar carne y cartílago mediante la pura inercia de su caída.

Eran las 5:00 de la mañana. Spitalfields aún dormía el sueño inquieto de los pobres, pero el Mercado comenzaba a despertar con un rumor de carretas y gritos de mozos de carga. Caminé por Brushfield Street. La niebla no era blanca; era amarilla, teñida por el azufre de las chimeneas industriales y el aliento de mil durmientes hacinados. Olía a repollo podrido, a estiércol de caballo y a esa humedad penetrante del Támesis que se te mete en los huesos como un reumatismo fantasma.

Huele a ellos,— susurró la Voz en mi mente, aspirando el aire a través de mis fosas nasales. —Huele a la leche agria de la pobreza. A la desesperación sudada.

A mi alrededor, sombras caminaban. Vi a un grupo de hombres en una esquina, pasándose una botella de ginebra barata. Sus risas eran ladridos roncos. Los evité. La ciencia requiere privacidad, no testigos. Más adelante, en un portal oscuro, vi el movimiento rítmico de dos cuerpos. Una pareja. El sonido húmedo de la fricción y un gemido ahogado. Sentí una punzada de asco. La reproducción vulgar. El instinto ciego de la carne buscando replicarse en la suciedad. —Animales —pensé. —No,— corrigió la criatura. —Donantes.

Seguí caminando. Mi mirada escaneaba a las mujeres solitarias que empezaban a salir de las casas de hospedaje porque no tenían los peniques para pagar una cama de día. Una chica joven pasó a mi lado, tosiendo. —Demasiado frágil —calculé—. Su pelvis es estrecha. Se rompería. Otra, más robusta, me miró con ojos desafiantes. —Demasiado viva,— advirtió la Voz. —Peleará. La adrenalina arruinará el sabor de la carne. Busca algo... maduro. Algo que ya se haya rendido.

Y entonces, en Hanbury Street, la vi. Dark Annie. Annie Chapman. Caminaba arrastrando los pies, envuelta en capas de ropa vieja que no lograban ocultar la estructura de un cuerpo que había conocido mejores tiempos. Se detuvo para toser, una tos profunda, tuberculosa, que sonaba como si tuviera guijarros en los pulmones. La criatura se tensó en mi cerebelo como un perro de caza señalando la presa. —Esa,— siseó. —Mírala. Sus órganos están duros, curtidos por el alcohol y la enfermedad. Su útero ya no sangra vida; se ha convertido en cuero. Es perfecta para contener la eternidad.

Me ajusté el sombrero. Adopté la postura del "gentil venido a menos", una máscara social que sabía que generaría confianza en una mujer desesperada por unas monedas. Me acerqué. Ella me vio. Sus ojos no mostraron miedo, solo un cálculo cansado. —¿Tienes tabaco, cariño? —preguntó. Su voz era una lija. —Tengo algo mejor —dije, tocando el borde de mi maletín—. Tengo una salida.

La llevé al patio trasero del número 29. La empalizada de madera podrida nos ocultaba del mundo, creando un confesionario al aire libre. El suelo era tierra batida, negra y sedienta, ávida de fluidos. —Rápido, cariño, que hace frío —dijo ella, levantándose las faldas y apoyándose contra la valla húmeda. Su aliento olía a ginebra y desesperanza. —Será rápido —prometí. Y fue una verdad científica.

Hazlo,— susurró la Voz. No era una orden burlona esta vez; era un murmullo de anticipación, la vibración de un perro de presa que ve caer la carne de la mesa. —Corta la cuerda.

El corte en el cuello fue decisivo. Una ejecución balística. No hubo aserrado. Usé la técnica del degollamiento quirúrgico: de izquierda a derecha, profundo, aplicando la fuerza necesaria para rasgar el músculo esternocleidomastoideo y llegar hasta el hueso de las vértebras cervicales. La hoja seccionó la tráquea y las arterias carótidas en un solo movimiento de arco fluido. La presión sanguínea cayó a cero en segundos «shock hipovolémico instantáneo». Chapman se desplomó sin un grito, solo con un gorgoteo húmedo de aire escapando por la nueva boca roja que le había abierto en la garganta.

—Silencio —susurré, viendo cómo la luz se apagaba en sus ojos vidriosos.

Me arrodillé en la tierra. La luz del alba era gris y sucia, suficiente para la anatomía macroscópica. Era el momento de la verdad. Rajé el abdomen desde el apéndice xifoides hasta la sínfisis del pubis. La piel se abrió bajo el Liston como seda podrida, pero esta vez el cuchillo no se detuvo en la grasa; atravesó el peritoneo con un sonido de tela mojada rasgándose.

El problema fue inmediato: la presión intraabdominal. Al romper el sello de vacío, los intestinos se derramaron hacia afuera, impulsados por la gravedad y los gases de la digestión. Eran calientes, resbaladizos, una maraña de asas delgadas y colon grueso que humeaban en el aire gélido de la mañana. El olor me golpeó: una mezcla densa de sangre metálica y heces, el perfume de la perforación intestinal.

Me obstruían la visión. Cubrían el objetivo. Sentí una punzada de irritación fría. No asco, irritación. Eran escombros biológicos, basura orgánica en mi zona de trabajo. Con una frialdad pragmática que sorprendió incluso al parásito en mi mente, metí las manos desnudas en la cavidad hirviente. Tomé los intestinos a puñados —se sentían como anguilas vivas y calientes, pulsando con una peristalsis residual— y los arranqué de la cavidad, lanzándolos con fuerza por encima de su hombro derecho. Aterrizaron en la tierra con un sonido obsceno y húmedo Splat, quedando allí como una estola grotesca de carne grisácea.

El campo visual quedó despejado. La arquitectura pélvica estaba expuesta. —Eficiente,— ronroneó la criatura, su voz goteando placer vicario. —Has limpiado la mesa. Ve al fondo. Busca el nido.

Allí estaba. En la profundidad de la fosa pélvica. El Útero. Lo palpé. Era pequeño, duro, retraído. —Atrófico —diagnostiqué con decepción clínica—. Menopausia establecida. El tejido es fibroso, pálido, carente de la vascularización rica y turgente de la juventud. Es un órgano jubilado. Dudé un segundo. ¿Serviría una máquina apagada?

Es un molde, Víctor,— siseó la voz, impaciente. —No necesitas que funcione ahora; necesitas la estructura. Tómalo. La química lo recordará.

Tenía razón. Necesitaba el chasis. La alquimia del Azoth se encargaría de reactivar la función celular. Realicé cuatro cortes precisos, seccionando los ligamentos anchos y la vagina superior con la punta del Liston. Extraje el órgano. Lo sostuve en mi mano enguantada en sangre ajena. Era denso, del tamaño de una pera, manchado de cruor oscuro. Lo envolví rápidamente en mi pañuelo de seda y lo metí en el bolsillo profundo de mi levita, donde el calor de mi propio cuerpo lo mantendría en un estado de viabilidad térmica.

Me levanté. Mis botas estaban pesadas por el barro y la sangre coagulada. Miré el cadáver vaciado, abierto como una res en el matadero, con las entrañas decorando su hombro y la cabeza casi separada del tronco. No sentí culpa. La culpa es para los que destruyen. Yo sentí la satisfacción del minero que ha encontrado la primera veta de oro entre toneladas de roca inútil.

Huí antes de que el sol tocara los adoquines, sintiendo el peso húmedo del órgano golpear rítmicamente contra mi cadera con cada paso. Era mi primer trofeo. El nido donde incubaría la semilla verdadera. Londres despertaba a los gritos lejanos de "¡Asesinato!", pero yo no escuchaba gritos humanos. Escuchaba el zumbido eléctrico del futuro construyéndose en mi bolsillo.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

6. Crisis / Intervención: El Doble Evento

Los días previos al 30 de septiembre no fueron días; fueron una larga vigilia colectiva, una sepsis de ansiedad que infectó el sistema nervioso de la ciudad. Londres contenía la respiración, con los pulmones llenos de niebla y sospecha. Tras la disección de Chapman, el anonimato se había roto. La prensa ya no hablaba de accidentes; hablaba de un depredador ápice suelto en el ecosistema urbano.

Caminaba por Fleet Street y escuchaba los susurros de los editores, vibrando como moscas sobre carne podrida. Había llegado una carta. Una burla escrita en tinta roja, o quizás en hemoderivados oxidados. —Se llama a sí mismo "El Destripador" —decía un voceador, probando el nombre en su lengua como si fuera un caramelo de ácido sulfúrico—.

El nombre aún no se había impreso en masa, pero corría por el alcantarillado de los rumores como una carga viral. Era un nombre vulgar, cortante, perfecto para el monstruo que yo estaba construyendo sin saberlo. La policía había inundado Whitechapel. Agentes de paisano con botas de goma para amortiguar el impacto sónico de sus pasos. Comités de vigilancia ciudadana armados con garrotes y silbatos, buscando purgar el cuerpo extraño de sus calles.

La caza se había vuelto difícil. El ganado estaba nervioso; sus niveles de cortisol arruinaban el sabor de la carne. Pero mi necesidad no entendía de toques de queda. Mi Eva estaba incompleta, un rompecabezas de carne con piezas faltantes, y la criatura en mi mente rascaba las paredes de mi cráneo, exigiendo progreso con la insistencia de un parásito en fase terminal.

Dutfield's Yard

La noche del 30 sudaba una humedad grasa; el aire apestaba a lluvia inminente, hollín de carbón barato y la electricidad estática de la tormenta que no acababa de romper. Sentía los iones positivos erizando el vello de mis brazos. Mi lista de la compra era específica, dictada por la necesidad estética de mi Eva: necesitaba piel. Dermis pálida, elástica, sin efélides, melanomas ni manchas solares, para cubrir el torso. La mujer que elegí —Long Liz— tenía la tez de una nórdica que había evitado el sol, un lienzo de colágeno blanco preservado paradójicamente por la pobreza y la falta de exposición ultravioleta.

La llevé a la oscuridad absoluta de Dutfield's Yard, un pozo negro detrás de un club de trabajadores donde se escuchaban cánticos borrachos y discursos socialistas que actuaban como aislante acústico para mi respiración.

—No grites —le ordené, sujetándola contra la pared de ladrillo húmedo que rezumaba salitre.

Su pulso carotídeo golpeaba contra mi pulgar, un ritmo de 110 latidos por minuto. Miedo puro. El corte fue limpio, casi académico. Mi cuchillo Liston se había convertido en una extensión biomecánica de mi radio y cúbito. La hoja separó la dermis, la grasa subcutánea y la pared arterial en un solo movimiento de arco. La presión sanguínea cayó en picado, causando una hipoxia cerebral isquémica instantánea. La mujer no murió de inmediato; simplemente se desconectó. Se deslizó hacia el suelo, una marioneta con los hilos hidráulicos cortados, colapsando sobre su propia gravedad.

Me agaché, mis rodillas chapoteando en el charco caliente que se expandía. Estaba listo para realizar la incisión circular en el torso. Mi mente ya estaba calculando los vectores de tensión para el desollamiento rápido, visualizando la separación de la fascia superficial.

Entonces, la Voz estalló en mi cabeza, no como un pensamiento, sino como un pico de voltaje en mi lóbulo temporal, un chirrido de estática dolorosa que me hizo apretar los dientes hasta casi astillarlos:

—¡INTRUSO! ¡ARRIBA! EL CICLO SE ROMPE.

No escuché nada con mis oídos, pero mi cuerpo reaccionó a la orden del parásito con una catatonia defensiva. Me congelé. Segundos después, la realidad física alcanzó a la advertencia sensorial. El repiqueteo arrítmico de cascos sobre adoquines. El chirrido agudo de un eje mal engrasado, metal contra metal sin lubricación. Una luz de linterna girando la esquina del patio, barriendo la oscuridad con un cono de lúmenes amarillos, buscando la anomalía.

Un carro entró. El pony, un animal nervioso, se encabritó violentamente. Sus fosas nasales se dilataron. No vio el cuerpo; olió la firma química de la muerte fresca: hierro, heces liberadas por el esfínter relajado y las feromonas de alarma que yo exudaba. Detectó al superdepredador.

—¿Quién anda ahí? —gritó una voz de hombre, vibrando con el miedo agresivo de quien sabe que ha entrado en la guarida de algo que no comprende.

—¡Corre, estúpido! ¡Te ven! ¡La retina del caballo ha captado tu sombra! —siseó la criatura en mi corteza cerebral, inyectando un torrente de adrenalina y norepinefrina en mi sistema para preparar la huida.

Maldije entre dientes. La adrenalina se agrió en mi sangre, convirtiéndose en toxina por falta de uso. Tuve que fundirme con las sombras más profundas, pegándome al muro como una mancha de humedad, dejando el cuerpo intacto, caliente... inútil. Había matado, pero no había cosechado. El Intercambio Equivalente estaba roto. La ecuación termodinámica estaba incompleta: energía gastada sin materia obtenida.

Escapé por la calle lateral mientras el conductor saltaba del carro y daba la alarma. Mis manos vacías temblaban de rabia metabólica. Mi química interna exigía compensación. No podía regresar al laboratorio con las manos vacías; la homeostasis de mi obsesión requería una pieza. Necesitaba equilibrar la balanza de fluidos.

Mitre Square

Caminé hacia la City, cruzando la frontera invisible de jurisdicciones. La frustración me hacía caminar rápido, mis pasos resonando sobre los adoquines húmedos como un metrónomo acelerado por la fiebre. Necesitaba otra oportunidad. Necesitaba validar la termodinámica de la noche.

Llegué a Mitre Square, una trampa arquitectónica de ladrillo negro rodeada de almacenes de té que bloqueaban la luz de la luna. Y allí, en el rincón suroeste, la atmósfera cambió. La presión barométrica cayó en picado, creando un vacío sónico. El silencio se hizo sólido, denso como el mercurio, amortiguando el ruido lejano de la ciudad.

Él estaba allí. Físicamente. Se había adelantado a mi necesidad, o quizás mi fracaso lo había convocado como una señal de socorro psíquica a través del vínculo neural. Lo encontré agachado sobre una figura en la oscuridad. Otra mujer. Catherine Eddowes.

Al verme, se irguió. No fue un movimiento humano; fue un despliegue hidráulico. Sus articulaciones rotaron con una fluidez que desafiaba la biología, irguiéndose como una araña industrial.

Fallaste —dijo, su voz sonando como piedras triturándose en una cantera subterránea—. Te interrumpieron. Tu pulso es errático, Víctor. Hueles a ácido láctico y a sudor frío.

Miré al suelo. La nueva víctima estaba abierta.

Está vacía —dijo Él, limpiándose una garra manchada de cruor en su abrigo raído—. Lista para el llenado.

Me acerqué, sacando mi pañuelo empapado en alcanfor para filtrar el olor a hierro y heces que ya empezaba a subir. La rabia técnica desplazó al miedo.

—Veamos tu trabajo —escupí con desprecio profesional.

Encendí mi linterna sorda. El haz amarillo reveló la carnicería. La garganta de la mujer no había sido cortada; había sido avulsionada. Arrancada a mordiscos o garras. Los bordes de la piel eran irregulares, festoneados, como papel mojado rasgado.

—Bruto —sentencié, tocando el desastre con la punta de mi bota—. Has desgarrado el músculo esternocleidomastoideo. Has triturado el cartílago tiroides y el hueso hioides. ¿Cómo esperas que reutilice una laringe que has convertido en pulpa fibrosa?

Él inclinó la cabeza, observándome con curiosidad entomológica, sus ojos brillando con una bioluminiscencia tenue, un tapetum lucidum amarillo que reflejaba mi propia luz.

Bajé el haz al abdomen. Estaba abierto desde el apéndice xifoides hasta el pubis, pero la incisión había sido hecha con demasiada fuerza, sin respetar las capas fasciales ni el peritoneo.

—Has perforado el intestino grueso —señalé el líquido marrón, viscoso y pestilente que se mezclaba con la sangre arterial en una sopa inmunda—. Contaminación fecal. Sepsis inmediata. Todo el paquete intestinal es inservible; las bacterias anaeróbicas ya están colonizando el tejido sano.

—La carne es carne —zumbó la voz en mi cabeza—. Tú ves suciedad; yo veo combustible.

Metí la mano en la cavidad caliente, ignorando la textura granulosa de la materia fecal semidigerida. Tenía que salvar algo. Busqué en el espacio retroperitoneal, lejos de la zona de impacto principal.

El riñón izquierdo. Estaba intacto, protegido por su cápsula de grasa perirrenal. Lo extraje con un corte limpio, casi invisible, de mi bisturí, liberando la arteria y la vena renales con la precisión de un relojero desarmando una bomba.

Levanté el órgano rojo oscuro hacia la luz. Brillaba como una joya de carne, un filtro biológico endurecido por la ginebra.

—Esto es cirugía —le dije, mostrándole el trofeo—. Lo que tú haces es alimentación.

La criatura se rió, un sonido bajo de infrasonido que vibró en mis empastes dentales y aflojó mis rodillas.

La pureza es una ilusión, Víctor. Yo solo acelero el trámite termodinámico. Te he dado un lienzo en blanco. Sin sangre. ¿No era eso lo que querías?

Tenía razón. La exanguinación era perfecta. No había livor mortis dorsal; el cuerpo estaba drenado, pálido como la cera. Pero el rostro... Iluminé la cara de la mujer. La criatura la había marcado. Cortes profundos en forma de V invertida bajo los ojos, cortando los párpados. Había borrado la identidad.

—La has destrozado —dije, tocando el tabique nasal roto—. Si uso esta piel, mi Eva parecerá una víctima de pelea callejera.

Guardé el riñón en mi frasco de formol. Era lo único salvable de esa noche maldita. Una victoria pírrica. Pero ahora tenía un problema forense. Mi incisión renal, la extracción de la arteria, era demasiado limpia. Contrastaba obscenamente con la carnicería animal de la criatura. Si la policía veía la precisión de la ligadura, sabrían que había un médico involucrado.

Tenía que ocultar la "lección" de la criatura —y mi propia sustracción quirúrgica—. Tenía que camuflar la ciencia con caos.

Terminé el trabajo. Hice cortes toscos en el rostro, imitando la brutalidad de la bestia, tajos erráticos en las orejas y la nariz. Rajé el lóbulo de la oreja derecha. Dibuje patrones sin sentido en las mejillas. Camuflé la precisión de mi ciencia bajo una capa de locura disociativa aparente. Dejé que la policía viera la obra de un loco frenético, no la disputa de dos anatomistas en la oscuridad.

—Perdona el desorden —murmuré a la desconocida, cuyo rostro ya no era un rostro, sino una máscara roja de pareidolia sangrienta.

La criatura se desvaneció en la niebla, su cuerpo perdiendo cohesión molecular, dejándome con la advertencia flotando en el aire húmedo como un virus:

—La próxima será más difícil. Tendrás que ser rápido. Menos cirujano, más carnicero.

¡Botas! —alertó la voz en mi mente, repentina y aguda, un pico de voltaje en mi cerebro. —¡Policía! ¡Izquierda!

Huí de la plaza con el riñón palpitando fantasmagóricamente en mi bolsillo, segundos antes de que el haz de luz de una linterna policial barriera el rincón donde habíamos estado. Escuché el silbato rasgar el aire a mis espaldas. Esa noche regresé con una pieza menor, pero con una certeza mayor: La criatura no era mi sirviente; era mi competencia. Y si yo no perfeccionaba mi arte, él convertiría todo Londres en un matadero sin propósito.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

7. Maestría: La Gran Obra

Noviembre había traído el frío, pero la temperatura social de Londres ardía. La ciudad ya no era un lugar; era una herida abierta que se negaba a cicatrizar. Desde el "Doble Evento", la paranoia se había convertido en la religión oficial del East End. Los periódicos ya no informaban; predicaban el apocalipsis. “¡EL DESTRIPADOR SIGUE SUELTO!” gritaban los titulares del Police News, acompañados de grabados grotescos que mostraban a un demonio con maletín médico.

Caminé por Commercial Street bajo la mirada acusadora de mil ojos. Ya no había sombras seguras. Cada esquina estaba iluminada por la linterna de un policía o por las antorchas de los Comités de Vigilancia Ciudadana —turbas de carniceros y estibadores armados con garrotes que paraban a cualquiera que no tuviera cara de hambre.

Vi a un hombre ser arrastrado a un callejón por tres "vigilantes" solo porque llevaba un delantal de cuero manchado de pintura. Sus gritos de “¡Soy zapatero!” se ahogaron bajo el sonido de botas rompiendo costillas. La policía miraba hacia otro lado. Necesitaban un culpable, cualquiera, para calmar a la bestia.

—Caminan sobre huevos —susurró la criatura en mi mente, deleitándose con el olor a miedo colectivo—. Buscan un monstruo con garras, Víctor. No buscan a un caballero con guantes de cabritilla. Tu disfraz es su prejuicio.

Necesitaba un lugar cerrado. La calle se había vuelto imposible. Necesitaba tiempo. Necesitaba calor. Y necesitaba a Mary Jane Kelly. La había estado observando. No era como las otras. Era joven, unos 25 años, robusta, con una vitalidad que la ginebra aún no había logrado ahogar del todo. Vivía en una habitación propia, no en una pensión común. Miller's Court. Un callejón sin salida con una sola puerta. Una trampa arquitectónica perfecta.

La encontré en la esquina de Dorset Street, temblando bajo un chal raído. Estaba cantando “A Violet from Mother’s Grave” para espantar el frío. Me acerqué. Mi corazón no se aceleró; se ralentizó, entrando en modo quirúrgico. Tenía que ser encantador. Tenía que ser inofensivo.

—Buenas noches —dije, intentando modular mi voz para que sonara cálida, no metálica.

Ella me miró. Sus ojos azules estaban vidriosos, pero alertas.

—No tengo dinero, señor —dijo, defensiva—. Debo renta. Si busca caridad, siga caminando.

—Sonríe, idiota —siseó la Voz, impaciente—. Pareces un enterrador midiendo su ataúd. Ofrécele seguridad, no sexo. Tiene miedo, no lujuria.

Forcé una sonrisa. Me sentí como un titiritero moviendo los hilos de mi propia cara.

—No busco caridad, Mary. Busco refugio del frío. Y tengo... —saqué una botella de vino tinto francés de mi abrigo, una mancha de color rubí en la noche gris— ...medicina para el alma.

Sus ojos se suavizaron al ver la etiqueta.

—Parece usted un caballero —dijo, bajando la guardia—. No como esos brutos que andan con palos.

La ironía casi me hizo reír. Se sentía segura conmigo porque yo era limpio, porque hablaba con dicción de universidad.

—Venga a mi cuarto —susurró—. Allí estaremos a salvo del Destripador.

Caminamos juntos hacia Miller's Court. La criatura aullaba de risa en el fondo de mi cráneo.

—La oveja invita al lobo a la cueva porque el lobo lleva corbata. La humanidad es un chiste evolutivo, Víctor.

Entramos. La habitación 13 era pequeña, húmeda, con olor a ropa vieja y pescado. Eché el cerrojo. El sonido del metal deslizándose en la cerradura oxidada no fue un clic de seguridad; fue el cierre de una esclusa estanca. Afuera quedaba Londres, con su niebla, su moral y sus silbatos lejanos. Adentro comenzaba la Soberanía de la Ciencia.

—Siéntese, señor —dijo ella, sirviendo el vino en tazas rotas.

Bebimos. Ella bebió con sed; yo bebí con paciencia. Le había añadido láudano puro al vino. No para matarla, sino para apagarla. Diez minutos después, sus párpados pesaban toneladas.

—Tengo... tanto sueño... —balbuceó, dejándose caer en la cama.

—Duerme, Mary —le dije, acariciando su cabello con la mano enguantada—. El dolor es para los que están despiertos.

La observé. Era magnífica. Su abdomen tenía la curva suave, casi imperceptible, de la fertilidad temprana. Su piel, bajo la capa de hollín graso de la ciudad, era blanca, elástica, rica en colágeno joven. Una biomasa de primera calidad.

—El envase está listo —susurró mi voz.

Lo primero fue la termodinámica. La habitación estaba helada. El frío causa vasoconstricción, rigidez y cristalización de los fluidos; yo necesitaba fluidez absoluta. Alimenté la chimenea hasta que el hierro de la rejilla brilló al rojo vivo, rugiendo como una bestia enjaulada. Sacrifiqué mi propia ropa, quemé la silla de madera, eché carbón hasta que el aire en la pequeña estancia se volvió tropical, pesado, sofocante. El sudor comenzó a correr por mi espalda. Necesitaba mantener la temperatura corporal central en los 37°C el mayor tiempo posible tras el exitus para evitar la coagulación prematura y el Rigor Mortis. Quería operar sobre carne que creyera que aún estaba viva.

Saqué el estuche de terciopelo negro. Al abrirlo, la luz de la chimenea arrancó destellos rojos al metal frío. No había cuchillos de carnicero, toscos y mellados. Había bisturíes de acero de Damasco con filo de diamante, separadores de tejidos de plata alemana y una sierra de Gigli enrollada como una serpiente plateada, esperando morder hueso.

—No temas —le dije a su respiración, que ya entraba en la fase agónica de Cheyne-Stokes—. No voy a hacerte daño. El daño es destructivo, caótico. Yo voy a hacerte eterna.

—Ah, la mentira del amante... —susurró la criatura, su voz vibrando en mi oído medio como un insecto atrapado—. No la vas a hacer eterna, Víctor. La vas a hacer útil. Procede.

Tomé el bisturí #22. Busqué el triángulo carotídeo. Mis dedos palparon el pulso, débil y rítmico, un tamborileo de vida ignorante. No la corté de un tajo salvaje; eso es para los aficionados de la calle. Hice una incisión vertical, controlada, de cinco centímetros, exponiendo la arteria carótida común derecha. Latía contra mi dedo, desnuda, un gusano rosado y turgente lleno de presión hidráulica.

Inserté una cánula de vidrio soplado directamente en el lumen arterial. La sangre fluyó hacia el cubo de zinc, un torrente oscuro, espeso y constante, liberando un vapor ferroso que llenó la habitación pequeña.

—Huélela... —gimió la Bestia en mi mente, inhalando a través de mis fosas nasales dilatadas—. Cobre caliente. Ginebra barata. Miedo destilado. Es un vintage excelente, Víctor. Lástima que lo desperdicies en un cubo.

No podía permitir que la sangre manchara los órganos; la sangre oculta la anatomía, ensucia el campo visual. Necesitaba un campo exangüe. Ella suspiró. Un reflejo del tallo cerebral ante la anoxia progresiva, el último disparo neuronal de una vida que se apagaba. Luego, el silencio. La línea plana. El envase estaba vacío, pálido, listo para el desmontaje.

Tracé una línea desde el manubrio del esternón hasta la sínfisis del pubis. La piel, desprovista de presión sanguínea, se separó con la obediencia de la seda mojada bajo la hoja afilada. Reveló el panículo adiposo, una capa de grasa subcutánea amarilla y brillante que relucía bajo la luz del fuego como mantequilla derretida a punto de hervir.

—Excelente cobertura lipídica —anoté mentalmente, ignorando el sudor que me corría por la frente—. Energía potencial almacenada. Aislamiento térmico para la nueva Eva.

—Es grasa de pobreza, densa y rancia —corrigió la criatura con desdén—. Pero arderá bien en el metabolismo de la resurrección.

Abrí la caja torácica. No usé fuerza bruta; usé cizallas costales. El sonido fue seco, rítmico: crac-crac-crac. Como pisar ramas secas en un bosque muerto en invierno. El plastrón esternal se levantó como la tapa de una caja fuerte biológica, exponiendo el santuario del mediastino.

El Corazón.

Aún tremolaba. Una fibrilación residual de las fibras musculares cargadas de electricidad iónica, negándose a aceptar el final del contrato. Era un animal independiente, luchando en su jaula de costillas rotas.

Lo extraje con cuidado infinito, cortando la aorta y la vena cava superior con tijeras de disección curvas. Era denso, pesado en mi mano, una bomba hidráulica perfecta y resbaladiza. Lo deposité inmediatamente en el frasco de cristal con solución salina. Dio un último latido contra el vidrio, un thud sordo.

—El motor —susurré, fascinado por la geometría de las válvulas.

—Está asustado —observó el monstruo, saboreando la emoción residual—. Ese músculo conoce el pánico. Bombeará adrenalina incluso cuando duerma. Bien. Necesitamos agresión.

Bajé al abdomen. El olor cambió. Dejó de ser hierro limpio y se convirtió en algo más orgánico, más profundo. Aparté los intestinos, vaciándolos sobre la mesa de noche para despejar el área de trabajo. Se deslizaron entre mis dedos, calientes y serpenteantes, pesados por la digestión interrumpida. Para un ojo inexperto, parecería un acto de locura frenética, una profanación; para mí, era simplemente apartar el material de embalaje, la escoria biológica, para llegar al regalo oculto.

El Útero estaba allí. En la profundidad de la pelvis. Húmedo, vascularizado, perfecto. El nido de la especie. Lo corté y lo guardé junto al corazón.

—El caldero —bautizó la voz—. Ahí cocinaremos a los reyes del mañana. Córtalo con respeto, cirujano. Ese tejido es más sagrado que cualquier altar.

Esta era la parte más delicada. La estética. Necesitaba injertos grandes. Los muslos eran fuertes, cubiertos de piel suave. Hice incisiones circulares en las ingles y las rodillas. Con el mango del bisturí, separé la dermis de la fascia muscular subyacente. La piel salió en pliegos limpios, sábanas pálidas de tejido humano que enrollé como pergaminos antiguos. Al quitar la piel, los músculos quedaron expuestos, rojos y crudos, brillando como un diagrama anatómico en una carnicería de lujo.

La duda me asaltó un segundo. Mi mano tembló sobre el rostro de Kelly. ¿Era esto ciencia o era carnicería? Estaba desmantelando a un ser humano como si fuera un reloj robado.

—No te detengas ahora —gruñó la criatura, empujando mi voluntad—. La belleza es una máscara. Quítasela. Necesitamos el cartílago.

Decidí llevarme también el músculo pectoral mayor y parte del tejido facial para reconstruir las expresiones. Corté las orejas y la nariz; no por sadismo, sino porque el cartílago elástico es difícil de sintetizar en el laboratorio. El sonido del cartílago nasal cediendo fue un crujido húmedo que me revolvió el estómago, pero la criatura en mi mente suspiró de placer.

Dos horas después, el sol comenzaba a teñir de gris sucio la ventana cubierta con una cortina de muselina y abrigo viejo. Me detuve, empapado en una mezcla de mi propio sudor, fluidos serosos y vapor de sangre. Miré mi obra.

Sobre la cama, lo que quedaba ya no era una mujer. Era un esqueleto rojo, parcialmente descarnado, una estructura vaciada y expuesta, un maniquí de carne cruda. Las vísceras que no necesitaba (intestinos, bazo, pulmones dañados por el humo de Londres) estaban esparcidas alrededor del cuerpo, colgadas de los marcos de los cuadros o apiladas sobre la mesa, creando un retablo de gore absoluto. La habitación parecía el escenario de una explosión biológica contenida. Sangre en las paredes, trozos de carne pegados al papel pintado como estuco mórbido.

Sonreí. Fue una sonrisa dolorosa, de labios agrietados por el calor del infierno que había creado.

—Brillante... —susurró la criatura en mi cabeza, y por primera vez, no hubo burla. Hubo un tono de respeto genuino, casi reverencial, ante la magnitud de la atrocidad—. Has superado la brutalidad animal, Víctor. Esto es... arte teológico. Has creado un monstruo para ocultar a un dios.

Era perfecto. Cualquiera que entrara aquí —la policía, la prensa, el mundo— vería a un maníaco sexual, a una bestia sin mente. Nadie miraría ese caos y pensaría: "Falta el corazón. Falta el útero. Faltan los fémures". El exceso de violencia era mi camuflaje. La brutalidad ocultaba la sustracción meticulosa. Habían encontrado un cadáver mutilado; no se darían cuenta de que, en realidad, solo habían encontrado las sobras. La basura. El envoltorio.

El verdadero cuerpo, las partes que importaban, estaba ahora seguro en mi maletín, enfriándose en hielo, pulsando con una promesa de vida futura.

Me limpié las manos y la cara en un trozo de sábana empapada en sangre diluida. Me puse la levita, sintiendo el peso de la tela sobre mis hombros cansados. Ajusté mi sombrero de copa. Miré por última vez a la calavera expuesta sobre la almohada, que parecía sonreírle al techo manchado de hollín con una mueca de complicidad eterna.

—Gracias —dije, mi voz resonando en la habitación caliente y metálica, oliendo a cobre, a ozono y a carne asada—. Tu sacrificio ha comprado el futuro. No has muerto en vano; has sido re-asignada.

Salí a Miller's Court. La niebla de la mañana me abrazó, cómplice y fría, lavando el calor del matadero de mi piel. En la esquina, la sombra de la criatura asintió y desapareció, su trabajo terminado. Caminé despacio hacia la estación, llevando bajo el brazo el germen de una nueva especie, mientras a mi espalda dejaba el rompecabezas irresoluble, la Obra al Rojo, que atormentaría al siglo por venir.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

8. Huida: La Salida De Londres

Salí de Miller's Court. La niebla de la mañana me abrazó, cómplice y fría, borrando mis huellas sobre los adoquines grasientos de Dorset Street. A mi espalda, el cuarto número 13 guardaba silencio, un útero de ladrillo sucio donde acababa de abortar la identidad de El Destripador para dar a luz, mediante cesárea sangrienta, al verdadero Víctor.

Caminé hacia la estación de Bishopsgate. El maletín de cuero pesaba en mi mano, un lastre físico y metafísico. El hielo que había robado de la pescadería crujía suavemente en el interior, manteniendo la temperatura. Dentro, suspendidos en solución salina turbia, viajaban el corazón denso de Kelly, el riñón filtrante de Eddowes y el útero atrófico pero funcional de Chapman. Tenía el motor. Tenía el filtro. Tenía la cuna. Pero me faltaba lo esencial. Me faltaba la arquitectura.

En la esquina, bajo la luz moribunda y sibilante de una farola de gas, una figura se separó de la pared de ladrillo como una mancha de humedad cobrando vida. Era Él. No vestía como un mendigo; su silueta tenía una elegancia anacrónica, una aristocracia depredadora que hacía que las sombras parecieran una capa de terciopelo real. No dijo nada. Solo miró mi maletín. Sus fosas nasales se dilataron, captando el aroma del hierro oxidado y el formol a través del cuero curtido.

—Está hecho —dije, mi voz ronca por el humo del carbón y la tensión muscular—. Londres ya no tiene nada que ofrecerme más que ruido.

La criatura sonrió, mostrando esos dientes que eran demasiado largos, diseñados para la avulsión, no para la masticación. —Tienes las piezas, Víctor —su voz resonó directamente en mi cerebro, un susurro de estática fría que me heló las muelas—. Pero no tienes dónde ponerlas. Tienes un motor sin chasis. Una liturgia sin catedral.

Asentí, sintiendo la frustración del ingeniero incompleto. —Las mujeres de esta ciudad son escoria biológica. Sus huesos son blandos por el raquitismo y la falta de sol; su piel es un mapa geológico de cicatrices, viruela y miseria. No puedo construir una diosa con ladrillos rotos.

Entonces, ¿a dónde vamos? —preguntó la Sombra, aunque ya sabía la respuesta.

Miré hacia el norte, hacia la estación de trenes que nos llevaría a la costa, y de ahí, al aislamiento salino. —A casa —respondí—. A la soledad. A la Isla. Allí la tierra es pura. Allí la gente muere de accidentes limpios, de caídas y ahogamientos, no de la podredumbre urbana que corroe los tejidos antes de la muerte.

Apreté el asa del maletín hasta que mis nudillos se pusieron blancos. —Necesito un molde. Una vasija virgen que no haya sido tocada por la sífilis o el hambre. Un cuerpo íntegro, con la densidad ósea intacta, que pueda soportar la tensión de alto voltaje del galvanismo.

Lo encontrarás —prometió la criatura, con la certeza de un oráculo oscuro—. La gravedad siempre provee. Alguien caerá. Alguien se romperá cerca de tu puerta. Y cuando eso pase, tendrás que estar listo para vaciarla y llenarla con lo que llevas en esa bolsa.

El silbato del tren sonó a lo lejos, un grito de vapor a alta presión que anunciaba la huida. Subí al primer vagón. Londres quedaba atrás, una ciudad confundida que buscaría durante un siglo a un fantasma con un cuchillo, sin saber que el monstruo no era un loco, sino un hombre con un plan de construcción incompleto.

Me senté junto a la ventana, viendo los tejados grises desvanecerse en la niebla contaminada. Cerré los ojos. En mi mente, ya no veía las calles sucias de Whitechapel. Veía un pozo de piedra en una isla desolada. Veía agua oscura y quieta. Y veía, con la claridad de una profecía científica, la silueta de una mujer cayendo hacia mí, perfecta, intacta, esperando ser el estuche de mi eternidad.

La visión se disolvió con un chirrido de frenos que sonó como un hueso rompiéndose. El tren se detuvo. Dover. El final de la tierra firme. Abrí los ojos. El mundo exterior ya no era gris hollín; era negro abismo. Bajé al andén azotado por el viento. El aire aquí era distinto; la sal del Canal actuaba como un astringente en mis pulmones, limpiando el sabor a sangre vieja de mi paladar, pero trayendo consigo una humedad mucho más peligrosa. Aferré el maletín contra mi pecho. No pesaba por el contenido, pesaba por la temperatura. Podía sentir el frío del hielo a través del cuero, un frío que empezaba a perder su batalla contra la noche. Caminé hacia la pasarela del barco, un fantasma entre viajeros que reían y fumaban, ignorantes de que caminaban al lado de una carnicería portátil. La criatura caminaba a mi lado, o tal vez era solo mi sombra proyectada contra el casco de acero remachado del vapor que nos esperaba. —El agua nos aísla, Víctor —susurró el viento, o quizás fue él—. Pero también nos encierra.

El Canal no era agua; era un muro de plomo líquido agitado por la tormenta. El ferry de vapor The Empress cabeceaba violentamente, gimiendo con el sonido de remaches estresados que luchaban por mantener la integridad del casco.

Yo estaba sentado en un rincón del salón de primera clase, lo más lejos posible de la estufa de carbón que calentaba a los demás pasajeros. El calor era mi enemigo. Aferraba el maletín como una madre aferra a un niño enfermo febril. Sentí una gota fría resbalar por la costura del cuero. —Mierda —susurré, limpiándola con la manga antes de que cayera al suelo. El hielo. El hielo sucio de la pescadería de Bishopsgate se estaba rindiendo ante la termodinámica. Se estaba convirtiendo en agua sanguinolenta dentro de la bolsa impermeable.

A mi lado, la criatura parecía dormir. Llevaba el sombrero calado hasta los ojos y el cuello del abrigo levantado, una silueta de oscuridad en un salón de terciopelo rojo y lámparas de aceite. Parecía un cadáver exquisito enviado por correo diplomático. Pero no dormía. —¿Hueles eso, Víctor? — su voz resonó en mi oído interno, clara y cortante sobre el rugido de las turbinas y el murmullo de las conversaciones banales. Miré a mi alrededor con paranoia. Una joven dama, sentada dos mesas más allá, se abanicaba discretamente con un pañuelo perfumado, arrugando la nariz con un gesto de disgusto aristocrático. —Es la fermentación,— se burló el monstruo, disfrutando de mi pánico. —El útero de Chapman se está calentando. Las bacterias anaeróbicas están despertando de su letargo. ¿Crees que el agua de lavanda de esa mujer tapará el hedor de la muerte macerada?

Me levanté bruscamente, ignorando el mareo provocado por el oleaje. Tenía que salir de allí. El calor humano y la calefacción estaban acelerando la autolisis. Salí a la cubierta exterior. El viento helado del canal me golpeó la cara con una mezcla de sal y aguanieve. Perfecto. Me quedé allí, en la barandilla, abrazado al maletín, dejando que el frío del mar preservara mi cosecha, convirtiéndome en una gárgola humana bañada por el rocío del mar, mientras el faro de Calais barría la oscuridad del horizonte como el ojo de un cíclope buscando contrabandistas de carne.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

9. El Expreso De La Carroña

La Ruta De La Ansiedad (Calais - Ingolstadt)

El tren a vapor cortó la campiña francesa como un bisturí oxidado rasgando seda verde. El compartimento privado de primera clase, que había pagado con mis últimos soberanos de oro, no era un refugio; era una celda vibratoria. Afuera, el paisaje era un insulto pastoral: viñedos dorados, granjas idílicas y cielos azules que ignoraban la atrocidad que viajaba a ochenta kilómetros por hora. Adentro, la realidad era una cámara de gas en potencia.

El calor de la caldera de la locomotora se filtraba por el suelo del vagón. Aferraba el maletín contra mi pecho, sintiendo cómo el hielo renovado en Calais luchaba una guerra perdida contra la el horno a nuestro alrededor. Cada sacudida del tren sobre los rieles clac-clac, clac-clac repercutía en mis dientes y, peor aún, en la estructura celular de mi carga. Imaginaba el corazón de Kelly golpeando contra el cristal del frasco, sufriendo micro-traumas, rompiendo las fibrinas que yo necesitaría intactas.

El transbordo en París fue un descenso al caos. Humo, gritos de mozos, silbatos. Teníamos una hora antes del enlace hacia Estrasburgo. Me quedé en un rincón oscuro del andén, custodiando el maletín como un perro rabioso, sudando bajo mi abrigo a pesar del frío. La criatura se irguió. Su nariz se movió, captando aromas que mi olfato humano no registraba entre el carbón y la grasa de eje. —La carne en conserva me aburre, Víctor —dijo, su voz plana y carente de empatía. —Necesito algo caliente.

Se disolvió entre la multitud de pasajeros. Lo perdí de vista. El pánico me asaltó. ¿Y si no volvía? ¿Y si me dejaba allí, con la evidencia del crimen y sin la fuerza para completarlo? Pero el miedo real era otro: ¿Qué estaba haciendo?

Regresó diez minutos antes de la partida. No corría; flotaba sobre los adoquines. Su aspecto había cambiado. La piel grisácea de su rostro tenía ahora un leve rubor, una turgencia robada. Sus ojos amarillos brillaban con la satisfacción de una digestión rápida. Se limpió la comisura de los labios con un pañuelo de encaje que no era suyo. —Una doncella que viajaba a Metz —susurró, sentándose frente a mí mientras el tren silbaba. —Su sangre tenía el sabor del miedo y la lavanda. Es increíble lo mucho que dura la vida cuando la bebes directamente de la fuente, Víctor. No necesitas frascos. No necesitas hielo. Solo necesitas... sed.— Tiró el pañuelo manchado al suelo. —Deberías probarlo. Es el único conservante real.

La noche cayó mientras cruzábamos la Alsacia. El tren se convirtió en un tubo de hierro negro atravesando la nada. El olor cambió. A pesar del hielo, a pesar de la cera en las tapas, el aroma escapó. Era dulce, pesado, inconfundible: aldehídos y proteínas rompiéndose. —Se están pudriendo —canturreó la criatura desde la oscuridad. Miré el maletín. El cuero estaba húmedo. No por agua. Por condensación grasa. El corazón de Kelly. Tuve que hacerlo. Allí mismo, con el tren sacudiéndose violentamente. Saqué mi kit de emergencia. No podía abrir los frascos; el aire oxidaría los tejidos al instante. Tomé una jeringa de latón y la cargué con Cloruro de Mercurio (Sublimado Corrosivo) mezclado con una gota de mi propio Elixir de Azoth diluido. Era una medida desesperada. Una quimioterapia para cadáveres.

—¿Qué haces, pequeño alquimista? —se burló él. —¿Vas a envenenar lo que ya está muerto? —Voy a fijarlo —gruñí. Calenté la aguja con un fósforo. Perforé el corcho sellado con cera del frasco del corazón. Inyecté la solución. El líquido en el frasco se enturbió un momento y luego se aclaró. El corazón, que había empezado a hincharse con un edema grisáceo, se contrajo. Las fibras se tensaron. El mercurio detuvo la biología en seco, congelando la putrefacción en una estasis química. Hice lo mismo con el útero y el riñón. Mis manos temblaban tanto que casi me clavo la aguja infectada. —Patético —dictaminó la criatura. —Juegas a ser Dios con veneno de ratas.

Cruzamos a Alemania. Fráncfort, Stuttgart, Núremberg. Nombres que pasaban como lápidas en la niebla. El asiento de madera de tercera clase (habíamos tenido que cambiar de tren, el dinero se agotaba) me destrozaba la columna. Llevaba cuarenta horas sin dormir. La privación del sueño comenzó a fracturar mi realidad.

Miré por la ventana. El reflejo en el cristal no era el mío. Era el de El Destripador. Y el paisaje... los árboles de la Selva Negra no eran pinos; eran vellosidades intestinales gigantes. El tren no viajaba por vías; viajaba por el interior de una arteria calcificada. Entonces, el maletín se movió sobre mis rodillas. Bum-bum. Un latido. Fuerte. Rítmico. Bum-bum. El corazón de Kelly estaba latiendo dentro del frasco, golpeando el vidrio. El útero de Chapman se contraía, expulsando sangre fantasma que manchaba el cuero del maletín. El riñón de Eddowes filtraba el aire del compartimento, convirtiéndolo en orina ácida.

—¡Están vivos! —grité, poniéndome de pie, a punto de lanzar el maletín por la ventana para detener el sonido. Una mano fría, con la fuerza de una prensa hidráulica, me agarró la muñeca. La criatura. —Siéntate —ordenó. Su rostro estaba a centímetros del mío. No había burla ahora, solo una advertencia depredadora. —Es tu mente la que se pudre, Víctor, no ellos. Tu cerebro humano es débil. Alucinas.— Me obligó a sentarme. —Casi la pierdes. Casi tiras nuestra eternidad a las vías por un sueño. Descansa. Yo vigilaré la carne.

El tren silbó, un lamento largo y agudo que resonó en los valles alpinos como el grito de una mujer degollada. Las luces de Ingolstadt aparecieron en el horizonte, manchas amarillas en la oscuridad. Toqué el cuero del maletín. Estaba quieto. Frío. Había llegado. Había cruzado Europa con una carnicería bajo el brazo, alimentando mi cordura al monstruo para mantenerlo tranquilo. Pero mientras el tren frenaba en la estación principal, entre nubes de vapor y hollín, supe que el verdadero Víctor había muerto en algún lugar entre Calais y París. Lo que bajó al andén era solo un instrumento. Un portador. La herramienta que la criatura necesitaba para abrir la puerta final.

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10. El Santuario Del Artífice

Ingolstadt, Baviera

El viaje en tren fue una fuga entre la vigilia y la pesadilla, una descompresión gradual. A medida que el ferrocarril devoraba kilómetros hacia el norte, sentí cómo la densidad de Londres se quedaba atrás. El aire, antes saturado de carbón graso y sudor humano, se volvió delgado, cortante, limpio. Al llegar a la costa, la sal del Mar del Norte actuó como un antiséptico en mis pulmones. Crucé hacia la isla en el último transbordador, invisible entre la carga y el ganado. La soledad del lugar me recibió no con silencio, sino con la ausencia de ruido humano. Aquí no había silbatos de policía ni gritos de rameras; solo el viento aullando contra el basalto y la promesa de la tormenta.

Llegué a la cabaña. Cerré la puerta y eché el cerrojo. Era el momento de la Transmutación. Dejé el maletín de cuero manchado sobre la mesa de trabajo. Me quité la levita, pesada por la humedad y la culpa de Whitechapel, y la arrojé al rincón. Fui al lavabo de porcelana. Me froté las manos con jabón de sosa cáustica y un cepillo de cerdas duras hasta que la piel enrojeció. Necesitaba quitarme la grasa de la ciudad. Necesitaba esterilizar al operador.

Abrí el maletín. Saqué el cuchillo Liston. La hoja de acero de Sheffield estaba opaca, manchada de oxidación reciente. Había cumplido su función. Era la herramienta del carnicero, del desollador, del bruto. Lo limpié con un trapo empapado en aceite y lo guardé en el fondo del cajón, bajo llave. El tiempo del Acero había terminado. —Tu trabajo está hecho —le dije al metal—. Ahora empieza la Era del Vidrio.

Me giré hacia mis alambiques. La luz de gas se reflejaba en las curvas perfectas de las retortas, los condensadores de espiral y las pipetas graduadas. Aquí no había fuerza bruta; había precisión molecular. Londres había sido el matadero; esto era la Catedral. Tomé una probeta de cristal de Bohemia, ligera como una pluma en comparación con el cuchillo. Verifiqué la destilación del Azoth. El líquido era transparente, pero viscoso, refractando la luz con un índice que no pertenecía al agua. Preparé la solución de preservación: formaldehído, sales de arsénico y una tintura de mercurio para mantener la conductividad eléctrica de los tejidos.

Con la delicadeza de un relojero, transferí mis tesoros. El corazón denso de Kelly, el riñón filtrante de Eddowes y el útero de Chapman pasaron de la oscuridad del cuero a la suspensión cristalina de los frascos de especímenes. Flotaban en el líquido ámbar, liberados de la gravedad, purificados de su origen sucio. Ya no eran carne de prostitutas; eran componentes biológicos de alto rendimiento. —Descansa —les susurré, ajustando las tapas de vidrio esmerilado—. La casa está casi lista.

Solo entonces me permití mirar por la ventana hacia el pueblo lejano. La noticia estaba en el aire. El ambiente era de luto pesado. Las campanas habían doblado esa mañana. La gravedad había cumplido su promesa. La chica había caído. El pozo la había reclamado, y la tierra acababa de cubrirla. La criatura tenía razón. El universo conspira para proveer al Artífice.

​Me cambié la levita de ciudad por ropa de trabajo, ruda y resistente, impregnada del olor a aceite de máquina y sudor antiguo. Tomé el pico y la pala del cobertizo. Mis manos, que horas antes habían manejado el bisturí con la delicadeza de un joyero engastando diamantes en la carne de Whitechapel, ahora se cerraban sobre la madera astillada con la fuerza bruta y temblorosa del profanador. Salí a la noche. El ciclo estaba a punto de cerrarse. Ya tenía el software (los órganos); ahora iba a desenterrar el hardware.

​La luna no emergió; fue vomitada con dificultad por la garganta séptica del mar, una pústula de luz enferma y lívida que apenas tenía fuerza para iluminar mi delito. El cementerio no estaba en silencio; vibraba. Los insectos y las ranas ejecutaban una cacofonía de estridulación frenética, un ruido blanco biológico que enmascaraba mis propios jadeos, como si la naturaleza misma intentara gritar para advertir a los muertos de la intrusión de lo antinatural.

​El sol había muerto hacía horas, dejando jirones de luz violácea aferrados a la atmósfera como hematomas en la piel del cielo, prometiendo una tormenta eléctrica inminente. No podía esperar más. El claroscuro tendría que bastar para ocultar la hibris de mis propósitos. A lo lejos, las luces del caserío parpadeaban como velas a punto de ahogarse en su propia cera; ni un alma caminaba por los senderos de los vivos. Sin embargo, mi sistema nervioso simpático estaba disparado; la adrenalina inundaba mi torrente sanguíneo con un sabor metálico y salado, haciendo que mis propios pasos sobre la hierba escarchada resonaran en mi oído interno con la fuerza de martillazos sobre un yunque.

​Había un veneno pertinaz en mis venas, una mezcla de terror sagrado y ambición científica que obligaba a mis músculos a contraerse involuntariamente. Llegué a la tumba fresca. La tierra aún estaba suelta, una herida en el suelo que no había cicatrizado.

​Descargué el pico. El sonido del metal rompiendo la tierra consagrada fue obsceno, un crujido húmedo de raíces cortadas y arcilla compacta. No era tierra; era carne geológica. El olor a humus, a gusanos triturados y a humedad atrapada subió por mis fosas nasales, un incienso de podredumbre vegetal. Agradecí la blandura del suelo recién removido, pero aun así, pesaba. Paleaba con la furia de un poseso, arrojando lodo pesado y piedras sobre mi hombro, buscando la madera como un náufrago busca la orilla.

​El frío no era atmosférico; era una emanación del subsuelo. Se filtraba por mis botas, entumiendo mis dedos de los pies, subiendo por mis tibias como una parálisis ascendente.

​Cuando la pala golpeó la tapa del féretro, el sonido hueco —thud— retumbó en mi pecho, sincronizándose con mi taquicardia. Solté la herramienta. Mis manos, enguantadas en cuero sucio, se volvieron locas, arañando la tierra restante, buscando los bordes, astillando mis uñas contra el roble barato y húmedo.

​Había dudado de mi elección —el otro entierro del día, un marinero ahogado, era inútil; estaba hinchado por la hidropesía y la enfisema putrefacto de los gases marinos—, pero ella... la joven que cayó al pozo.

​Metí la palanca. La madera gimió. Los clavos chirriaron al ceder, un sonido agudo como dientes siendo arrancados. Levanté la tapa. El olor a encierro, a flores marchitas y a ropa almidonada me golpeó.

​Su muerte había sido una hipoxia rápida, fría. El cadáver yacía íntegro, pálido, aún no tocado por la fauna cadavérica. No había manchas verdes en el abdomen. No había hinchazón. Era perfecto. Era la Materia Prima ideal para la Gran Obra. Un lienzo en blanco esperando la pintura.

​La icé por los hombros. Su cuerpo tenía el peso muerto absoluto de la materia inerte, una densidad gravitacional que los vivos no poseen. Estaba flácida, obediente. Al moverla, su garganta liberó un suspiro mecánico de gases atrapados, un gemido sin cuerdas vocales que olió a agua estancada y miedo final. La cargué sobre mi espalda como un costal de pecados. Su cabeza cayó sobre mi hombro, fría como un bloque de hielo envuelto en seda.

​Resbalé tres veces en el foso, mis botas perdiendo tracción en el lodo mezclado con humor de tumba, mientras una llovizna helada comenzaba a lavar mi sudor, mezclándolo con la tierra de los muertos que me cubría el rostro.

​Me alejé a zancadas hacia la costa, mis pulmones ardiendo por el esfuerzo anaeróbico, mi corazón bombeando sangre a una presión peligrosa que amenazaba con reventar mis capilares oculares. Dejé caer el cuerpo en el fondo de la barcaza con menos delicadeza de la planeada; sonó un golpe seco, el sonido de hueso contra madera empapada.

​—Aún es tiempo —jadeé, escupiendo bilis y fango—. El Rigor Mortis aún no ha fraguado. La química es reversible.

​Remé con la desesperación de Caronte huyendo del Hades hacia la luz. Las estrellas se bamboleaban sobre el agua negra, testigos mudos y fríos de mi travesía. Mientras me alejaba de la costa, con el peso muerto de la chica empapando las tablas de la barcaza con agua fétida, mi mente, privada de oxígeno y saturada de terror, comenzó a diseccionar el pasado al ritmo frenético de los remos.

​La duda me asaltó como una fiebre.

​¿Por qué falló el Primero? ¿Por qué la Materia Prima se corrompió en esa abominación que me acechó en Londres?

​Miré mis manos, manchadas de tierra. ¿Fue mi ciencia o fue mi magia? ¿Había fallado el galvanismo o había fallado el conjuro?

​Recordé la fórmula. Había usado sangre. Sangre humana fresca, robada de los hospitales de Ingolstadt, creyendo que la transfusión directa de fluido vital serviría de conductor para la electricidad, un puente salino entre la muerte y la vida.

​—¡Necio! —grité al viento salino.

​La sangre. Ese fue el vector del error. La sangre humana no es un fluido neutro; es un archivo. Carga con la memoria celular de la especie, con el pecado original, con la tara genética de la mortalidad y el hambre. Al inyectarla en un cuerpo muerto, compuesto de partes de criminales y suicidas, no creé vida pura; reactivé sus vicios. Creé una adicción sistémica. Creé un filtro biológico que solo sabía procesar muerte para simular vida. Había construido un motor que funcionaba con combustible sucio.

​¿O fui yo? ¿Acaso mi voluntad flaqueó en el momento del rayo? ¿Acaso pronuncié mal las palabras del Sefer Yetzirah? No... el cálculo era perfecto. La culpa era del material.

​Miré el cuerpo a mis pies, envuelto en arpillera húmeda que se pegaba a sus formas. La piel de la chica era pálida, marmórea, lavada por el agua del pozo y libre de la suciedad de la ciudad. Estaba limpia. Estaba vacía.

​Esta vez sería diferente. Tenía que ser diferente.

​No usaría sangre. Usaría el Azoth. El disolvente universal. La Quintaesencia destilada en mis alambiques, purificada de toda memoria biológica. Usaría el mercurio filosófico para lavar la carne antes de animarla. Borraría la memoria celular de la carne muerta mediante la Nigredo alquímica, reduciendo su biología a un lienzo en blanco absoluto «Tabula Rasa», y luego, solo entonces, induciría la chispa.

​Si eliminaba la sangre, eliminaba el hambre. Si eliminaba la herencia, eliminaba el pecado.

​No crearía otro monstruo. No crearía otro... error. Crearía un Ángel de la Razón. Una Eva de silicio, mercurio y electricidad que no necesitaría beber la vida de otros porque ella sería la vida misma en circuito cerrado. Autosustentable. Perfecta. Estéril.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

11. Magnum Opus

Nigredo - La Putrefacción Controlada

El bote tocó la arena de la isla con el chirrido de un ataúd arrastrado sobre grava. La sacudida me sacó de mi delirio técnico. Estaba en la isla. Y tenía trabajo que hacer antes de que la rigidez de la muerte cerrara las puertas del cuerpo que acababa de robar. Mi cabaña brillaba arriba, en el risco, no como un refugio, sino como un Atanor gigante, un horno alquímico esperando su combustible. Me detuve un instante para palpar la extremidad de mi adquisición; la rigidez comenzaba a asentarse en las articulaciones menores, cristalizando los fluidos sinoviales. La química de la muerte, la Nigredo natural, avanzaba. Debía apresurarme para interceptarla antes de que la corrupción se volviera irreversible.

Arrastré el cuerpo escaleras arriba, ignorando el dolor en mi propia columna, ignorando que había dejado la tumba abierta como una boca gritando al cielo en la otra orilla. Eso era problema del Víctor del mañana. El Víctor de hoy tenía una cita con el Absoluto.

Entré en el laboratorio azotando la puerta. El aire allí era distinto, un microclima de herejía industrial. No olía solo a ácido y ozono; olía a azufre sublimado, a mercurio vivo y a la ceniza dulce de experimentos fallidos. Era un santuario donde la medicina de la Ilustración se daba la mano con la brujería de la Edad Media.

Coloqué el cadáver sobre la plancha de plomo, el metal de Saturno, el regente de la melancolía y la muerte. El plomo no solo conduce; aísla. Evitaría que las energías parásitas del exterior interfirieran con la Transmutación.

Me dejé caer en una silla, mi cuerpo exigiendo una tregua que mi mente, encendida por la fiebre del descubrimiento, le negaba. La contemplé bajo la luz cruda de las lámparas de arco, que zumbaban con la impaciencia de avispas eléctricas. En el pasado, mi ojo estético la habría rechazado: la cabeza aplastada por el impacto contra el muro del pozo, el rostro una máscara de hematomas púrpuras donde la sangre estancada comenzaba a coagularse. Un brazo presentaba una fractura expuesta, el cúbito rasgando la piel y la seda del vestido como un hueso blanco pidiendo salir. Parecía un naufragio. Pero un naufragio es solo madera esperando ser reensamblada. Y yo no era un carpintero; era un Arquitecto de la Carne.

Tomé el bisturí #22. Su mango no era de acero estéril; estaba forrado en cuero viejo y grabado con los símbolos de la Tabla Esmeralda. “Lo que está abajo es como lo que está arriba”. Mi pulso era el de un muerto. La incisión en Y fue un trazo de caligrafía sagrada sobre pergamino virgen: desde los hombros hasta el apéndice xifoides, y de ahí, una línea recta, perfecta, hasta el pubis. La piel se separó con un suspiro húmedo, revelando la capa de grasa subcutánea, pálida y fría como cera de vela litúrgica.

Era hora del Inventario de Sistemas. Introduje las manos en la apertura, ignorando el crujido obsceno de las costillas flotantes. Mis dedos, enguantados en la sangre fría de la chica, buscaron la verdad estructural. Palpé la columna vertebral desde dentro. Las vértebras lumbares estaban intactas, alineadas como los dientes de una llave maestra. —Palancas de primer orden —murmuré, sintiendo la solidez del calcio—. La mecánica ósea es viable. El fémur derecho tenía una microfisura, pero el periostio aún estaba vivo, capaz de regenerarse si se le aplicaba el ungüento de Consuelda Mayor y polvo de momia.

Albedo - La Purificación

Abrí la caja torácica con el separador Finochietto. El sonido del trinquete clac-clac-clac resonó en el laboratorio como el cerrojo de una puerta dimensional. Expuse los pulmones. Estaban colapsados, pesados, morados por la asfixia y llenos del agua salobre del pozo. —Fuelle inundado —diagnostiqué. Pero la medicina no bastaba. Necesitaba purgar el agua de la muerte.

Conecté un trócar de plata a una bomba de vacío neumática. Mientras aspiraba el líquido fétido, recité en voz baja la fórmula de la Purificación por Aire: “Spiritus, spiritus, exi et purga”. Los pulmones silbaron, recuperando su color rosado pálido a medida que el aire volvía a llenar los alvéolos, expulsando el miasma del ahogamiento. La pleura brilló bajo la luz, limpia. El fuelle funcionaría.

Llegué al mediastino. El corazón original de la chica era pequeño, un músculo atrofiado por el miedo de la caída, detenido en sístole. Inservible. Lo corté con tijeras de disección y lo arrojé al cubo de desechos con un sonido húmedo y definitivo. El espacio quedó vacío. Un hueco en el centro del ser, un abismo esperando ser llenado.

Caminé hacia la mesa de los frascos, donde mis reliquias flotaban en el Líquido de Embalsamar enriquecido con sales de oro. Saqué el Corazón de Kelly. Pesaba en mi mano como una piedra de molino. Era denso, muscular, una turbina biológica que había bombeado la sangre de una superviviente en el infierno de Whitechapel. Aún conservaba la temperatura del baño maría donde lo había aclimatado. De repente, el músculo se contrajo en mi palma. No fue un latido; fue un espasmo de memoria celular. El corazón recordó el miedo. Recordó la adrenalina de Miller's Court. Se retorció, resbaladizo, como un animal tratando de huir de la mano del carnicero. —Quieto —ordené, apretando los dedos sobre las aurículas—. Tu guerra ha terminado. Ahora sirves a un nuevo amo.

Lo introduje a la fuerza en el pecho abierto. El órgano era demasiado grande para la cavidad de la chica. Tuve que romper dos costillas flotantes para acomodarlo. Encajaba con una obscenidad perfecta, como un parásito anidando en un huésped demasiado joven. —Aquí está tu motor —susurró mi voz, quebrada por la reverencia—. Un motor que conoce el odio.

Comencé la anastomosis. Pero no usé hilo común. Usé suturas de seda negra empapadas en aceite de hipérico y veneno de araña diluido, para estimular la fusión nerviosa. Al clavar la aguja en la aorta de Kelly, el tejido sangró. No icor muerto, sino sangre roja y brillante. La carne de la chica reaccionó al contacto. Los bordes de la incisión se crisparon, intentando alejarse del intruso. Era un rechazo biológico inmediato, un asco tisular. Tuve que usar pinzas de tracción para obligar a las carnes a besarse. Suturé la aorta de Kelly a la aorta de la chica. Conecté la vena cava y las pulmonares. Mis manos volaban, realizando nudos de marinero en arterias de un milímetro, tejiendo la red que uniría dos destinos incompatibles en uno solo.

Citrinitas - El Despertar Químico

Bajé a la cavidad pélvica. El útero de la chica era virgen, no probado, una hoja en blanco. Yo necesitaba una forja que ya hubiera conocido el fuego. Extraje el órgano original y lo sustituí por el Útero de Chapman. Era un tejido fibroso, curtido por la vida y la enfermedad, resistente como el cuero viejo de un grimorio. Al colocarlo, sentí una vibración. El útero estaba caliente. Pulsaba con una hiperemia fantasma, recordando embarazos fallidos y dolores antiguos. Lo conecté a los ligamentos anchos, asegurándome de que la vascularización quedara alineada con los meridianos de energía del cuerpo. —Tú no gestarás niños mortales —le prometí al órgano mientras suturaba los vasos ilíacos—. Tú serás el crisol de una nueva raza. La matriz alquímica.

Finalmente, en el retroperitoneo, inserté el Riñón de Eddowes. Lo necesitaba para filtrar las toxinas del Azoth. La sangre que correría por estas venas no sería agua; sería una solución electrolítica cargada de metales pesados y electricidad estática. Un riñón normal colapsaría en minutos. El de Eddowes, endurecido por la ginebra barata y la mala vida, aguantaría el veneno como un veterano de guerra.

Me alejé un paso. Miré el conjunto. Ya no era la chica del pozo. Ya no eran las prostitutas de Londres. Era una Quimera Industrial. Un mosaico de tragedias individuales soldadas a la fuerza en una sola obra maestra de la ingeniería hermética. La carne estaba fría, inerte, pero los sistemas estaban integrados... o al menos, atrapados juntos. La tubería estaba conectada. Los pistones estaban en su lugar, aunque parecían vibrar con una tensión estática, listos para rechazarse mutuamente en el primer segundo de vida.

Solo faltaba la chispa.

Fui hacia el alambique central. Allí descansaba el Azoth. El Flogisto Líquido. La Quintaesencia biológica que mis predecesores —Paracelso, Agripa, el mismo Prometeo— habían buscado en vano. Brillaba dentro del cristal con una luz propia, iridiscente, moviéndose como mercurio vivo. —No hay posibilidad de error —recité, mi voz temblando por la fiebre de la privación de sueño y la intoxicación por vapores—. He corregido a la naturaleza. He superado a Dios. Ya no es alquimia; es ingeniería divina.

Conecté los sistemas de flujo. Mis manos, manchadas de tierra de cementerio y sangre seca, se movían con la precisión de un sacerdote en pleno sacrificio. Unté sales sidéricas y pasta conductora de plata a lo largo de los meridianos nerviosos del cuerpo roto, trazando líneas que brillaban bajo la luz eléctrica como cicatrices de plata. Canalicé destilados de semilla verdadera —un compuesto de células madre, fósforo y mi propia sangre— directamente a sus arterias carótidas mediante cánulas de vidrio soplado.

Bebí medio litro de láudano directamente de la botella para acallar el temblor de mis manos. El opiáceo enturbió mi moral, anestesiando la culpa, pero afiló mi propósito hasta convertirlo en una aguja. Tatué en la frente de mi creación, justo sobre la fractura craneal donde el hueso se había hundido, el símbolo final: el Uróboros alquímico, el dragón devorando su propia cola. El ciclo infinito de materia y energía. No era tinta; era una mezcla de carbón y nitrato de plata que ardería al paso de la corriente, marcando la carne para siempre.

Dos pasos más. Conecté el cable principal, un umbilical voltaico de cobre grueso recubierto de caucho, directamente al electrodo de platino implantado en su mediastino, tocando el corazón de Kelly. De allí partiría el rayo, el fuego robado, el ánima que transformaría esa carne machacada y cosida en un templo vivo.

Transmigración de almas mediante electrólisis.

El cuerpo de la joven era solo el andamiaje; la energía sería el arquitecto. El cielo afuera rugió, una respuesta simpática de la atmósfera cargada de iones. La tormenta estaba lista, convocada no por la meteorología, sino por la necesidad dramática del universo. Yo estaba listo. Al fin, alguien había tenido la audacia de corregir el error de la Creación.

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Omar Escobedo Omar Escobedo

12. El Veredicto de la Hibris

Inicié la letanía. Mi mente, expandida por el láudano y la fatiga muscular, resonaba con los versos prohibidos de Centelles, mezclándolos con las lecturas erráticas de los galvanómetros.

—El alma en el cuerpo se ha de fixar, así como hiciste la primera vez.

La maquinaria zumbó. El olor a ozono se volvió insoportable, metálico, picante en la lengua, como lamer monedas de cobre y zinc cargadas de estática. Un relámpago rasgó las tinieblas, un pilar de luz blanca que golpeó el pararrayos de la torre con la violencia de un martillo divino.

¡Contacto!

La descarga bajó por los cables, silbando como serpientes de cobre furiosas. El cuerpo sobre la mesa se arqueó violentamente en un opistótonos brutal. Y entonces... se mantuvo ahí. El arco de la espalda era perfecto, tenso como la cuerda de un violín a punto de estallar. Los músculos se definieron bajo la piel pálida, vibrando con la frecuencia de la corriente alterna.

¡Vida!

Las lágrimas bajaron por mi rostro, calientes y saladas. ¡Lo había logrado! El Azoth había purgado la muerte. El pecho de la criatura se expandió con un suspiro profundo, un sonido de succión húmeda que llenó los pulmones drenados. Me acerqué, temblando de éxtasis.

—Respira —ordené, mi voz rota por la euforia—. Respira para tu creador.

Pero el suspiro no se detuvo. Y entonces... escuché la música. No era el latido rítmico de la vida. Era una cacofonía biológica.

El Corazón de Kelly, ese motor de odio curtido en Whitechapel, latía con una taquicardia frenética, salvaje, a 180 pulsaciones por minuto, golpeando contra las costillas como un preso golpeando los barrotes. Bum-bum-bum-bum. Pero los pulmones... los pulmones de la chica del pozo, ahogados y lentos, intentaban respirar con una bradicardia agónica, arrastrando aire cada diez segundos. Sssshhhhhhh...

Era una orquesta desafinada. Una arritmia polifónica. El cuerpo vibraba con la disonancia de dos tiempos biológicos que se negaban a sincronizarse.

Escuché un sonido seco, tick-tick-tick. Eran mis suturas. El hilo de seda negra que unía el esternón estaba cediendo, no por fuerza muscular, sino por resonancia. Las frecuencias opuestas estaban destrozando la integridad estructural del tórax desde dentro.

La piel sobre el mediastino se puso violeta, tirante como un tambor. La criatura abrió la boca. No para hablar, sino para vomitar un torrente de bilis negra y espuma sanguinolenta que olía a cobre y a fracaso eléctrico. Sus ojos se abrieron de golpe. No había consciencia en ellos, solo pánico celular. La mirada de un cuerpo que sabe que tiene un intruso dentro y ha decidido inmolare para expulsarlo.

—¡No! —grité, intentando sujetar el tórax con mis manos, sintiendo el calor febril de la reacción exotérmica bajo mis palmas—. ¡Acéptalo! ¡Es tu motor!

El cuerpo se convulsionó con una violencia que me lanzó hacia atrás. Con un sonido de tela mojada rasgándose, la incisión principal explotó. El pecho se abrió como una granada madura. Y allí, en medio de un géiser de fluidos calientes y vapor de Azoth, vi la verdad de mi fracaso.

El tejido circundante, la carne de la chica del pozo, se retraía, alejándose del órgano implantado como si fuera un carbón encendido. No era una integración. Era una guerra civil.

Con un último espasmo atroz, la aorta suturada se soltó. El corazón, liberado de sus amarras, fue empujado hacia fuera de la cavidad torácica por la contracción violenta de los pulmones. Cayó sobre la mesa de metal con un golpe húmedo y obsceno (Splat).

Siguió latiendo allí, solo, sobre el plomo frío, bombeando sangre al aire vacío, retorciéndose como un pez fuera del agua, mientras el cuerpo de la chica colapsaba, vacío de nuevo, hueco, finalmente muerto. El silencio que siguió fue absoluto. Solo el flop-flop-flop rítmico y mojado del corazón de Mary Jane Kelly muriendo sobre la mesa.

Entonces, el viento aulló. La ventana oeste reventó. Una sombra entró con la lluvia. Sentí una frialdad concentrada, un cero absoluto, posarse sobre mi hombro.

Tardaste demasiado —dijo la voz, profunda y mausoleica.

Me giré, cubierto de la sangre del rechazo. La criatura estaba allí. No parecía enojado; parecía aburrido. Miró el corazón palpitante en la mesa y luego el cadáver destrozado de la chica. Soltó una risa baja, triste.

Cosiste carne con carne, Víctor. Pero olvidaste que la carne tiene memoria. —Señaló el cuerpo de la chica—. Ella era agua y silencio. —Señaló el corazón que agonizaba en la mesa—. Ese... ese era fuego y ginebra.

Me miró a los ojos con sus pupilas lechosas, vacías de humanidad.

Intentaste poner el motor de un lobo en el chasis de un cordero. La pureza no acepta el vicio, ni siquiera con tus hilos de seda.

Se acercó a la mesa. Con una uña larga y sucia, tocó el corazón de Kelly. El órgano reaccionó a su toque, latiendo más fuerte, reconociendo a un depredador superior.

Fallaste porque cosiste partes. Yo... yo soy la Unidad.

La criatura levantó el corazón palpitante. La sangre goteaba por su muñeca pálida.

Tú intentaste construir una catedral usando ladrillos de prostíbulo y cimientos de santa. Y la estructura se ha purgado a sí misma.

La furia llenó mis vacíos.

—¡Vete! —grité, agarrando un trépano—. ¡El cálculo era correcto! ¡La biología me traicionó!

La criatura se llevó el corazón a la boca. No lo comió con hambre; lo mordió con desprecio, rompiendo el ventrículo izquierdo con un crujido húmedo. La sangre le manchó la barbilla.

—Fallaste porque intentaste inventar la vida, pequeño relojero. Conmigo... conmigo no inventaste nada. Solo hiciste reparaciones.

Dio un paso hacia mí. El olor a tierra antigua y sangre seca emanó de su piel, mezclado ahora con el aroma fresco del órgano de Kelly.

¿Recuerdas dónde encontraste mi cabeza? ¿Y este torso? —Con un movimiento casual, rasgó su propia camisa y hundió los dedos en su pecho. No hubo dolor. Rompió las suturas que yo le había hecho meses atrás como si fueran telarañas. La piel se abrió, revelando no carne roja, sino un tejido gris, fibroso, antiguo—. No fue en la fosa común de los pobres. No fue en el depósito de la universidad.

Me acorraló contra la mesa de disección.

Fue en esa cripta sin nombre en la abadía de Ingolstadt. La que estaba sellada con plomo y cadenas de hierro. Rompiste los sellos pensando que encontrarías oro, y encontraste un cadáver descuartizado.

Se inclinó, sus ojos amarillos brillando con la memoria de siglos.

Creyiste que eran piezas sueltas. Creyiste que tuviste suerte al encontrar un cuerpo tan grande, tan fuerte... tan conservado. ¡Necio! —Su voz fue un trueno—. Esas partes no estaban ahí para ser encontradas; estaban ahí para ser contenidas.

—Yo... yo te di la chispa —balbuceé, el terror helándome la sangre.

Tú quitaste las estacas —corrigió él con desprecio, escupiendo un trozo de válvula cardíaca al suelo—. Tú cosiste lo que los cazadores antiguos habían tardado años en separar. Tú conectaste mi cabeza a mi corazón y usaste sangre humana como lubricante. Eso no fue creación, Víctor; fue mantenimiento.

Sonrió, mostrando los colmillos que no eran implantes, sino hueso antiguo que había vuelto a crecer, manchados ahora con la sangre de mi fracaso.

Yo no soy una máquina nueva. Soy un motor inmortal que llevaba siglos apagado, esperando a que un mecánico estúpido girara la llave. Soy un Strigoi, un señor de la vieja sangre, y tú eres solo el sirviente que me limpió el traje.

Se agachó frente a mí, invadiendo mi espacio, obligándome a mirarlo a los ojos lechosos.

Querías pureza alquímica. Y obtuviste una maldición histórica. Yo soy la impureza. Y gracias a ti, soy eterno de nuevo.

—¡Vete! —lloriqueé, mi voluntad quebrada por su proximidad física y la revelación de mi propia irrelevancia—. ¡Déjame pudrirme en paz!

El monstruo sonrió. Fue una contorsión de músculos faciales que nunca debieron sonreír.

Me iré. La peste de tus químicos me ofende. Tengo hambre de sangre viva, no de sopas eléctricas. Y ya he tenido mi aperitivo.

Caminó hacia la ventana rota, dejando que la lluvia lavara el hollín de sus hombros deformes. Se detuvo en el umbral, recortado contra el relámpago.

Pero la deuda queda, Víctor. Si no me das una novia... tomaré la tuya.

El terror me heló los testículos.

—No te atrevas a tocar a Elizabeth.

No la tocaré —susurró, y su voz bajó a una frecuencia infrasónica que hizo vibrar mis dientes—. La abriré.

Se giró. No parecía un hombre. Parecía una herida en el mundo que yo había vuelto a infectar.

Estaré contigo en tu noche de bodas, Víctor. No para matar. Sino para consumar lo que tú no puedes. Voy a desmantelar su adorable anatomía mientras miras. Voy a buscar en su útero la vida que tú no puedes crear en tus frascos. Y cuando termine, entenderás que la biología antigua siempre gana a la alquimia moderna.

—¡Bastardo!

Me abalancé sobre él con el trépano, buscando perforar su cráneo, buscando lobotomizar mi culpa. El golpe atravesó... nada.

Su cuerpo pareció perder cohesión molecular. Se deshizo en una niebla densa y fétida, una nube de partículas virales y odio que se disolvió en la tormenta. Pero antes de desvanecerse por completo, la niebla se condensó una última vez sobre mi mano, fría como el nitrógeno líquido, dejando una marca de escarcha negra en mi piel en forma de garra.

Me dejó solo en la oscuridad, con el corazón de una prostituta muriendo lentamente sobre el plomo y el cadáver de una inocente abierto en canal, comprendiendo al fin que yo nunca fui el cirujano; siempre fui el paciente.

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